El teatro Alhambra: Allí no cabía la mordaza en la boca


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Teatro Alhambra

El Alhambra, sinónimo del teatro cubano en las primeras tres décadas republicanas, se  fundó el 13 de septiembre de 1890, en la intersección de las calles Consulado y Virtudes, en el corazón de La Habana Vieja, hace ya 131 años.

Es inevitable, al hablar de este coliseo, evocar la  cinta  cubana La Bella del Alhambra, del director Enrique Pineda Barnet, (La Habana 28 de octubre de 1933 -12 de enero de 2021), Premio Nacional de Cine, 2006, basada en la novela La canción de Rachel, de Miguel Barnet,   presidente  honorífico de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Esta película conquistó premios internacionales relevantes, y en Cuba el lauro de un público que supo apreciar justamente sus muchos valores, porque tanto la novela como el filme, son un homenaje a ese teatro tan cubano como las palmas, reino de la picaresca y del arte popular durante 35 años, que sin embargo nunca tuvo la publicidad que merecía,  y fue también el público el que lo consagró.

 Un poco de historia

La Habana en el siglo XIX había llegado a ser quizás la más importante plaza teatral de América con una creación dramática que se iba perfilando como reflejo de la nacionalidad.

Sin embargo, los inicios del siglo XX,  y específicamente la etapa de l902 a 1935, están signados por un sentimiento de frustración nacional,   desconfianza y   amargura ante las circunstancias del fin de la guerra, la intervención yanki, el estancamiento económico y la politiquería.

 La frustración política determina que la escena nacional sufra su más profunda crisis quebrándose así la tradición dramática, y se produce una   reducción significativa de los locales de presentación,   los intérpretes y   la calidad dramática.

  No obstante, algunas instituciones intentaron el avance del teatro cubano, tales como, Sociedad de Fomento del Teatro (1910), Sociedad de Teatro cubano (1915), Revista Teatro (1919) Instituto cubano Pro Arte Dramático ( 1927)

El Alhambra

El Alhambra abre sus puertas con una temporada lírica, pero no logra éxito pues tenía la fuerte competencia del teatro Albizu, que se encontraba a solo cuatro cuadras,  y era una plaza reconocida en el género.

No fue hasta febrero de 1891 que comienza una temporada de obras de temas criollos con escena picarescas, que provocaron el repudio del  público mayoritariamente español que se sintió atacado.

 Luego, durante la intervención norteamericana, el teatro cambió el nombre por el de Café Americano y se presentaban espectáculos de Music-Hall.

Federico Villoch, reconocido libretista del teatro Martí,  alquiló el local junto al escenógrafo Miguel Arias y al actor José López Falco y le  restituye su nombre original. Felizmente comenzó  entonces, el 10 de noviembre de 1900, la más larga temporada de teatro que se haya dado en Cuba.

Además de Villoch, otros muchos libretistas escribieron para el Alhambra, como Francisco y Gustavo Robreño, Ramón Morales, Ignacio Sarachaga, Manolo Saladrigas, Félix Soloni, Gustavo Sánchez Galarraga, entre otros.

Todos estos escritores  heredaron de los primitivos bufos habaneros la pintura de costumbres, los tipos populares, el lenguaje cotidiano, coloquial, la utilización del humor, de los elementos danzarios y musicales, y la parodia.

Villoch fue el más fecundo de los autores teatrales cubanos, fue denominado   “el Lope de Vega de la calle Consulado”; escribió trescientas ochenta y seis obras, entre sainetes, operetas, parodias, revistas y zarzuelas; sus obras fueron un catálogo de los hechos más populares de la República: gobernantes, campañas, elecciones, chismes, estafas, fraudes y modas, a la vez que recrearon tipos y costumbres de aquel período tan convulso en el panorama nacional, pues fue, indiscutiblemente, un extraordinario cronista.

Tres funciones por noche, cinco los domingos y varios estrenos semanales

En el Alhambra se presentaban tres funciones por noche, cinco los domingos y varios estrenos semanales, lo cual determinaba un facilismo creativo, lleno de estereotipos, de frases hechas, populacheras y de doble sentido subido de tono, pero que complacía el gusto del público que demandaba esta fácil y cercana visión de la realidad para su gran divertimento. Llegaron a estrenarse más de dos mil piezas teatrales, de las cuales la mayor parte se ha perdido.

