Es la hora de la telenovela.


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Ah la televisión. Esa caja mágica que tuvo una fuerte influencia en aquellos que nacimos en los años sesenta; aunque para ese entonces ya nuestros padres y abuelos la conocían no llegó a ejercer en ellos el mismo nivel de influencia que en nosotros.; aunque compartimos el mismo nivel de dependencia de sus propuestas.

La adicción mediática de quienes nos antecedieron fue la radio. Alrededor de sus programas giraban sus emociones, interacciones sociales y hasta se definían los gustos espirituales, románticos y existenciales. Tanto que hay más de una historia de decepción personal. La radio es el templo de la voz en toda su dimensión; pero es también una versión sonora de la ruleta rusa. Se cuenta que más de una adolescente tuvo una decepción al conocer físicamente al galán de la novela de turno. Por su voz lo imaginaba fornido, atlético y extremadamente viril, cuán profunda era su decepción al encontrarle frente a frente y descubrir que no se acercaba ni remotamente a su ideal soñado.

Ella, entonces, en su soledad continuaba amando al personaje que interpretaba, aunque siempre acotaba que “se había decepcionado al tenerle frente a frente… es muy pequeño para mi gusto… usa unos espejuelos fondos de botella… cojea del pie izquierdo…”; entre otros tantos reclamos. 

Sin embargo; la televisión fue otra cosa. Ahora el galán de turno estaba ahí físicamente, apolíneo, o huesudo. La llegada de la televisión y los patrones de belleza que comenzó a imponer fueron unos de los actos de discriminación social más brutales de que se tenga noticia. La televisión no siempre dependía del talento para imponernos “lo bello” y hacernos cómplices de la deshonra de la fealdad. Es cierto que hubo sus excepciones y “los feos” se convirtieron en estrellas, pero casi siempre estaban destinados a ser personajes de programas humorísticos.

En los años sesenta y setenta la densidad de televisores –o receptores de televisión como se les definía—por hogares y densidad poblacional en Cuba era muy baja; por lo que aquella casa donde hubiera uno era todo un privilegio.

Ver la televisión se convertía en uno de los eventos sociales más importantes de una cuadra, un barrio o una comunidad. Las familias se reunían en las casas en espera de que llegara la hora del programa que a todos gustaba y siempre antes de empezar el mismo se “bembeteaba un rato” (como decía el dúo Los Compadres).

Yo, como muchos de mi generación viví esa experiencia social. 

Para nosotros los niños lo importante era la hora en que se transmitían los muñequitos y las aventuras. Las aventuras, por norma general, eran adaptaciones de grandes obras de la literatura universal; donde las relevantes, las que nos ataban a la silla, el sillón o simplemente al espacio del piso que ocupábamos, eran las de capa y espada. Así muchos de nosotros antes de aprender a leer ya repetíamos el nombre de Emilio Salgari, de Alejandro Dumas, de Sir Walter Scott o de Mark Twain.

Fue en ese entonces que se gestaron los primeros coros de barrio cuando al final del capítulo todos cantábamos el tema principal del programa mientras corrían los créditos, muchas veces escritos con enormes letras rotulados en un cartón o transparencia.

El tiempo que mediaba entre el final de las aventuras y el comienzo de la novela de turno era el que nuestros padres aprovechaban para acicalarse unos, comer la familia o simplemente hacer la tarea antes de regresar a casa del vecino para ocupar un lugar privilegiado; que siempre estaba destinado a las personas mayores. Y lo más importante, abrir puertas y ventanas para los vecinos que llegaban a toda prisa para compartir la historia que se contaba.

Aquel momento era una versión a pequeña escala del cine. 

Por norma general los televisores que recuerdo de aquellos años eran de pantalla pequeña y se debían encender unos minutos antes para que “se calentaran”. Por ese entonces el uso de los transistores no estaba muy difundido, o en nuestro caso eran contados los equipos con esa tecnología.

