El Museo Napoleónico de La Habana. Un inmueble para una colección


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Una de las polémicas en que centra la atención la Museología es la relación entre el edificio contenedor y la exposición de las colecciones que en él se atesoran. Las posturas de especialistas en este tema es tan diversa que mientras para unos la función de lo museal reclama de total neutralidad en el lenguaje arquitectónico; para otros el inmueble contenedor puede ser, por sus valores intrínsecos, un exponente patrimonial en sí mismo, una pieza que lejos de minimizar o restar legitimidad al patrimonio mueble contribuya a su enriquecimiento. Lo cierto es que crear edificios para museos supone un desafío que solo desde una mirada integral al patrimonio cultural podría encontrar loables resultados. No olvidemos que colección, edificio y conjunto urbano dialogan en un sistema del cual el visitante no podrá desprenderse fácilmente. El reto es aún mayor cuando lejos de construir una edificación con ese fin, se opta por la rehabilitación de un inmueble diseñado para un uso y función diferente a la de receptor de bienes muebles.

Desde estas perspectivas acerquémonos al Museo Napoleónico de La Habana, una institución que a pesar de poseer historias paralelas en cuanto a inmueble y colección terminan por ofrecer un armónico conjunto patrimonial; un museo que este 2016, el 1ro de diciembre, arribará a su 55 aniversario.  

El Museo Napoleónico está ubicado en la calle San Miguel no. 1159, entre las calles Ronda y Mazón, en El Vedado, La Habana. Urbanísticamente, aunque ocupa una de las esquinas de la manzana, su emplazamiento no muestra jerarquía alguna, de modo que al Napoleónico es preciso buscarle, descubrirle, y quizás por ello una vez ante él, su composición sorprende y desafía al transeúnte en una especie de barrera que habrá que vencer para traspasar su umbral. Además de su particular fachada se suma a la sorpresa su nombre, en bronce y mediante el uso de letras rectas, para lo cual fueron sustituidas cuatro de las piezas del almohadillado de la portada y, como información adicional luce la firma de sus constructores y el año de terminación en la esquina derecha del edificio: COVANTES Y CABARROCAS // ARQUITECTOS // MCMXXVIII. De modo que ante el Museo Napoleónico constatamos dos fragmentos del patrimonio cultural cubano; por un lado el inmueble, construido en 1928 y; por otro, el museo que se inaugurara el 1ro de diciembre de 1961. Entremos a uno y otro desde un fundamento histórico.

Covantes y Cabarrocas fue una compañía integrada por los arquitectos Evelio Govantes Fuertes y Félix Cabarrocas Ayala. El primero de ellos también ingeniero civil; el segundo, escultor y dibujante; ambos miembros de la Academia Nacional de Artes y Letras. En la historia de la arquitectura y el urbanismo cubano Covantes y Cabarrocas ocupa un lugar distinguido en tanto su quehacer profesional marchó a tono con la consolidación y desarrollo de la arquitectura en la isla, particularmente en los repertorios civil y doméstico.

Baste citar entre sus obras el proyecto del Hospital General Freyre de Andrade (1916), que ejecutara el arquitecto Rodolfo Morari; las modificaciones al proyecto de los arquitectos Rayneri (1910) para el Capitolio Nacional en 1917; el Palacio de las Cariátides, sede del Unión Club (1924), actual sede del Centro Hispanoamericano de Cultura; y, paralela temporalmente a  la sede del Napoleónico, en 1928, la residencia del doctor Juan Pedro Baró y su esposa, Catalina Lasa (hoy Casa de la Amistad). Con semejantes avales el italiano Orestes Ferrara Marino contrató los servicios de la firma para ejecutar el palacio que nos ocupa.

Si además recordamos que a Covantes y Cabarrocas debe La Habana el proyecto del barrio obrero Ludgardita (1929) en el área industrial de Rancho Boyeros, el primero de su tipo en América Latina; el Palacio de Bellas Artes (1944-1948); la Biblioteca de la Sociedad Económica Amigos del País (1948); la Plaza Cívica José Martí (1952-1958), hoy Plaza de la Revolución, y emblemáticos edificios de su entorno como la Biblioteca Nacional José Martí y el Palacio Municipal de La Habana, actual sede del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (1960); entonces la sede del Museo Napoleónico de La Habana, desde sus autores, es un signo de la arquitectura cubana del período republicano.

