No recuerdo exactamente dónde escuché la frase que me motivó a escribir estas líneas. Debió haber sido en alguna película que ha protagonizado uno de mis actores favoritos. La frase, o el bocadillo, decía más o menos así “…los zapatos cuentan la historia de una persona, de una familia, de una generación, de una sociedad…”.
La frase en cuestión, además, me animó para hacer un gran ejercicio de memoria, a una revisión a fondo –de profunditis dirían algunos—del archivo fotográfico de la familia y a vaciar viejas maletas acumuladas por mi madre a lo largo de los años en las que de acuerdo con sus palabras “…almacenaba para el futuro objetos importantes de nuestras vidas…”. Yo quería reencontrarme, si era posible, con los zapatos que podían contar mi historia.
Ella no se equivocó, hay una larga lista de objetos importantes en alguna de esas cinco maletas y al menos diez cajas; algunas de zapatos. Les hago un breve recuento: una amarillento nylon con mechones de pelos míos y de mi hermano –algo que hoy no poseemos--; enrolladas y protegidas en alcanfor algunas de las primeras prendas que usamos al nacer, sobre todo aquella con la que salimos del hospital materno y que en nuestro caso eran de color azul como correspondía a los varones; una muestra de los espejuelos que usé durante mi infancia a causa de mi bizquera (mal que con paciencia solucionó la Dra. Elena Joa; y que conste que no soy el único de sus pacientes que le recuerda); una amarilla libreta en la que están las primeras palabras que hube de escribir; dos objetos imprescindibles en mi formación como hombre: el palo de la hervidura y un par de chancletas plásticas de color verde gastadas por el uso, rotas en una esquina, pero impecablemente limpias.
Pero la joya de la corona eran las fotos que recogían cada momento importante de nuestras vidas durante la infancia y la adolescencia. Todas estaban en álbumes debidamente identificados y tras cada foto una breve relación de los presentes, así como el año y el lugar en que se tomó. Volví a verme sin los dientes, parado frente a la cómoda donde guardaba prendas de ropa y, como elemento anacrónico, un par de chancletas plásticas de moda en ese entonces, que deduje eran las mismas que conservaba.
Mi historia con ese tipo de calzado, el de plástico, tuvo momentos importantes y esos momentos, pienso hoy pasada la curva de los cincuenta años de vida, definieron actitudes, comportamientos y acercamiento a la moda.
¿Quién que haya sido niño o adolescente en los años setenta y ochenta del pasado no tuvo un par de kikos plásticos, un par de botas Centauros, unos “va que te tumbo”, un par de guarachas, zapatos colegiales y un par de “Amadeos”; la marca cubana por excelencia?
Mencionar tales artefactos con los que nos calzamos provocó en mis hijos –que participaron del ejercicio de “buceo histórico familiar”—, además de burlas y risas, todo un ejercicio de curiosidad y les animó a entrar en el fascinante mundo de la arqueología familiar.
El primer calzado que recuerdo a ciencias ciertas haber usado con regularidad fueron los llamados “colegiales”. Eran de color negro, con cordones y su diseño no era nada extraordinario. Eran de uso obligatorio para asistir a la escuela. Con ellos aprendí el oficio de “limpiabotas”. Recuerdo que cuando tuve conciencia de su uso los debía lustrar cada domingo antes de salir a jugar o a mataperrear en el barrio. Lustrarlos era todo un rito. Primero se debían cepillar para retirar el polvo acumulado, en segundo orden estaba aplicar tinta rápida evitando que se mancharan el piso y mis manos; pasados unos minutos aplicar el betún con un cepillo pequeño –casi siempre era uno de dientes que había pasado a mejor vida—y, por último, cepillarlos en un rito inalterable: primero los laterales y después su punta. La limpieza incluía también el tacón. Mi abuelo materno me enseñó a pasarle un trapo viejo para acentuar el brillo como lo hacía “…el viejo Tachuela conocido como el Rey del Brillo en La Habana y a quien encomendaba limpiar sus zapatos de dos tonos marca Amadeo…”
Era tanta la pasión que lograba poner en ese último paso, que más de una vez tuve que limpiar los zapatos de toda la familia antes de lanzarme a jugar bolas o a la pelota en el parque de H.
