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La cultura del diálogo


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Desde Estados Unidos, Félix Varela escribió: “Los que ya otra vez he llamado traficantes de patriotismo tienen tanta práctica en expender su mercancía, que por más defectuosa que sea, consignen su venta con gran ganancia, porque siempre hay compradores incautos. La venta se hace siempre por empleos o por dinero […]; pues nadie es tan simple que pida una cantidad por ser patriota. Es cierto que algunas veces sólo se aspira a la opinión, mas es por lo que ella puede producir; pues tal especie de gente no aprecia sino lo que da autoridad, o dinero. Hay muchos signos para conocer estos traficantes. Se observa un hombre que siempre habla de patriotismo, y para quien nadie es patriota, o solamente lo son los de cierta clase, cierto partido. Recelemos de él, pues nadie afecta más fidelidad, ni habla más contra los robos que los ladrones. Si promete sin venir al caso derramar su sangre por la Patria, es más que probable que en ofreciéndose no sacrificará ni un cabello. […]. Otro de los signos para conocer estos especuladores es que siempre están quejosos porque saben que el sistema de conseguir es llorar. Pero ellos lo hacen con una dignidad afectada, que da a entender que el honor de la Patria se interesa en su premio, más que su interés particular. Suele oírseles referir las ventajas que hubieran sacado no siendo fieles a su Patria, las tentativas que han hecho los enemigos para ganárselos, la legalidad con que han servido sus empleos […]”. Y tanto conocía Varela a estos hombres, que vale la pena seguir leyendo para entender el método: “Para conseguir su venta con más ventaja suelen hacer algunos sacrificios, y distinguirse por algunas acciones verdaderamente patrióticas; pero muy pronto van por la paga, y procuran que ésta sea cuantiosa, y valga más que el bien que han hecho a la Patria. Ellos emprenden una especulación política lo mismo que una especulación mercantil; arriesgan cierta cantidad para sacar toda la ganancia posible. Nada hay en ellos de verdadero patriotismo; si el enemigo de la Patria les paga mejor, le servirán gustosos, y si pueden recibirán de ambas partes.” (Félix Varela: “Máscaras políticas”, en sus Escritos políticos, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1977, pp.107-109).


¿Se debaten estos temas en las escuelas cubanas, o solo se ofrecen algunos datos del sacerdote? Cuba, a juzgar por lo que cada cual declara, es un país manco: no hay derecha porque al parecer todos somos de izquierda ―algunos, incluso, tan a la izquierda de la izquierda, que parecieran acercarse a la derecha sin saberlo. ¿Será así, o algunos esconden sus pensamientos y hay un abismo entre lo que piensan y lo que dicen, y todavía más, lo que hacen? Nunca se sabrá si no hay el diálogo; es decir: la manifestación alternativa de ideas y sentimientos. Alternativa, no monólogo. Uno primero y después el otro… y así hasta llegar el momento en que se agotan las explicaciones, y queda claro que hay diferencias de criterios, porque no todos pensamos igual, ni en una familia; entonces se da por terminado el diálogo, sin que uno de los participantes, desde una posición de fuerza, imponga su criterio, pues se trata de intercambiar, no de vencer. Cuando se llega a un punto muerto sin nuevos argumentos, es el momento de concluir, sin ofensas, descalificaciones personales o agresiones, y eso puede ocurrir lo mismo en la mesa de nuestra casa que en una asamblea.


El diálogo es un entrenamiento que comienza en la casa y en la escuela, para crecer hacia la polis. La pasión resulta mala consejera, y peor, los prejuicios. Las opiniones ajenas, aunque uno no las comparta, ofrecen un matiz diferente a la nuestra, y vale la pena retomarlas en la intimidad, analizarlas desde el encuentro con uno mismo. Conversar, ejercicio de versar entre dos, contribuye a la comunicación, pero el diálogo y la conversación forman parte de una cultura, un “cultivo”, y que debemos aprender a dominar para lograr un clima eficaz y constructivo. Todo diálogo requiere del respeto al diferente, y respetar es tolerar, pero no en sus primeras acepciones de ‘Sufrir, llevar con paciencia’, ‘Permitir algo que no se tiene por lícito’ o ‘Resistir, soportar’ sino en la última: ‘Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias’.

 

No se dialoga para “meter en razones” desde una posición de poder. No se puede desarrollar un diálogo lastimando, acusando y descalificando al otro sin atender lo que dice o manipulando su discurso. No es posible solicitar participación y luego atacar, ironizar y arremeter contra esta. No tiene sentido dialogar sin que haya ideas diferentes y contrarias, y no solamente coincidentes. En un diálogo no hay verdades absolutas y lo único definitivo es que nadie tiene la verdad total. Nadie es infalible. No siempre tiene la razón ni el más sabio, ni un esclarecido orientador, ni el más encumbrado de los profesores, ni el más lúcido de los políticos, ni el más exitoso de los economistas, ni el más experimentado científico, ni el más viejo de la familia… Por supuesto, el primero en reconocer sinceramente este corolario ha de ser el que está hablando, sin sentirse frustrado por eso: los mejores lanzadores en un campeonato ganan unos 12 juegos, pero pierden 4.

