En La edición del Premio Casa de las Américas 1994, fue galardonado en la especialidad de literatura para niños y jóvenes un autor cubano que hasta ese momento no figuraba en la “nómina” de quienes en la isla se dedican a las letras para las primeras edades. La curiosidad y las excelentes opiniones que sobre él y su obra llegaron hasta mí motivaron este diálogo con Gumersindo Pacheco Sosa (1), un espirituano de Cabaiguán, un ser de esos que llevan la literatura corriendo por las venas, con un talento natural para escribir y una particular y original forma de ver la vida. Cuando sólo había conversado unos pocos minutos con “Sindo” o “Gume”, como le llamaban sus amigos más cercanos, enseguida aprecié en él virtudes como la sencillez, sinceridad y una total carencia de intereses extraliterarios que le hacen una rara avis dentro de nuestro contexto. Este geminiano puro y típico, nacido un primero de junio de 1956 lleva en sí el don de la comunicación, la alegría innata y el deseo de dialogar (por la palabra escrita u oral) con sus semejantes. Alguien me ha dicho que Sindo es como su literatura y viceversa y creo que no habría mejor forma de clasificar a ambos (autor y obra) que diciendo una simple palabra: espontaneidad. Sindo es un ser lleno de anécdotas que a cada momento le salen al paso y para quien, las ocurrencias no son algo premeditado, sino inherente a su vida. Es dicharachero, jocoso, algo burlón, oportuno en la crítica o el elogio y de esas pocas personas que “no tienen pelos en la lengua” como tanta falta hacen en la vida. En la conversación que sigue, además de relatar su agitado paso por la vida, demuestra cómo la literatura ha llegado a ser para él algo más que, necesario, imprescindible; porque la vive, la siente y la sufre como el que más y por eso, para él la literatura no es un cuento.
¿Buscaste a la literatura o ella te encontró a ti?
Yo llego a los libros por el cine. Leía poco y no me crié en una familia que tuviera mucha cultura. Mis padres quedaron en el cuarto, quinto grado, no tenían ese afán, esa inclinación. Hace bastantes años, cuando en Juventud Rebelde aparecían muñequitos y yo los seguía fielmente cada domingo, ahí empezó algo. En mi época de niño había mucho cine heroico, de aventuras, y no se publicaba tanto como años después. Vi las películas de El pirata samurai, de Toshiro Mifune; otras de Alain Delón, El aventurero de la rosa roja, El Tulipán negro, El Zorro, que sin dudas transmitían alguna literatura. Empecé a leer de verdad en noveno grado, en la escuela “La Cachurra”, un sitio de esos para hacer una novela, donde ocurrían cosas que dan para muchos libros. ¡Éramos unos malditos! Todos los meses cambiaban a los directores que salían “psiquiátricos” de allí, sin deseos de volver nunca más. Eran directores esquemáticos, de ideas absurdas y por eso los respetábamos cada vez menos. Sin embargo, un día apareció uno que ponía menos castigos y conversaba más con nosotros y ahí empezó a mejorar todo. Él nos trataba de igual a igual. El padre de Arturo, un amigo mío, era maestro de allí, un maestro de los pocos buenos que hay. Una vez estuvo incluso en el Empire Estate por una selección que hicieron.
Era una gente de mucha cultura y que sentía los libros y eso se contagia. Diariamente iba de Sancti Spíritus hasta más allá de Monte Oscuro, a caballo, que con como 30 kilómetros y no perdía nunca el interés de enseñar. Estuvo año tras año en eso, preparando guajiros brutos, dando clase en una escuelita. Él me dio información y ahí tropecé yo con Tom y Huck, que me ganaron desde el primer momento. Te contaba las historias con tal pasión que tú las vivías y así descubrí aquel mundo. Hablaba tan bien ese hombre, interiorizaba tanto los argumentos, que me contagió el deseo de leer y ahí empecé yo, sin saber que algún día me dedicaría a la literatura.
