120 años de la fundación de la Biblioteca Nacional José Martí


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Sala de Lectura

Fue en octubre de 1901 cuando se fundó oficialmente. Y fue una historia farragosa y agónica, un parto difícil. Las investigaciones realizadas sobre el nacimiento de la Biblioteca Nacional de Cuba, que no son muchas realmente[1], apuntan hacia un raro preludio del mismo, si lo comparamos con el surgimiento de sus homólogas del continente. Estábamos entonces bajo la tutela, no solicitada, de los Estados Unidos y ello explica un tanto las cosas.

Lo de la rareza mencionada se sostiene sobre varias razones: en primer lugar, porque en el siglo XIX no hubo en Cuba una entidad de este tipo, a diferencia de muchas naciones suramericanas, es decir, al término de la guerra de independencia de 1895 (como se sabe, intervenida por los Estados Unidos en 1898), no había una sola biblioteca pública o en alguna escuela (salvo la existente anexa a la Universidad de La Habana) que permitiese su conversión en Biblioteca Nacional.

En segundo término, porque lo más natural y lógico (señalado por algunos intelectuales cubanos) hubiera sido que la nueva institución surgiera de los fondos de la biblioteca de la Sociedad Económica Amigos del País (era la más antigua, pues se creó en 1793), por ser la mejor dotada (esto casi es un eufemismo) de las pocas existentes en la Isla; en tercer término, porque todo parece indicar que a los interventores estadounidenses el surgimiento del Museo y Biblioteca Nacionales no les apremiaba en lo absoluto.

Tal suposición se desprende de las gestiones realizadas por el cubano Néstor Ponce de León, entre otros intelectuales y personalidades, y las respuestas dilatorias recibidas del gobernador norteamericano, John R. Brooke. Sin embargo, las unidades militares de las fuerzas de ocupación de EE.UU. en Cuba sí recibieron dotaciones de libros para crear salas de lectura para los soldados y oficiales, una diferencia contrastante que da mucho que pensar.

Posteriormente, el relevo de Brooke en el cargo máximo de la Isla, Leonardo Wood (graduado de medicina en Harvard), sí prestó atención a lo que un grupo de intelectuales cubanos le plantearon con suma insistencia.

La creación de la Biblioteca Nacional se materializó el 18 de octubre de 1901, en un sencillo acto celebrado en el Archivo General, situado en el Castillo de la Fuerza. El intelectual cubano Domingo Figarola Caneda tomó posesión del cargo de director de la entidad, la que nació a la vida en un reducido espacio físico (un salón de 30 por 7,5 metros cuadrados, sin estanterías ni libros) que, según el investigador Tomás Fernández Robaina, fue “más simbólico que real”.

Doce días más tarde, se emitió la Orden Militar no. 234 con el nombramiento oficial de Figarola Caneda. Llama la atención (Fernández Robaina y otros estudiosos lo han hecho notar) que, más que fundamentar la creación de la nueva institución o su esencia en el panorama cultural de la Isla, o su política bibliográfica y bibliotecológica, de lo que se trató fue de nombrar a una reconocida personalidad cultural del país y, con toda probabilidad, acallar el viejo reclamo que, desde los primeros momentos de la intervención, enarbolaban algunos de los intelectuales más sobresalientes de Cuba.

Una expresión del investigador Emilio Setién, también al referirse a aquellos primeros momentos, expresó: “Si analizamos la aparición de la Biblioteca Nacional de Cuba a la luz de la situación político-social imperante en el país a principios de siglo […] podremos advertir hasta qué punto los manejos del gobierno interventor yanqui minaron el desarrollo de la cultura nacional”.Nada más justo y objetivo.

Durante los primeros años, la institución no contó con presupuesto, ni otras asignaciones que permitieran hacer crecer las mínimas colecciones con las que había arrancado el precario fondo bibliográfico. Solo en 1906 y 1907 se destinaron 10 000 pesos para el funcionamiento de la institución, cifra que fue disminuyendo hasta que, en 1914, llegó a solo 1000 pesos. Después, hubo un ligero aumento durante el trienio 1914-17, en el lustro 1917-22 aumentó un poco más y después cayó en picada, pues en 1936 solo se asignó la escasa y ridícula cifra de 375 pesos.