 

En el diálogo debe defenderse lo justo aunque cueste muy caro. Pero no con argumentos justificativos para explicar una parte de la realidad, porque la otra no es “políticamente correcta”. Es absurdo e inútil dialogar escondiendo lo que todo el mundo ya conoce mediante innumerables vías, entre ellas, hoy, las digitales. Imposible establecer un diálogo lineal sin bipolaridad, definitivo sin interrogantes, vertical sin réplica. Dialogar implica debatir sobre críticas. Por tanto, la crítica es la sangre del diálogo. Aceptar un diálogo, tanto interpersonal como intergubernamental, también entraña que existen avenencias en determinados principios que se van a respetar y desavenencias en otros.

 

No se dialoga con cualquiera; ello implica un mínimo de condiciones, y hay temas que requieren mayor tiempo de confrontación y otros se están revalorizando constantemente, porque nada permanece estático ni inmóvil: no es traición o renuncia, ni entre personas ni entre gobiernos. En la profundización de cualquier diálogo es necesario precisar bien las diferencias y decidir bien si vale la pena discutirlas, porque a veces atañen a principios esenciales y no hay que empantanarse en discusiones improductivas. No pocas veces los prejuicios y obsesiones son tantos que se pierde el sentido de lo que se discute, el diálogo se convierte en una conversación entre sordos, sin ningún tipo de crecimiento moral, espiritual o cognoscitivo.


Se precisa tener en cuenta las condiciones del diálogo cuando se aspira a convertirlo en debate: los temas tienen que brindar posibilidades para la contradicción, pues no hay mucho que conversar sobre los acuerdos. Discutir es un atributo imprescindible en la cotidianidad, que ofrece autonomía y enriquecimiento si se cumplen las reglas. No resulta un fracaso descubrir y admitir un error, no para lamentarnos, sino para rectificarlo. Equivocarse es tan cotidiano, que hasta los genios lo hacen. Resulta imprescindible defender espacios para debatir y saber que habrá discrepancias y errores mutuos, y no hay por qué convertir los debates en catarsis, sino en acciones.


No todas las generaciones, grupos o sectores tienen las mismas realidades, experiencias, necesidades, aspiraciones, proyectos, compromisos… Es nefasto ―porque se corta la comunicación― ser paternalista o darles palmaditas en el hombro a los jóvenes, con experiencias y conocimientos que algunos sabios no poseen. Un ejercicio de coacción con ellos implica anular su papel de sujetos activos e impide construir verdaderos valores; presionar sin escuchar alienta la “doble moral”, que significa no investirse de ninguna, ponerse una “máscara política” o cerrarse en una alienación que conduce a la indiferencia. Es preferible opinar descabelladamente que no opinar; tiene mayor importancia equivocarse que callar. En las escuelas se debería dar alguna puntuación al error y cero al silencio. El diálogo sin imposiciones ni rigideces contribuye al clima de democracia socialista que el pueblo cubano aspira a construir. Imposible creerse que en solitario se pueda lograr, sin articular un sistema de acciones entre la familia, la escuela, el barrio, el trabajo, los medios…


La ética está en el centro de cualquier cultura del diálogo en Cuba, y el resultado de los debates ha de contribuir a la eliminación de la alienación del ser humano. Una educación que se imponga mediante palabras sin contenido ―el “teque”, “muela”, o el superlativo “muela bizca” ―, de manera impersonal y mecánica, repetitiva y aburrida, con falta de creatividad y de belleza, ajena a la sensibilidad y a la formación de sentimientos, y sobre todo, sin la poderosa fuerza del ejemplo, no puede tributar a los valores éticos del socialismo. No hay que hablar de política, hay que hacer política con ética y cultura.


El diálogo participativo, amplio, sincero, democrático, atractivo, enriquecedor… es el que realmente puede derrotar la indiferencia de algunos. Si tiene todos esos atributos, y otros que seguro se me escapan, será eficaz para la construcción de una patria más inclusiva y democrática, como la soñó el sabio y humilde sacerdote de El Habanero. Vuelvo a él cuando, preocupado por la indiferencia de algunos “empoderados” de su época, escribía en otro artículo de su periódico: “Hasta ahora el pecado político casi universal en aquella Isla ha sido el de la indiferencia: todos han creído que con pensar en sus intereses y familias han hecho cuanto deben, sin acordarse de que estos mismos objetos de su aprecio siguen la suerte de la Patria, que será lamentable si no toman parte en ella los hombres que pueden mejorarla, y aun hacerla feliz”. Y frente a quienes creían necesaria la intervención “desde afuera” para un cambio político en Cuba, reflexionaba: “... la revolución o mejor dicho, el cambio político de la Isla de Cuba es inevitable. Bajo este supuesto, para sacar todas las ventajas posibles y minorar los males, debe anticiparse y hacerse por los mismos habitantes, callando por un momento la voz de las pasiones, no oyendo sino la de la razón y sometiéndose todos a la imperiosa ley de la necesidad. Sea cual fuere la opinión política de cada uno, todos deben convenir en un hecho, y es que si la revolución no se forma por los de la casa, se formará inevitablemente por los de fuera, y que el primer caso es mucho más ventajoso”. El pensador cubano se dio cuenta de la urgencia de dos cuestiones que hoy constituyen también un mandato patriótico: “Unión y valor; he aquí las bases de vuestra felicidad” (“Tranquilidad de la Isla de Cuba”, ibídem, pp. 136-138). Comencemos a dialogar sobre lo que nos enseñaron nuestros patriotas para construir la Cuba que todos queremos.



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