El perenne desafío de investigar y escribir la historia


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“Cada pueblo tiene su propio y peculiar proceso de formación.
Su ser y su no ser hunden sus raíces en un complejo e intrincado
pasado que transfiere, a través de permutaciones permanentes,
su contenido sociocultural que cambia
en la interioridad de su permanencia”.

Eduardo Torres Cuevas

 

El Día del Historiador fue establecido para conmemorar el momento en que Emilio Roig de Leuchsenring fue investido con la condición, tarea o cargo de Historiador de la Ciudad de La Habana, el 1ro de julio de 1935. Como tal, es una convención para evocar a una figura cimera en la historiografía nacional y en la conservación de la vieja ciudad colonial. Es decir, la historia escrita, la investigación historiográfica y la conservación del patrimonio histórico (ligado con lo arquitectónico), todo en una misma línea de acción.

Con el paso del tiempo, la actividad infatigable y creadora de Eusebio Leal Spengler, su sucesor, dio sostenida continuidad al desempeño de Emilio Roig y siguió aunando, en una misma persona, esos contenidos de la labor del historiador de la capital hasta nuestros días. Es, por lo tanto, una fecha que festeja la actividad intelectual de muchas personas y un acercamiento integral a la historia.

La misión del historiador sigue siendo de primera magnitud y necesidad en el presente de la sociedad cubana, más en estos momentos de cruciales transformaciones en todos los órdenes. Pata apreciar de conjunto este tema habría que analizarlo desde la enseñanza, la política y la academia. La misión social del historiador es de un peso y una responsabilidad enormes, más en un país que ha tenido excelentes y muy reconocidos historiadores desde hace muchos años. Ramiro Guerra, Leví Marrero, Manuel Moreno Fraginals (de quien celebraremos su centenario el próximo mes de septiembre), Julio Le Riverend, Raúl Cepero Bonilla, Fernando Portuondo, Hortensia Pichardo, Juan Pérez de la Riva, Francisco Pérez Guzmán, entre otros, pertenecen a una insigne familia de ilustres historiadores. Recientemente hemos perdido físicamente a otros no menos importantes, pues fallecieron en los últimos años y meses figuras como Aurea Matilde Fernández, Mario Mencía, César García del Pino, Jorge Ibarra Cuesta, Alejandro García e investigadores con profundas incursiones historiográficas como Fernando Martínez Heredia y Ana Cairo Ballester. Todos ellos han contribuido a crear una tradición historiográfica cubana que es un deber y una obligación moral mantener y prolongar en el presente.

La Academia Cubana de la Historia y la Unión de Historiadores de Cuba agrupan el trabajo de muchos de los profesionales de la investigación histórica y organizan los congresos y seminarios que concitan fecundos debates y trazan pautas a sus miembros.

Considero útil mencionar los renglones donde es menester insistir y trabajar con mayor ahínco. La enseñanza de la historia debe revisarse a todos los niveles de nuestra educación, desde la primaria a la universidad. Es preciso desterrar el concepto de historia oficial por lo que de retranca y falsedad supone. Las ciencias históricas son un ente en constante movimiento, y como ciencia están siempre sujetas a nuevas investigaciones y a las apariciones periódicas de hallazgos de documentos. Como ciencia, poseen todas las características de las humanidades y no se puede, por tanto, admitir su congelamiento o petrificación. En ese sentido, la academia es fundamental.

El tratamiento de la verdad histórica es un aspecto determinante. La verdad en ciencias sociales suele ser de naturaleza rashomoniana y con frecuencia se resiste a una condición de verdad absoluta. A veces la verdad pura y objetiva no se obtiene, sino solo se logran aproximaciones para una mejor comprensión de los procesos sociales. Y ya eso es bastante. Reivindicar la mirada compleja frente a la mera simplificación, como sugiere Oscar Zanetti, es el camino del verdadero historiador. En este orden, el valor de las fuentes es cardinal. Las bibliografías y hemerografías que se utilicen, a veces sugieren, con independencia del contenido del texto, la acuciosidad de una investigación. Las fuentes pueden también sugerir la filiación ideológica del autor. La historia, más que memoria, es la crítica de esa memoria y aquí entra a jugar su papel la eticidad del investigador y su respeto por la cultura general, tan necesaria como la específicamente historiográfica.

Los libros de historia deben ser portadores de nuevos conocimientos, a la vez que exhibir calidad en su escritura. Esto último es de vital importancia. Los trabajos del historiador Oscar Zanetti, La escritura del tiempo. Historia e historiadores en Cuba contemporánea, de Ediciones UNION, 2014 y un texto publicado no hace mucho en la revista La Gaceta de Cuba, “Historias ¿Literarias?”, de Felix Julio Alfonso (que es un fragmento de su discurso de admisión en la Academia de la Historia), contienen abundantes ideas en torno a la necesidad de que la historia sea desplegada con belleza escritural.

Citaré algo que le escuché en una ocasión al eminente historiador Jorge Ibarra Cuesta: “José Luciano Franco gustaba decir que el problema más serio de la historiografía cubana radicaba en el carácter tedioso de sus textos”. Y tenía razón. Pero no se trataba solo de que fueran tediosos exclusivamente. Otro problema, asociado al anterior, es que a veces no estaban bien escritos. Y como la historia nos interesa a todos, pues el daño colateral entre los potenciales lectores puede ser mayor.

La relación entre los historiadores y el género ensayístico parece contener algunas tensiones. Del historiador se exigen pruebas documentales, rigor en las afirmaciones, acuciosidad máxima y buena prosa. El ensayo es una forma de escritura donde se precisa de un ejercicio del pensamiento lo más libre posible, con análisis especulativos y conjeturas que a veces se salen de los moldes rígidos del dato, pero que no deben ser nunca violatorios de la verdad. Lo subjetivo que se alza sobre el rigor, alcanza en el ensayo un papel decisivo. En ese contrapunteo puede decidirse la suerte de un buen escritor de historia. Aproximar literatura e historia y hacerlas confluir es un procedimiento válido intelectual y científicamente o mejor, necesario. De manera que las relaciones entre literatura e historia, que darían pie a todo un estudio monográfico, son más complejas de lo que parecen a primera vista. Son numerosos los especialistas que se han referido de manera contrapuesta a esa relación, hacia un lado o hacia el otro. Me quedaré con la frase del historiador francés Ivan Jablonka, que dice mucho en pocas palabras: “La historia es más literaria de lo que pretende; la literatura, más historiadora de lo que cree”.

Como se conoce, el punto final de todo producto investigativo es la publicación de la investigación, su socialización como artículo de revista o como libro, y en ese momento la calidad de la escritura es determinante. De manera que al historiador se le debe pedir estilo, elegancia, amenidad y prosa eficaz, de no ser así puede ocurrir (es lo usual) que su ardua investigación no llegue a muchos lectores o que estos, fatigados, abandonen la lectura del texto. La historia de Cuba es rica en acontecimientos y en ideas interactuantes y para cubrirla con objetividad desde las ciencias sociales se precisa de rigurosos y laboriosos historiadores.


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