Pero existe un aval que no debe soslayarse en la presentación de esta pieza en el patrimonio cultural de la isla y es el hecho de que en 1930 haya quedado a cargo de  Covantes y Cabarrocas la rehabilitación del Palacio de los Capitanes Generales, sede del Ayuntamiento de La Habana desde 1920, intervención que acompañó la restauración del monumento a Cristóbal Colón que ocupa el centro de su patio desde 1862. Apenas una década después, en octubre de 1942, Emilio Roig de Leuchsenring  inauguraba el Museo de la Ciudad de La Habana.

Resulta complejo conocer cuánto de los horizontes culturales de su propietario, Orestes Ferrara Marino (Nápoles, 1876 – Roma, 1972), intervinieron en el diseño y composición de este edificio, muestra de la sutil relación que cliente y profesionales establecieron durante la concepción de la obra. Sin embargo, si partimos de que Ferrara arribó a la isla a la edad de 20 años desde Italia para definitivamente inscribirse entre los cubanos, entonces podríamos buscar en Italia el referente estilístico fundamental, razón para comprender los rasgos del renacimiento florentino que distingue su eclecticismo; elementos que los arquitectos cubanos hicieron proliferar en la arquitectura doméstica de los años 20 y 30 del siglo xx en todo el territorio nacional.

Orestes Ferrara, sensibilizado con la causa cubana se vinculó al Ejercito Libertador bajo el mando del generalísimo Máximo Gómez hasta alcanzar el grado de Coronel, fue doctor en Derecho y catedrático de Derecho Político en la Universidad de La Habana, periodista y director del diario El Heraldo de Cuba. La realización de la obra debió ser ejecutada en instantes que Ferrara sostiene una intensa vida política como presidente de la Cámara de Representantes, mientras ocupaba la cartera de los Ministerios de Hacienda y de Estado durante el gobierno de Gerardo Machado Morales y debió contratar a Covantes y Cabarrocas en instantes en que esta firma ejecutaba el proyecto del Capitolio Nacional. Dos posiciones revelan el sentido histórico cultural de este hombre: el que haya sido miembro de la Academia de la Historia y embajador de Cuba ante la UNESCO desde su creación; ideales que se avenían a los referentes estilísticos del que bebe el eclecticismo.

El resultado de la interacción entre artistas y comitente fue una edificación a la que sus dueños llamaron “La Dolce Dimora” (La Dulce Morada) y en la que el visitante podría disfrutar de una armónica combinación entre el palacete italiano de estirpe renacentista y los elementos de la arquitectura colonial cubana; a ello habría que añadir ese patrimonio intangible que se revela en técnicas constructivas y materiales de construcción como las piedras de Jaimanitas y las preciosas maderas de cedro y caoba en el caso de Cuba; y los importados vitrales y elementos en  mármol italiano.

La historia del tesauro que convierte a La Dulce Morada en el Museo Napoleónico de La Habana es preciso buscarla en el pensamiento y obra de Julio Lobo Olavarría (Caracas, 1898 – Madrid, 1983). De sus padres, Heriberto Lobo Senior y Virginia Olavarría debió heredar Lobo la perseverancia y astucia para convertirse en un portentoso hombre de negocios asociado a un interés por el universo cultural. Fue traído a la isla cuando apenas contaba con un año de edad, en 1900, cuando su padre fue nombrado administrador de la sucursal North American Trust Company. Realiza la enseñanza primaria y superior en Nueva York, donde se gradúa en la Universidad de Columbia de Ingeniero Agrónomo en 1919.