Tuve otras profesoras buenas, aunque en realidad la literatura es muy pesada en la escuela. Te dan El Cid Campeador, El Quijote y todos esos libros, que son clásicos y monumentos, pero a la gente le producen un rechazo. Imagínate tú, las profesoras hablando de las maravillas de esos libros que ningún muchacho entiende y estos campeando por sus respetos en el aula. Esa literatura, para nuestra corta edad, era horrible, espantosa. Yo creo que en las escuelas no debía estudiarse eso, por lo menos en las primeras edades. Si tú eres un adolescente, que te den literatura de adolescente, aventuras y esas cosas más propias para la edad. Ahora, si ya te vas a especializar en literatura e ingresas en la Universidad, pues vengan los clásicos, las características y todo eso. La gente no puede leer lo que no le gusta, lo que no entiende y mucho menos lo que le obligan a aprenderse de memoria. Pese a todo eso, a mí me dio por leer. Las primeras aventuras que cayeron en mis manos fueron Los náufragos del Liguria (Emilio Salgari). Fue la primea vez que yo terminé un libro, así, completo. Me quedé fascinado. Era un libro mío, además. Después seguí, pero llegué a cansarme: siempre eran historias de islas solitarias en esa línea de Robinsón Crusoe, hasta que un día dije “no soporto ni una isla más ni el árbol del pan y el de la leche”. Me hastié tanto, que ya no quería saber de lo que antes me gustó. Cada vez que abría un libro, era de lo mismo. Quizás como no sabía que alguna vez iba a escribir, pasé luego a otra literatura, pero indisciplinadamente. No asimilé las lecturas como debía. Viví emocionado aquellos mundos de las novelas de Balzac, París, el Barrio de Saint Germain… Sin saberlo, un día escribí un cuento. Se llamaba “De cómo se me quitó un dolor de muelas” o algo así. Estaba muy influenciado por Poe. Era muy chistoso, malo, infame desde luego. Pero me sorprendí escribiéndolo.
Cuando uno hace su primer cuento le parece una cosa extraordinaria, tremenda. Uno jamás pensó escribir un cuento y le salió de pronto. Se lo enseñé a mis amigos, pues no imaginé que existieran talleres. Cada vez que hacía uno, me parecían obras maestras. Me costó mucho trabajo convencerme de que no era así. Hice veinte o treinta verdaderamente infames hasta que salió uno regular. Pero uno siempre se cree el mejor, no por vanidad sino por una especie de autocomplacencia con los personajes que crea. Aquello me parecía una cosa divina, muy grande, muy valiosa.
Después fui a los talleres. Los talleres eran el realismo socialista y aquello fue terrible. Los primeros cuentos me los hicieron “talco” allí pero, bueno, yo estoy acostumbrado a los golpes… Lo malo de aquellos talleres era que trataban de imponer una línea: “Esto sí, aquello no”. Luego me han servido mucho para mejorar y el trabajo de taller con los amigos, más todavía. Aún tengo muchas lagunas. Leo muy poco para lo que debiera leer. En el mundo de los escritores, leo muy poco. Aún me fascina el mundo de los adolescentes, lo novedoso, lo que tenga de aventura, las novelas que tratan la psicología de los personajes y por eso siempre vuelvo a Tom y Huck, que resumen todo eso. Una novela con muy buenos personajes, aunque tenga una trama no muy fuerte, me llega. Creo que un poco la lucha del arte es entre lo verdadero y lo falso. Cuando un personaje es vital y es fuerte, aunque el hecho no sea muy trascendente, es tan verosímil y tan real y uno lo vive tanto, que le halla más fuerza. Hay libros donde uno tiene la noción de que le están contando algo. Hay otros que, cuando uno los lee, ya los está viviendo.
¿Partías de vivencias para tus primeros cuentos?
Por entonces estaba muy influenciado por Poe, como ya te dije. Algo me quedaba del mundo externo, pero no, eran vivenciales mis relatos. Tampoco sabía lo que yo podría escribir. Tenía un desconocimiento absoluto de la técnica. Ya sentía necesidad de comunicar, de decir algo, de expresar una idea.
¿Y te has encontrado ya como escritor?
