La historia de nuestro país guarda gran cantidad de nombres de personas excepcionales. Sin ellos la nacionalidad cubana sería un concepto vacío. Pero entre tanta grandeza, hay dos nombres que sobresalen, porque supieron agradecer la obra de sus predecesores y forjar, con su pensamiento y su obra, con su ejemplo y liderazgo, la unidad mayor de los cubanos dignos.
Ellos son los indispensables, los imprescindibles: Martí y Fidel.
Admiré a Fidel cuando era sólo una esperanza. Lo seguí y apoyé en lo que pude, desde mi temprana juventud, por sus ideas y su ejemplo.
Fidel fue, hasta su último aliento, nuestro maestro y guía.
Lo primero que nos enseñó fue a luchar, resistir y vencer, amar a Cuba más que a nosotros mismos, ser justos y solidarios, ni tolerantes ni implacables, ser veraces y fraternales, echar la suerte con los pobres de la tierra y recordarnos que la patria no es más que la parte de la humanidad en la que nos tocó nacer y que la ley primera ha de ser el respeto a la plena dignidad humana.
Él fue el gran forjador de la unidad nacional, la unidad de los humildes, de los trabajadores del campo y la ciudad, de los estudiantes y los profesionales, de todo eso que se llama pueblo.
Él trajo el futuro hasta el presente y nos dijo, ahí está, construyámoslo con todos y para el bien de todos.
Él nos recordó que nuestros cuerpos no son más que la envoltura temporal en la que reside un alma humana igual sin sexos ni colores, hecha de una sustancia sutil que se alimenta de amor en la idea del bien. Lo que acabo de escribir es una imagen, pero refleja la identidad humana universal por encima de geografías y lenguajes. De no ser así no habría una Organización de Naciones Unidas ecuménica.
Esa especie humana, irredenta y en grave peligro de extinción por errores de miembros de la propia especie, fue la mayor preocupación de Fidel. Liberar del yugo del colonialismo y del imperialismo a la inmensa mayoría de la humanidad y sustituir la ferocidad del capitalismo por una sociedad equitativa, de trabajo, estudio, ciencia, arte y literatura, deporte, una sociedad libre de ruindad y egoísmo. Crear una sociedad en la que rija el respeto fraternal y la felicidad compartida fue la misión que se impuso y a la que convocó a quienes tuvieran oídos para escucharlo.
Él, mejor que nadie, sabía que el empeño de reconstruir el mundo heredado no estaría exento de dificultades y de errores.
Pero había que trabajar con pasión en el intento, a pesar de saber que la obra era más grande que nosotros mismos, incluido él en ese nosotros. Nadie fue más crítico con Fidel que Fidel. Batallador incansable, revisaba la obra cada día, hurgando en sus faltas, revisándolo todo para hacerlo mejor.
Ya los griegos antiguos declaraban en La Ilíada que los dioses no dan todos los dones al mismo tiempo, ni a un solo hombre todas las virtudes, lo que no negaba la existencia de hombres excepcionales como Ulises. Fidel fue nuestro Ulises. Valor e inteligencia unidas. Cumplidor del deber justiciero internacional en Troya y amoroso y leal defensor de Ítaca, su patria.
Hace ya mucho tiempo que Fidel trascendió la realidad presente y se convirtió en leyenda viviente.
Es el más universal de los cubanos por méritos acumulados en servicio a la humanidad. Él se fundió con su pueblo en una sola alma y un solo corazón. Fidel se hizo pueblo y el pueblo se hizo Fidel.
Sus ideas y su obra recorren el mundo. Él y su pueblo, como un arcángel bíblico, liberaron naciones y liquidaron sistemas oprobiosos junto a sus hermanos que sufrían esos males. Él y su pueblo han enseñado a leer y a escribir en lenguas diversas a millones de personas, han devuelto la vista y sanado a millones de enfermos, han hecho milagros con fe en lo mejor del hombre. Han hecho, hacen y seguirán haciendo, obras de amor, de solidaridad y justicia.
Los cubanos que vivimos su época y pudimos estar cerca de él o simplemente tenerlo en casa en la pantalla de un televisor o en la voz de la radio, hemos sido privilegiados. Felizmente, las imágenes de su hacer y la voz de su palabra se conservan para los que vengan después. La distancia y el tiempo mostrarán en su excepcional envergadura lo que hoy nos parece relativamente simple o común.
Cuba respeta y ama a sus héroes. No somos siervos ni pueblo para zares. Pero somos pueblo que sabe apreciar la grandeza verdadera, la de los que aman y fundan, los que saben que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz, pero que honrar honra.
Brecht nos enseñó que los que luchan toda la vida son imprescindibles. Fidel pertenece a esa categoría.
Nos queda ahora, a los que aún estamos, continuar su obra sin desmayar. Desarrollarla y perfeccionarla es la tarea de las nuevas generaciones. Ellos tienen el deber moral de ser mejores que sus padres. Eso es lo que siempre esperó de su pueblo el imprescindible Fidel Castro Ruz, nuestro Fidel.
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