Por suerte en mi cuadra había unos cinco televisores, por lo que si alguno fallaba había donde acudir. Y si uno de esos aparatos fallaba por la rotura del bombillo 5 u 4 el luto se extendía por muchos hogares y era todo un trauma no poder ver el capítulo de ese día “que estaba buenísimo… porque se sabría un detalle importante de la historia o se agudizaría el conflicto entre los personajes…”

Pero no importa. quien no lo vio tenía la posibilidad de escuchar el relato durante todo el día, relato enriquecido por la fantasía propia de quien lo contaba. Así funcionaba en ese entonces el asunto de las novelas y así sigue funcionando.

En aquel tiempo la tele tenía dos espacios dedicados a las novelas para adultos y el personaje de la calabacita no se pensaba en ese entonces. Estaba uno llamado Horizontes que se dedicaba a novelas escritas originalmente para la televisión y el espacio donde se transmitían las adaptaciones de obras universales.

Recuerdo que entre las más famosas del espacio Horizontes estuvieron La peña del León, La casa grande y El viejo espigón. Y de cada una de ellas quedaron personajes, canciones o frases que nos han acompañado por más de medio siglo. Aunque debo decir que los personajes más trascedentes y míticos fueron aquellos que interpretaron Reinaldo Miravalles y Eloísa Álvarez Guedes, es decir Melesio Capote y Valeria.

Mientras que las versiones de Cecilia Valdés y La joven de la flecha de oro a partir de un original de Cirilo Villaverde; de Rosas a créditos, El rojo y el negro y Los miserables de Víctor Hugo nos adelantaron y adentraron en personajes e historias que años después nos contarían los profesores de literatura.

Hubo también novelas históricas que dejaron su huella como aquella que Juan Vilar escribiera y dirigiera llamada Los muchachos de la acera del Louvre que nos presentó a parte importante de los actores que definieron a mi generación y con los cuales aún convivimos.

Algo similar pasa con Sol de Batey y el no aceptar que Luisa María Jiménez se llame así y que para todos sea “la Tojosa”; o repetir como acto de rebeldía aquella copla que dice “…aquí esta Juan calesero que le levantó la mano a su amo…” 

Con el paso de los años, la proliferación de televisores en las casas –era una fiesta social la llegada de un aparato a la casa del vecino—se fue perdiendo el hábito de compartir en sociedad ese espacio de tiempo que era ver las telenovelas o las aventuras con los cofrades del barrio. La privacidad fue ocupando ese espacio y con ella se alió el egoísmo.

Así hasta llegar a estos tiempos en que no recordamos el nombre del vecino ni nadie comparte una taza de café con todos los asistentes y al final de la novela se organizaba el debate.

El último recuerdo que tengo de una noche así, entre vecinos, fue cuando se comenzó a transmitir la telenovela mexicana Gotita de gente, que imponía un toque de queda en la ciudad de una hora mientras se acompañaba entre lágrimas el sufrimiento y el dolor de Juan “el merolico” por no poder dar a su hija todos los gustos hasta el día que la “muchacha rica” pierde la cabeza en un arrebato hormonal por el hombre que solo tenía como capital y dote en la vida su honestidad”.

Hoy es común que en cada hogar haya al menos dos televisores –incluso más—lo único que no ha cambiado es el placer de nuestras madres, esposas y abuelas de esperar la hora de la novela, incluso aceptar sus reclamos ante la demora en comenzar por algún evento importante que le antecede, y no es para menos se ha llegado a pedir disculpas a ellas por la demora.

Y las alternativas que proliferan en estos tiempos tienen muy claro el peso de las novelas, solo que además de las brasileñas y las mexicanas ahora las turcas y coreanas nos roban el placer de conversar en familia.

Es placer que los Milenials y las generaciones de hoy definidas cromosómicamente se han perdido. Pobres de ellos, nunca han soñado con ser Enrique de Lagardere y tener un corazón

de oro… como nosotros.

 


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