No, todavía. Porque yo quiero hacer una cosa y no puedo. Es como si el cuento lo escribiera a uno y uno no escribiera al cuento. Uno pretende hacer una obra así y no es así. El cuento mismo tiene sus propias leyes. Entonces, lo que uno quería es forzado, salen intromisiones del autor dentro del narrador. No es lo que va. No se logra.
¿Tal vez el porcentaje de azar que tiene toda literatura la haga mejor?
Sí, en parte. Yo escribía mucho, pero sin una disciplina mental de cómo concebir una idea. Después uno ya no escribe tanto, pero piensa más y falla menos. Uno concibe en la mente lo más importante de la obra; ya sabe el final y algunas cosas interiores para ir acumulando la intensidad dramática, para que la “bolita de nieve” vaya creciendo. Uno es más habilidoso, como el caballo salvaje que sabe doblar bien en las curvas. Ya uno tiene el cuento concebido. Tal vez no sepa lo que pasará por el medio. Con la novela es diferente, es otra cosa. Creo que comencé a encontrarme con los cuentos de mi primer libro publicado: Oficio de hormigas. Cuando el ochenta aniversario de la revista Bohemia, yo mandé al concurso. Publicaban semanalmente un cuento y luego elegían entre ellos. Todas las semanas yo compraba la Bohemia y, nada. “¡Coño, no va a salir!”, me decía. “A lo mejor mi carta se perdió en el correo y ese cuento nunca sale”. Hasta que, un día, cuando ya había comprado como treinta revistas y no iba a buscar ni una más, alguien viene y me dice: “Oye, ¿compraste la Bohemia? Hay un cuento tuyo ahí”. Después recibí mención. Luego vino otra mención el David. Más tarde, otra primera mención que todavía está en Gente Nueva y no sale. Mandé al Caimán Barbudo en el 88 y recibí primera mención y finalmente Premio en el 90 con María Virginia y yo en la luna de Valencia (primera parte de María Virginia está de vacaciones, la del premio Casa).
¿Cómo llegas a María Virginia?
Escribía una novela. Pasó algo curioso, ¿no?, porque yo deseaba reflejar aquel mundo, me preocupaba aquel mundo, que en parte había vivido y en parte no. Pero no lo iba a dar didácticamente, así “voy a reflejar este mundo con tal objetivo”. Uno tiene sus vivencias y quiere escribirlas. Un personaje de aquella novela se me fue de allí; se desprendió por su fuerza tremenda. Él será quien después cuente las dos María Virginia. Ese adolescente jodedor, que todavía en la primera parte era un poco ñoño, más blandito. El primer libro cuenta la historia de lo que le ocurre a un muchacho en veinticuatro horas, desde que se levanta hasta que concluye el día: descubre el amor, conoce a una muchacha y empieza a chocar con el mundo de los adultos porque está en una edad heroica y es muy quijotesco también. Al sentirse despechado, quiere ahogarse en el río para demostrar su amor. Para hacer esa hazaña inigualable se tira y comienza a tragar agua. Comete las tonterías más grandes del mundo y se imagina cómo le sacarán ahogado de allí y su novia llorará. Es algo tragicómico. Pero, mientras se ahoga ve también en su mente como su antagonista, Mariano Jesusón, está consolando a María Virginia porque él murió y piensa “Seguramente este le dirá ‘el muerto al hoyo y el vivo al pollo’ y dice: “¡Qué va, yo no me voy a ahogar’na” y cuando quiere salir no puede. Esos muchachos viven en un mundo, mágico a sus ojos, pero que está fuera de alcance. Lo cotidiano les llega de una manera maravillosa, algo irreal y surrealista por lo disparatado que se presenta. La primera parte la escribí muy atropelladamente. Fue un parto muy difícil, porque me nacía un brazo, la cabeza, una pierna y luego tuve que unir aquel cuerpo. No tenía un esquema, un orden general de la novela, ni capítulos concretos, ni nada. No sabía qué iba delante o atrás, qué quedaría o qué se iría. Era como un caballo salvaje. Cuando tú coges impulso en una novela que ya tiene como treinta páginas., ella camina sola. La escribí muy rápidamente…
¿En alguna medida tú eres Ricardo o Mariano Jesusón?