Julio Lobo Olavarría es de esos cubanos que con centro en la familia y a tono con el momento histórico, deviene un coleccionista privado de suma importancia para el fomento del patrimonio cultural que atesora la nación, labor que desempeña en correspondencia con el desarrollo de los principios museológicos de la época. Lobo no acumula piezas al azar; por el contrario, registra cada pieza y contrata a un personal técnico que vele por su mantenimiento y conservación; de ahí que convierta su propiedad personal en una especie de museo cuya colección muestra a sus familiares y amigos. Tampoco es un “iluminado”, si tenemos en cuenta que forma parte del Patronato del Museo Nacional de Bellas Artes.

Los aportes de Lobo al patrimonio rebasan, por tanto, la sensacionalista frase utilizada por la prensa habanera: “El complejo napoleónico de Don Julio”; la metódica organización de las piezas, el establecimiento de una red de corresponsales en varios centros comerciales del arte en Europa y América, así como la formación de una biblioteca en el tema central de su colección desborda la mera expresión de hombre burgués. Ello explica que en 1954 llamara Lobo a María Teresa Freyre de Andrade a organizar la Biblioteca Napoleónica, con el mismo esmero y cientificidad que organizaba el tema del azúcar y su papelería, ambas integradas a la Biblioteca Nacional José Martí.   

El derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista y el triunfo de la Revolución cubana traerá consigo la unión de dos huellas del patrimonio cubano que nos legara la República: La Dulce Morada y la colección de arte napoleónica de Julio Lobo. La armonía entre una y otra parece negar que alguna vez estuvieran separadas. Ferrara abandona el país, postura que había manifestado con el cese de la dictadura de Machado, y la edificación pasó a propiedad del Gobierno Revolucionario, y entre finales de 1960 y durante el 1961 se rehabilita el espacio para recibir la colección napoleónica de Lobo. Ante esta gigantesca tarea una joven de 20 años, Natalia Bolívar.

El 1ro de diciembre de 1961 Alejo Carpentier dejó inaugurado el Museo Napoleónico de La Habana y a partir de entonces quedó ante capitalinos y extranjeros un patrimonio que por su autenticidad develaba nuevas interrogantes. Sus especialistas tomaron como tema de investigación no solo las piezas de la colección, sino también el período napoleónico y el inmueble que le servía de contenedor, arista a la que se sumarían los estudiosos de la arquitectura en Cuba. La Universidad de La Habana, particularmente la Facultad de Lenguas Extranjeras, encontró en esta institución una unidad docente, y no fueron pocos los estudiantes que desde los textos napoleónicos ejercitaron la traducción, en un entrenamiento especialmente fructífero por atesorar el espíritu francés del siglo xix; mientras la disciplina de Historia del Arte, de la Facultad de Artes y Letras, encontró en la colección de Lobo la expresión del estilo imperio en el mueble y la orfebrería, por solo citar algunas de las manifestaciones en él representadas. Desbordando la insularidad, el Napoleónico abrió sus puertas a investigadores de varias latitudes del mundo cuyos objetos de investigación se vinculaban al Emperador y el período Napoleónico.   

En diálogo con su tiempo no escapó el Napoleónico a la crisis económica de los 90 y casi estaba a punto de colapsar cuando en el 2005 su custodia pasó a la Oficina del Historiador de la Ciudad. Así, tras tres años de restauración, La Dulce Morada recuperó sus aleros, cornisas, pérgolas… al tiempo que se actuaba en su pinacoteca bajo el principio de mínima intervención. A ello siguió el estudio de la museografía y su ejecución, cuidando ese diálogo que edificio y colección sostuvieron entre sí. El  29 de marzo de 2011, reabrió sus puertas el Museo Napoleónico de La Habana, y para enriquecer su colección asistió la princesa Napoleón Alix de Foresta, con una importante donación de piezas, acción en reconocimiento a la conservación del patrimonio cultural en Cuba.

Recorrer el Museo Napoleónico ha de ser un acto de esparcimiento y aprendizaje de gozo ilimitado. Más de 10 mil piezas desafían el raciocinio de los visitantes, quienes encontrarán en ellas, sustanciales evidencias culturales de un pasado histórico que se conecta con nuestro presente también desde los elementos que definen su lenguaje arquitectónico. Edificio y colección se complementan esta vez en sobrada armonía para subrayar que un único diálogo es posible, el que se establece con el patrimonio cultural.   


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