“Soy un clavo que va
penetrando cada vez más adentro de mi realidad, de lo que me rodea, de las
angustias, de los seres humanos en la tierra”, afirmó en determinado momento Oswaldo
Guayasamín.
Cuando murió el diez de
marzo de 1999, no pudo ver concluida su mayor obra: la Capilla del Hombre. Sin embargo, el
pintor ecuatoriano dejaba para la posteridad una lección de humanidad y
compromiso con las causas justas a través de sus pinturas.
Desde la primera
exposición en 1942, justamente en la ciudad que lo vio nacer, emergía de sus
cuadros el marcado carácter de denuncia social que lo caracterizó siempre y
hasta el final de sus días.
Entre colores y lienzos,
Guayasamín reflejó el dolor y la miseria que dejaban las grandes guerras, las
dictaduras o la tortura. Identificarse con el sufrimiento y combatir desde el
arte fue, no sólo un manual de vida, sino una enseñanza para todos los
creadores del mundo.
“De México a la Patagonia
tiene que ser un solo país. Ese es el llamamiento que trato de hacer a través
de los murales”, explicó.
Su amistad con Fidel, tan
natural y sincera como sus pinturas, lo
condujo a realizar varios retratos del líder histórico de la Revolución cubana.
Y aunque no vio terminado el mayor
proyecto arquitectónico concebido para homenajear al ser humano, La Capilla del
Hombre fue inaugurada en 2002, con la presencia de Fidel y de otros entrañables
como el Comandante Hugo Chávez y varios líderes mundiales.
Dieciocho años después de su muerte, el pintor de Iberoamérica denuncia lo injusto. Con una luz encendida, Guayasamín siempre va a volver.
Deje un comentario