No, no soy Ricardo. Pero, como cuento aquello que conozco, él tiene que poseer más rasgos de uno que de nadie. No me propuse escribir de tal o cual manera, simplemente me salió así. Además, no puedo hacerlo de otra forma, porque no me encuentro.
¿Y te proponías algo especial?
Deseaba complacerme, sentirme feliz escribiendo aquello. Me interesaba reflejar el mundo de la adolescencia. Yo sí quería hablar del choque entre las personas que consideran al adolescente como objeto olvidando que tiene su mundo, sus vivencias. Siempre ha existido ese paternalismo (que yo mismo sufrí en la vida), esa crueldad y tal vez en alguna parte de la novela me propusiera ese enfrentamiento. Aparece el machismo, el de la sociedad cubana que lo niega, pero también lo dignifica. El personaje es supermachista, pero de una manera inocente, no se sabe machista. La novela es muy crítica con eso. Se burla mucho del dogma que es algo terrible para la sociedad, porque la vida es dinámica, algo tan frugal, y resulta muy triste que alguien —sea quien sea— tenga que decidir la felicidad de uno, decir qué es lo que es bueno para mí. ¡Déjenme decirlo a mí o no decirlo, pero que cada cual elija! ¡Que no venga nunca una gente a darle la felicidad que le toca a cada quien, pues eso es algo… imperdonable, que no se puede aceptar de ninguna manera! En estos libros de María Virginia hay mucho de mí, de mi infancia que fue muy feliz. Soy el mayor de seis hermanos. No tenía mala situación económica, aunque tampoco éramos privilegiados. Siempre tuve muchos amigos. Había alegría, vitalidad, risas a mi alrededor y ese es el estado de ánimo que trato de transmitir en mis libros, aunque la situación que viva el personaje sea la peor, este la sortea con su optimismo. Yo era un deportista nato, jugaba pelota, boxeaba. Tengo un amigo que dice que él nunca había conocido a una persona con más sangre que yo. Era un poco el líder de los juegos, de las pandillas, de las escapadas de la escuela, de las protestas e indisciplinas, de ir a coger plátanos a una finca, de esto, de aquello y me divertí mucho en mi niñez. Después empecé a chocar pues estuve en los Camilitos de Santa Clara, marchando hasta las dos de la mañana para ser hombre, “El hombre del futuro”, el hombre nuevo, valiente, que no tenía nada suyo. Duré dos años bajo aquella disciplina implacable, rigurosa, férrea. Dos años “derecha deré, izquierda izquié”, marchando por los corredores, para el comedor… sin pase en el momento menos pensado —te tumbaban el pase por cualquier cosa— y de ahí me fui para la secundaria, “La Cachurra” aquella, de donde me escapaba con mis amigos al monte, a los ríos, incluso una vez hasta a un estadio para ver un juego de pelota y después toda la escuela nos vio en la pantalla cuando la cámara hizo un paneo entre las gradas. Pasé el Servicio Militar. Hice Facultad, matriculé en la Universidad (Cibernética-Matemáticas) para después cambiarme, pero no pude. Casi nunca uno puede hacer lo que quiere. La vida lo lleva a uno y, aunque trates de escapar, vas pa’ahí, vas pa’ahí, vas pa’ahí. Puedes torcer un poquito, pero vuelves a allegar ahí. Es inevitable.
¿Escuché decir que habrá una tercera parte de María Virginia?
Sacha (2) es el responsable de eso. “¡Compadre, tienes que escribir! ¡Compadre, esa gente tiene que… hacer el amor, chico! ¡Coño, ya en la primera parte se conoce, en la segunda es la aventura! ¡Tienes que escribir la tercera!” “El problema es que creo que me va a quedar muy ácida, muy crítica”, le digo. “No importa”, dice Sacha, “¡Un poquito más ácida, pero hazla, chico!”
¿Qué te gusta más de la vida y qué no puedes soportar?