Una ventaja de “los zapatos colegiales” era que nos ponía a todos en el mismo nivel social en materia de calzado. La única diferencia estribaba en el brillo. Democratización del calzado se pudiera decir.
Para jugar muchas veces usé unos tenis de tela con una suela que bien podía ser gruesa o fina; en dependencia del que se lograra comprar en las tiendas en ese entonces. Los había modelos “corte alto o corte bajos”. No olvido que los “corte alto” tenían en el dorsal exterior un sello circular donde había estampado un emblema que nunca pude descifrar. Por norma general los “corte alto” eran de una suela menos gruesa que su pariente el “corte bajo”, que además no tenía el sello en su dorsal. Aquella suela, una vez gastada y con el correspondiente agujero, era la trampa perfecta para sustraer (también le llamaban fachar) bolas cuando se jugaba a la olla o al guao. Efectuar tal fechoría infantil requería de un dominio de todos los dedos y una habilidad para después pasar del zapato al bolsillo el objeto adquirido. La mayoría de las veces su rotura –en mi caso particular—era por usarlos como frenos lo mismo para la chivichana, que para la carriola o la bicicleta.
El modelo “corte bajo” era destinado a actividades un poco menos lúdicas. Si mis padres me sorprendían haciendo de las mías con ellos puestos en el barrio irremediablemente estaba condenado a una reprimenda o a que “el buen samaritano del palo de la hervidura saliera en mi búsqueda”.
Curiosamente unos cuarenta años después de esos tiempos que narro, volvieron a estar de moda, solo que bajo la marca Converse y su precio pasó de seis pesos a una cifra astronómica que prefiero no recordar. Los que usé se hacían en una fábrica ubicada en algún lugar de Cuba; los que mis hijos y sus amigos calzaron y calzan son importados.
Los llamados “va que te tumbo” fueron una novedad en el modo de calzar de muchos de mis amigos y el asunto también me incluye. No clasificaban ni como zapatos “de salir o de andar”, denominación otorgada por la familia de acuerdo a su uso. Eran del modelo llamado “corte bajo” y los producían artesanos de modo clandestino, la mayoría de las veces usando los medios de protección de los soldadores que se hacen de cuero, aunque podían ser de algún material sintético que tuvieran a su alcance.
Era un calzado muy focalizado en los barrios y su virtud fundamental estaba en la forma de la suela, que era totalmente de “material” –así llamaban al cuero curtido—y variaba desde una forma estilizada a un diseño más rustico, ordinario; ¡pero pobre de aquel que fuera pisado o agredido con semejante calzado! Eran bastante pesados y la mayoría tenía una forma ovalada en su punta y se definían por ser modelo “plataforma”. Si eran usados para salir a “pistiear” por el Vedado era obligado usar “pantalones campana”.
El “va que te tumbo” fue sustituido por las botas “Centauro”. En sus inicios fue un calzado diseñado y pensado para usarse en labores que podían ir desde las agrícolas hasta un taller de mecánica, una fundición o la construcción. Las había con casquillo de hierro y sin este. Algunos modelos tenían suela de goma fundidas a la piel, pero la gran mayoría era hecha con la suela cosida industrialmente. Estas últimas fueron la sensación de muchas personas y la inventiva cubiche se reflejó en la amplia gama de modificaciones que sufrieron.
Debo aclarar que son las botas Centauros, las cocidas industrialmente, el calzado que muchos mencionan como el que usaron para asistir a fiestas los sábados en la noche, a funciones de teatro o simplemente para una cita amorosa.
Hubo expertos en modificar su tacón y hacerlo parecer un tacón de botas de vaqueros y en agregarle una sobresuela para que se asemejaran a las plataformas que se usaban. Esa sobresuela, bien trabajada permitía modificar su punta que pasaba de un semicírculo a lo que llamaban “puntifino o punta estilete”. Había expertos en esta materia cuyo trabajo final incluía modificaciones tales como agregarle un zipper y pasaban de botas a la categoría de botines.