Entre las más  aplaudidas se encuentran los sainetes; los costumbristas con sus temas tomados de la vida cotidiana y por tanto de gran arraigo popular, entre éstos Delirio en automóvil, y Tin tan te comiste un pan, de Francisco y Gustavo Robreño, luego rebautizado como El velorio de Pachencho, estrenado en julio de 1901 y que ha sido una de las obras cubanas que más veces ha subido a un escenario.

El sainete de solar revelaba la promiscuidad y otros vicios de aquella sociedad; el sainete político era el más gustado por las críticas que se hacían a los gobiernos de turno de la república mediatizada y el sainete-revista de actualidad, que contaba con un extraordinario montaje escenográfico como  el recordado La isla de las cotorras.

El amplio repertorio contemplaba además las revistas de espectáculos, operetas y las parodias de conocidas piezas teatrales.

Muchos estudiosos, entre ellos el profesor Rine Leal, opinan que la perdurabilidad del Alhambra estuvo determinada por, en primer lugar, libretos muy gustados por el público donde predominaba la risa fácil y el  choteo;  la crítica a asuntos de actualidad de manera irreverente;  el talento  de actores y actrices; la escenografía, el vestuario  y especialmente, la música, que allí adquirió categoría de gran protagonista a partir de 1911 con la llegada al teatro del joven Jorge Anckermann, compositor cubano muy fecundo, que atesoró más de tres mil obras.

Otro de los elementos que garantizaron   la alta aceptación de las obras del Alhambra por parte del público fue la capacidad de improvisación de sus actores y actrices, las famosas “morcillas”, las alusiones y el subtexto, porque los intérpretes poseían una gran “chispa” y orgánica gestualidad.

De esta suerte, los especialistas también reconocen  que el del Alhambra era un teatro escrito para ser actuado, que solo en la escena completaba su verdadera significación en la interacción entre artistas y público.

Fue parte de la vida habanera durante más de tres décadas, con una extraordinaria riqueza temática en sus puestas en escena,  y personajes-símbolos de la vida popular como el negrito, el gallego y la mulata, que representaron lo que se ha considerado el mejor bufo cubano.

Este templo del teatro mantuvo un público extraordinariamente heterogéneo durante toda su existencia. A propósito, el crítico teatral cubano José Manuel Valdés Rodríguez  (La Habana, 17 de diciembre de 1896-16 de septiembre de 1971), escribió en el periódico El Mundo del 31 de diciembre de 1944:

“La concurrencia del Alhambra ofrecía un verdadero corte vertical en el agregado social cubano. Desde los sesudos magistrados de la audiencia y el Supremo, los abogados y los médicos más prestigiosos, los caballeros y rentistas, a los obreros y la gente del pueblo, los guajiros visitantes de la ciudad, los jóvenes de casa rica, hijos de las mejores familias, dependientes del comercio, pasando por algún que otro sacerdote de manga ancha, según la frase de José Juan Arrom, era posible encontrar en el Alhambra representantes de todos los grupos sociales”.

Decadencia y derrumbe

Al iniciarse la década del 30 del siglo XX, el coliseo comienza a perder lentamente su esplendor; sus artistas más viejos se habían retirado o habían muerto, los empresarios ya mayores y ricos  perdieron el interés, y así terminaron sus días de gloria también por el auge del cine sonoro, la represión del tirano Gerardo Machado y la tremenda crisis económica que imperaba.

“Y ya el Alhambra estaba invadido de comején. Entre el machadato y los encuerismos, el teatro se fue desmoronando. Las obras habían perdido su  gracia. El gobierno imponía un teatro amaestrado -la mordaza en la boca-, cosa que allí no cabía”.[1]

El 18  de febrero  de 1935, a las doce y veinte de la madrugada, al finalizar la tercera tanda del día, se desplomó el vestíbulo del Alhambra; cesa  así para siempre la larga vida de este teatro, el más concurrido, el de la temporada más largas en el tiempo, el que provocó más risas, y que queda en el imaginario popular como uno de los pilares  esenciales de la escena vernácula cubana.

 [1]Barnet, Miguel, Canción de Rachel, Instituto Cubano del Libro,


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