Fueron las donaciones de libros y colecciones las que nutrieron realmente el incipiente tesauro de la Biblioteca Nacional, comenzando por la biblioteca privada de Domingo Figarola (3000 volúmenes), luego la de Antonio Bachiller y Morales, y más tarde la de Francisco Sellén, no tan voluminosas estas dos últimas como la primera. En 1909, la señora Pilar Arazoza de Muller donó una pequeña imprenta con la que Figarola comenzó a editar la Revista de la Biblioteca Nacional en su primera etapa, vale decir, la segunda publicación seriada más antigua de Cuba que ha llegado hasta el presente (después de Bohemia).

Tuvo varias etapas de continuidad y crecimiento lento

A partir de este primer momento de arranque y consolidación, muy pobre como se ha visto, la Biblioteca Nacional tuvo varias etapas de continuidad y crecimiento lento, ya en la República burguesa. Fue muy determinante el período bajo la dirección de Francisco de Paula Coronado (1920-46), muy bien acogido por la intelectualidad del momento. La batalla emprendida desde 1919 por dotar a la institución de un edificio propio siguió bajo Coronado.

En 1927 Emilio Roig de Leuchsenrig publicó un violento ataque a la precaria situación de la entidad. Aquí solo cito un fragmento: “De todo este desastroso estado de nuestra Biblioteca es ajeno y está libre de toda culpa su competentísimo director, el Dr. Francisco de Paula Coronado”. Roig denunciaba en ese texto que no se poseían recursos de ningún tipo, ni se podían colocar adecuadamente los libros por no existir espacio para ellos, ni tenerlos catalogados por no disponer de los empleados necesarios, ni adquirir obras nuevas, ni encuadernar las existentes, ni comprar los periódicos por no disponer del presupuesto requerido para ello.

Aseguraba, además, que Cuba probablemente fuera la única nación civilizada en el mundo que no dispusiera de una buena Biblioteca Nacional. Roig fue un defensor a ultranza de la institución y en 1935 lanzó la idea, materializada un año después, de la creación de la Sociedad de Amigos de la Biblioteca. Fernando Ortiz fue uno de los presidentes de esta asociación de aliados de la entidad.

Por muchos años se bregó para obtener una edificación propia para la Biblioteca Nacional, años en los que, ni la Sociedad de Amigos de la institución, ni las firmas, ni el reclamo de los intelectuales más reconocidos de Cuba, lograron esa conseguir esa victoria. La muerte de Paula Coronado puso fin a su mandato como director en 1946.

Hubo cierto oasis

Después de dos años en que Carlos Villanueva, un viejo empleado de la institución, referencista de oficio por más señas, dirigió la Biblioteca por el deceso de Coronado (cesó debido a su propio fallecimiento), ocupó el cargo Lilia Castro de Morales, por once años, hasta 1959. Este extenso período de dirección coincidió, en sus inicios, con el trienio, de cierta bonanza para la cultura cubana, en que Raúl Roa García fue director de Cultura en el Ministerio de Educación, dirigido por Aureliano Sánchez Arango, para muchos, un oasis de la cultura y los libros durante la República burguesa.

Es probable que por esa coincidencia Lilia Castro no tuviese los agobiantes problemas presupuestarios de sus antecesores; ella menciona, incluso, en unas palabras pronunciadas en un acto de homenaje a Figarola Caneda, en 1952, algunas gestiones exitosas con el Ministerio de Educación, mediante las cuales recibió un taller de encuadernación, y un gabinete fotográfico; lo cierto es que fue una década en que la Biblioteca Nacional estabilizó su funcionamiento y se le dió un nuevo impulso a su Revista.

Desde la aprobación de la Constitución de 1940 se había anunciado la determinación estatal de construirle un edificio propio a la institución y darle autonomía en su funcionamiento. Una Ley que estableció extraer los fondos necesarios para construirlo vinculó los ingresos de las zafras azucareras con ese propósito. Se creó la Junta de Patronos que recibiría esos ingresos y determinaría el gobierno de la Biblioteca una vez instalada en su nuevo inmueble.