Eso sí, bota que se respetara debía brillar como un sol. Era tanta la pasión u obsesión de algunos por el brillo que llegaron a aplicar y crear “ungüentos” sui generis para lograr esos resultados; aunque el más conocido era derretir plástico sobre la piel y aún caliente aplicar el betún. Recuerdo a un vecino llamado Silvestre que siempre tenía a mano una gamuza pequeña para retocar el brillo de sus “botines Centauro” cada vez que le era posible.
Una observación necesaria. Hubo híbridos de botas Centauros y “va que te tumbos” dignas de figurar en un obligado museo del calado cubano.
Las guarachas eran un poco menos sofisticadas, eran simples sandalias cuya suela era de un material increíble: gomas de carros. Fueron la versión cubana de las que suelen usar los indios mexicanos. En nuestro caso particular los artesanos que dedicaron energías a ellas usaban de modo indistinto cuero o tallos de malangueta; todo en función de la calidad.
Había guarachas de bajo peso o ligeras cuya suela era hecha con fragmentos de gomas de autos o motos; las pesadas y más rudas tenían su suela fruto de gomas de camiones. Ese tipo de calzado fue toda una furia entre muchos de nosotros que buscábamos la forma de ahorrar los cien o ciento veinte pesos que llegaron a costar en la feria de artesanía que se organizaba en los exteriores de la Catedral de La Habana. Y algo muy importante: este calzado fue el primer paso en la democratización del uso de los pitusas; la prenda de vestir más popular de todos los tiempos.
Ponerse unas guarachas y no tener puesto un pitusa con el bajo doblado hacia arriba mostrando las costuras era un acto inaudito. Socialmente no eras aceptado.
¿Y los Kikos plásticos qué?
El uso de zapatos plásticos en los años setenta se convirtió en una moda furiosa, sobre todo entre los niños y adolescentes; moda impulsada por las madres para proteger los zapatos de mejor calidad. La necesidad hace parir mulatos, decían mis mayores. En un principio fueron las chancletas para toda la familia –antes me había referido a su uso como método educativo por parte de mi madre y de algunas que conocí--; acto seguido vinieron las sandalias de ese mismo material que no definían sexo a no ser por los colores de su facturación final; aunque había algunas claramente destinadas a ser usadas solo por mujeres.
Pero junto a las chancletas y sandalias vino una avalancha de modelos de zapatos de plásticos, bien con cordones o tipo mocasines. Su diseño era muy simple: todas estaban fundidas con un mismo troquel –la diferencia era la presencia o no de cordones—que en su parte frontal superior disponía de agujeros pequeños que funcionaban como respiraderos para la circulación del aire.
Este calzado fue el designado para ser usado por todos aquellos que formaron parte del ejército de becados en las escuelas secundarias, los preuniversitarios, las formadoras de maestro y otras propuestas. Había modelos masculinos y femeninos cuyo ciclo de vida era impredecible: se podían quebrar a la primera puesta o durar una eternidad –rara vez pasaban de los dos meses de uso--; por lo que en muchas de estas instituciones pasaban de complemento del uniforme a materia prima para lograr el brillo exquisito de las botas Centauro, que pasaron de ser parte del vestuario para las actividades agrícolas a ser parte del vestuario escolar.
El nombre de Kikos plásticos no sé quién lo puso; lo que sí recuerdo era que mientras estuve becado era de obligatorio uso y los profesores y el resto del personal estaban al acecho de quienes no los usaran, tanto que muchas veces ante su ausencia se expedía un salvoconducto temporal hasta la llegada de un nuevo lote donde lo más común era que la talla del destinatario estuviera ausente y se sustituyera por un número superior; abriendo las puertas al curso de payaso que ello implicaba. Otras veces, de forma deliberada, las usábamos como prendas de baño y de ahí para las clases.
Allí, en medio de aquel recuento de mi vida había un par de Kikos plásticos, perfectamente conservados. No intenté ponérmelos, a fin de cuentas, en estos tiempos hay una versión de ellos y viene en forma de suecas con las que deambulo a veces el barrio en que habito, la ciudad o simplemente me permiten un aire de comodidad doméstica; y aunque su hechura es de mejor calidad todos los modelos que he tenido también tienen su “respiradero”. Solo extraño el hecho de que no dicen “Hecho en Cuba”.
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