Me gusta la gente, las personas, el ser humano, trabar relación con casi todo el mundo. Tenemos el oficio más solitario como tú bien sabes, pero la soledad me hace mucho daño; necesito salir y conversar, con gente; relacionarme; me gusta la sinceridad, el derecho a equivocarse, la gente que no tiene miedo a dar una opinión aunque esté equivocada. Detesto muchas cosas, pero también uno es capaz de comprenderlo todo. La literatura es una teoría de la salvación. Uno trata de salvar a todo el mundo y cuando ves un personaje negativo en una obra bien hecha, empiezas a solidarizarte con él, y comprendes que tiene que ser así, como el Jaguar de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Uno los comprende y los perdona, les concede el paraíso, ¿no? Tenemos tanta necesidad de perdonarnos. Creo que una de las cosas por las que uno escribe es porque todo el mundo es bueno. A veces, los malos son mejores que los buenos. Pues tenían más motivos para haber sido más malos de lo que son y no lo fueron y los buenos tenían que haber sido mejores y no lo son. Detesto la mala intención, el que miente, engaña, el hipócrita. Hay gente que tiene necesidad de hacerlo cuando las circunstancias obligan y uno comprende y perdona, pero la mala intención ya es otra cosa. Lo que se hace justificadamente y para hacer daño a muchas personas. Eso no lo aguanto, eso para mí no tiene perdón.
¿Te consideras un autor para jóvenes?
Yo hago literatura de ese mundo, de ese entorno. Me embullé a presentar en el Casa, porque en los talleres, en las secundarias, he leído partes de María Virginia y la gente me decía “Pero eso lo viviste tú, eso no es un cuento”. Era el mejor elogio que podía recibir, que la gente no pensara que estaba haciendo literatura sino que aquello es la vida misma. Yo había mandado el libro al Casa de 1992, pero quedó desierto, incluso salió una nota en Juventud Rebelde diciendo que ninguno de los originales presentados había tenido calidad suficiente para el Premio y me desestimulé un poco. Fue algo contradictorio, pero también leí una entrevista que le hicieron a un jurado de aquel año, durante el premio, y dijo que había obras muy buenas y que iba a ser difícil seleccionar entre tanta calidad y luego apareció aquello… sin cambiarle ni una coma, lo presenté a esta edición y ganó.
¿Qué le falta a la literatura cubana para jóvenes?
Sinceridad. Está muy marcada por el didactismo, por la pretensión de enseñar y educar, decir qué está bien y qué no lo está. Cuando uno ya pretende eso, produce rechazo. Hay muchas cosas que han contribuido a que ocurra esto, cosas extraliterarias, ese dogmatismo y los esquemas. La literatura y el ser humano deben ser libres, abiertos, desenfadados. Creo que la realidad aparece un poco edulcorada, incluso en mi libro hay referencia a eso. No sé dónde leí que la felicidad era andar por el campo, caminando por ahí, el derecho a ser pobre, a ser vagabundo, como Tom y Huck, hacer lo que quieras ser, sin nadie que te indique si está bien o mal; quitarse los zapatos, meter los pies en el agua, coger una guayaba, acostarte en la hierba y mirar las estrellas, sonreír cuando hay que estar serio y gritar si te da la gana. Yo recuerdo que, cuando era chiquito, había una gente que se vestía de saco y andaba caminando por ahí, de un extremo a otro de la Isla. Les decían “caminantes” y no eran mendigos, aunque sí muy pobres, pero ellos eran felices así. Ese era su derecho a ser libres, a caminar, ir a donde se les antojara y hacer cuanto quisieran y así debe ser. Yo recuerdo mucho a aquella gente. Era chiquito y al principio me asustaban un poco por su aspecto raro. Me asustaban hasta que un día les miré a los ojos y en ellos vi la felicidad, toda la felicidad del mundo. Y nunca se me ha olvidado.
Notas
(1) Cabaiguán, Sancti Spítirus, 1956. Algunas obras: Oficio de hormigas (1990) María Virginia está de vacaciones (1993, 1994), María Virginia y yo en la luna de Valencia (1997), Esos muchachos (1994), María Virginia, mi amor (1998) Las raíces del tamarindo (2003).
(2) Se refiere al narrador, editor y ensayista Francisco López Álvarez (Sacha), durante años Presidente de la Asociación de Escritores de Cuba.
Deje un comentario