Nueva ubicación de la BNJM, la que se conoce actualmente

La ubicación del nuevo edificio de la Biblioteca Nacional, al borde de la entonces llamada Plaza Cívica, fue considerado por muchos intelectuales como el hecho más sobresaliente de su historia. Atrás parecían quedar las ubicaciones en la Cárcel de La Habana, la Maestranza de Artillería y el Castillo de la Fuerza, los locales reducidos y poco apropiados, el ninguneo que comenzaba desde su misma espacialidad, los pobres presupuestos y las exiguas donaciones de libros, revistas y periódicos, es decir, lo que había marcado hasta entonces la historia añeja de la Biblioteca.

Hubo una propuesta que tomó fuerza, al saberse de la próxima construcción del edificio, y es que la institución llevara el nombre del discípulo predilecto de José Martí, Gonzalo de Quesada Aróstegui, en atención a su enérgico batallar por la aprobación de la Biblioteca ante el mando militar interventor yanqui. Sin embargo, la Junta de Patronos y don Fernando Ortiz inclinaron la balanza, en una Carta Abierta al Primer Ministro, argumentando que la Biblioteca de la Nación debía llevar el nombre de José Martí; aún no se había comenzado la construcción del edificio y las tres propuestas, las dos citadas y una tercera en que no llevaría nombre alguno, solo Biblioteca Nacional, entraron en disputa.

El viernes 21 de febrero de 1958 se inauguró el edifico moderno y espléndido de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, en una jornada que se extendió hasta tres días después. Los oradores principales en el acto fueron el Dr. Emeterio Santovenia, presidente de la Junta de Patronos, y don Fernando Ortiz, el intelectual de mayor reconocimiento de la nación, designado por la Junta de Patronos para dejar inaugurado el edificio.Asistieron un numeroso grupo de personalidades internacionales vinculadas al mundo de las bibliotecas y la cultura.

Movimiento de grandes cambios estructurales, conceptuales y de funcionamiento

Pocos meses después, triunfó la revolución fidelista y la sociedad cubana se vio abocada a cambios estructurales radicales, en particular en el campo de la cultura. Ahí estaba la Biblioteca Nacional, situada en un costado de la plaza que cambió de nombre de manera inmediata y que sirvió de ágora para las grandes concentraciones populares al calor de las transformaciones revolucionarias.

Desde el mismo 1959 hasta 1967, la Dra. María Teresa Freyre de Andrade asumió la dirección de la institución y encabezó un movimiento de grandes cambios estructurales, conceptuales y de funcionamiento. Ella declaró en el primer informe de las tareas cumplidas en ese año fundacional de la Revolución, publicado en el primer número de la Revista de la BNJM de la nueva época político-social, lo siguiente:

“Cincuenta años de atraso, reflejo sin dudas de la organización económica, social y política del país hacen sentir hoy un peso sobre nuestras instituciones culturales. Años de incuria determinaron la paulatina decadencia de la investigación, tarea indispensable para la formación y el mantenimiento de una conciencia nacional, pero al mismo tiempo […] se resquebrajaron los instrumentos destinados a echar las bases de una educación sólida que pudiera extenderse a todas las capas sociales”.

Un nuevo lenguaje y una nueva realidad para la cultura de la nación se inauguraron en enero de 1959. De entonces a la fecha, la Biblioteca Nacional ha acompañado a la sociedad cubana en toda la andadura y las vicisitudes de estos sesenta y un años de revolución.

Hoy hay mucho que hacer todavía y la nueva dirección de la institución se encuentra enfocada en esos cambios necesarios. El aniversario 120 de la BNJM se conmemorará al final de otro año pandémico y eso quizá condicione la celebración, pero, en cualquier circunstancia y condición, esa fecha será festejada nacionalmente porque la entidad vive y sigue trabajando. Lo merece.

 

 

 

 

 

[1]Aunque consulté todas las fuentes disponibles, han sido básicas en la elaboración de este texto el interesante libro Apuntes para la historia de la Biblioteca Nacional José Martí, 2001, de Tomás Fernández Robaina, y varios números de la Revista de la BNJM.


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