Juegos prohibidos


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Uno de los grandes y gratos recuerdos de mi niñez se relaciona con los espacios y lugares para jugar que existían en mi barrio y sus alrededores. Aquellos espacios de socialización infantil; esa categoría no existía en los años sesenta y setenta; muchas veces involucraban a otros miembros de la familia, en especial a las madres.

Nací y crecí en el centro del Vedado. En un espacio que incluía varias manzanas muy particulares y de amplia influencia en la vida de la ciudad. Digamos que sus límites comenzaban y terminaban en el parqueo de la heladería Coppelia agregando la calle 23 hasta la calle G, por una parte; y su otro fin posible, abarcaba la calle línea hasta la calle G. En ese cuadrado casi perfecto fui testigo, partícipe y cómplice de más de una bellaquería. Mis conocidos del barrio, que no eran del todo mis amiguitos de juego o estudios, eran una heterogénea mezcla de colores (hoy le llamamos razas, pero no así en aquel entonces), formaciones culturales y profesionales domésticas y caracteres. Eso sí lográbamos entendernos y conciliar intereses.

Tal vez por esa razón era que integrarnos en determinados juegos o espacios no se convertía en un problema o generaba discordias.

Disponíamos todos; sin importar la cuadra en que se viviera; del mismo derecho a jugar un “pitén” o al “cuatro esquinas” en aquel pedazo del parque Víctor Hugo los fines de semana o en los largos días de vacaciones. Recuerdo que unas veces los equipos eran mezcla de niños o adolescentes de varias cuadras o se jugaba una cuadra contra otra en aquellos torneos que organizaba el viejo Alcolea. 

El mismo que cargaba con al menos treinta o cuarenta de nosotros, con la debida aprobación paterna, para el parque Martí o un terreno anexo conocido como “el hueco” a jugar “al duro”. Él, que había sido jugador y entrenador en sus años mozos del club Almendares, se las ingeniaba para conseguir los implementos para que el juego se acercara a la realidad; es decir un guante para cada miembro del equipo y la indumentaria del quécher. Años después descubrí que contaba con la ayuda de Andrés (Papo) Liaño que era una autoridad deportiva de la ciudad y que había sido alumno del viejo cuando adolescente.

Alcolea nos obligaba y exigía que al final de cada juego en el parque limpiáramos y organizáramos “el terreno” y sus alrededores. 

Otros de nuestros juegos eran “policías y ladrones” o a los escondidos. Casi siempre se organizaban en las vacaciones, al final de la tarde. O para ser más exacto una vez terminadas las aventuras, haber comido y bañado. Con este sobrepasábamos los límites del parque y se convertían en una fiesta de todo tipo; que incluía cruzar muros, esconderse en jardines o portales y sobre todo gritar a coro aquello de “…sal de la base gallina… pon un huevo en la esquina…” y esperar por la salvación de todos los descubiertos por “el último en colar”.

Fue en esos años que tuvimos como compañero de juegos a Carlos Villareal. Era el primer extranjero que conocíamos muchos. Había nacido en México, sus padres eran españoles y estaba de vacaciones en Cuba porque su tío era el cura de la iglesia de San Juan de Letrán; la misma que flanqueábamos en nuestros juegos. A pesar de no ser del barrio se integró totalmente y sin saberlo un buen día habíamos convertido la casa anexa a esta iglesia en escondite perfecto. Lo curioso era que si tío, el cura, se integró a nuestros juegos de pelota y se convirtió en árbitro, lo que evitó las blasfemias de algunos de nosotros ante una jugada compleja.

Su lema era “…malas palabras castigo en el banco…”

Un extranjero y un cura en nuestro mundo infantil de los setenta. Quien lo diría. Uno mataperros y el otro un aplatanado que nunca usaba sotana. No olvido que cierto día, en medio de un juego de pelota complicado, que tenía como telón de fondo una discusión entre algunos padres asistentes ante una dudosa jugara uno de ellos pidió la opinión del arbitro y este se limitó a afirmar “… que sea lo que cada padre quiera… y que se haga la voluntad de los niños… es su juego…”. Moraleja, aquella muestra de sabiduría puso punto final a la discusión de los padres.

Jugábamos también en el parqueo de la heladería Coppelia, solo que el juego era una excusa para después tomar helado. Más de una vez tuvimos que hacer la cola varias veces por concentrarnos en el juego.

Así fue transcurriendo nuestra niñez y el comienzo de la adolescencia hasta que cierta mañana alguien determinó que no podíamos jugar en el parque. En nuestro parque, el que cuidábamos. Que no se debía saltar en la glorieta y para afirmarlo pusieron un letrero en letras rojas. Lo mismo ocurrió con el parqueo de Coppelia.

Aquel letrero de “prohibido jugar” se comenzó a extender por el barrio y la ciudad privando a niños de un espacio natural para socializar y forjar lazos. Entonces comenzamos a refugiarnos en las esquinas de nuestras cuadras. Comenzó la fragmentación de los grupos de juegos, de las posibles amistades; solo mantenidas vivas por nuestras madres que coincidían lo mismo en la cola de la bodega que al cruzarse en una esquina. Y nos fuimos alejando. 

Es doloroso decirlo, pero fue el tío del Carlos el mejicano quien nos prestó un espacio para que jugáramos “a las cuatro esquinas”; lo mismo haría otro vecino que manejaba una guagua y cargaba con parte de nosotros los domingos para el parque Lenin para que jugáramos hasta el agotamiento. El Hueco dejó de ser terreno de pelota tras una inundación provocada por el mar que borró sus líneas y la hierba se estableció en su grama. Pero no era lo mismo.

Pasaron los años y el parque Víctor Hugo perdió su encanto; su fuente, que Alcolea nos enseñó a cuidar, se llenó de grafitis y dejó de echar agua. Crecimos y alguna vez besamos allí a la primera novia y el recuerdo de la infancia, recurrente para muchos, cruza velozmente y regresamos a ese tiempo en que éramos felices y nos buscábamos para jugar sin importar estatus, nivel cultural o profesión de los padres.

En un viejo rincón de mi casa conservo mi guante, la piel esta raída y le faltan las cuerdas. Me aferro a él como el reducto de un tiempo en que para mi generación “juegos prohibido” era un tema escrito para guitarra que pocos conocíamos.

 


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