Primer día de clases. Durante años fue uno de los días que más esperaba. Sobre todo, cuando era estudiante de las enseñanzas primarias y secundaria. Sí, porque en ese conjunto de años –al menos desde la altura de mis recuerdos-- es cuando uno comienza a vivir el encanto del aprendizaje y se “gana en fundamento”; de acuerdo con el parecer de nuestros mayores de aquellos tiempos.
Mi primer día de clases fue en septiembre del año 1970. Me parece estarlo viviendo. Lo vivo a cada rato en esa proyección constante de la vida que se llama recuerdos; que con el paso de los años se vuelven borrosos muchos de ellos, pero hay otros que nos persiguen (no siempre son los que se desean, pero son los que han conformado el libro de nuestras vidas) y nos arrancan una lágrima o una sonrisa en dependencia de nuestro estado de ánimo.
En fin, que la noche anterior no dormía a pesar de que mis padres me obligaron a acostarme a las nueve de la noche, después de la novela que se transmitía en esos años y cuyo nombre nunca recurre a mi memoria.
El domingo previo había sido el día en que fui iniciado en el último de los ritos previos al comienzo del curso: limpiar los zapatos y dejarlos bien lustrosos. En aquellos años el uniforme escolar tenía sus propias características: los chores o pantalones, de acuerdo al grado o tipo de enseñanza, debían estar perfectamente almidonados y planchados y las camisas corrían igual suerte.
No olvido que mi madre me involucró en el operativo “compra del uniforme”, por lo que sin comerla ni beberla, estaba en una cola tumultuaria en la tienda Flogar siendo parte de una legión de niños; algunos más malcriados e inquietos que otros; cuyas madres se agolpaban ante las tenderas que resignadas intentaban complacer el deseo de que la camisa o el pantalón le quedaran holgados al niño para evitar que el almidón les provoque una roncha.
Y el “pollo del arroz con pollo” del asunto uniforme escolar era la compra de los zapatos. Se debía comprar medio punto más grande por si le crecía el pie en los meses siguientes. No olvido que se asignaban dos uniformes con sus dos pares de zapatos de un modelo que años después hube de comprar en una tienda de lujo en uno de mis viajes al extranjero y que resultaron tan caros como una cena. Y en cuanto a modelo no pasaban de ser “unos bocaditos” con brillo. Resumiendo, estaba listo para cruzar la puerta a la sabiduría.
Ese asunto del “fundamento escolar” que se me (nos) inculcaban se basaba en tres reglas básicas: primero al maestro se respeta; segundo en clase no se habla a menos que te pregunten; y la más importante de todas: cuidar el uniforme.
Así que aquel primero de septiembre del año de gracia de 1970, meses después de que los Van Van pusieran de moda aquello de “compota de palo”, salí de mi casa todo “encartonado” acompañado de mis padres para presentarme en mi escuela, que tenía por nombre Tomás David Royo, estaba a unas cuadras de la casa y en la misma ruta que hacía mi padre en su camino al trabajo.
No voy a negar que, en mi primer mes de clases, en el apogeo de mi debut, violé más de una vez la tercera regla y asumí las consecuencias. No podía ser de otra forma, no se puede negar a un niño que corra y juegue en el horario del recreo y que no se embarre en el comedor a la hora de almuerzo.
La ventaja, al menos lo pienso hoy, era que se disponía de dos uniformes, el asunto se complicaba a la hora de almidonar las camisas. Fue en esos años que descubrí la importancia de esa institución llamada “hacer la paloma”; y que desde mi inocencia pensaba que era tener un palomar en el techo de la casa. Nada de eso, era lavar el uniforme, exprimirlo, almidonarlo y tenerlo listo para uso de emergencia en menos de tres horas.
El almidón, decía, con el paso de los años una amiga feminista, fue un yugo impuesto por la tiranía de la moda masculina. Tenía razón, nuestras abuelas planchaban y almidonaban hasta los calzoncillos.
Pasaron los cursos y un buen día abandonamos el uniforme de tela azul, en dos tonos como los zapatos que lucían nuestros abuelos en sus ropas de domingo, y llegó la hora del poliéster y se abolió de un plumazo el almidón; no así los zapatos colegiales que usábamos todos con orgullo, siempre lustrosos y bien acordonados.
Así fue pasando mi vida de estudiante que terminaba a comienzos de julio y recomenzaba siempre el primer lunes de septiembre. Es un rito que ha involucrado a toda mi familia, la que me precedió y la que he formado. Solo que los tiempos han cambiado.
Las tres reglas que definieron mi fundamento escolar han sido abolidas por los mismos que alguna vez las practicaron y el placer de asistir a la escuela se ha sustituido por el placer de exhibir y mostrar la opulencia, real o momentánea, de los padres que es transmitida a sus hijos, olvidando la máxima griega que afirmas que, “ante la sabiduría y el aprendizaje todos estamos siempre desnudos, o vestidos con el ropaje de la ignorancia del que hay que desprenderse.
Aunque no lo quiera he sido parte de ese fenómeno en algunos aspectos, si bien he logrado marcar distancia a pesar de los comentarios de pasillos de algunos padres. Debe ser porque el principio de que “el saber es un equipaje que no pesa” fue uno de los primeros aforismos que leí otra vez, cuando pude pasar de la caligrafía básica a la escritura corrida al convertirme en un lector destacado.
He logrado que mis hijos respeten, hasta donde se les hace posible, las tres reglas de oro de la enseñanza y he repetido los mismos errores que mis padres cuanto se trata de las tareas escolares: busque un libro y lea; está prohibido suplantarlo a la hora de cumplir sus deberes escolares yo lo ayudo, pero el trabajo es suyo; y a la escuela se va llueve truene o relampaguee. Me enorgullece que mis hijos lo griten a los cuatro vientos y sus resultados académicos lo mismo que los sociales, lo ratifican de alguna manera.
En lo único que mis hijos me llevan ventaja, en lo referente al primer día de clases, es en la cantidad de fotos, y ello es gracias a la tecnología. Mi primer día fue analógico, acompañado de niños que lloraban desconsolados por estar lejos de su madre o abuela, y del que queda una foto hoy muy amarilla por el desgaste del papel o el revelador que usaron.
En común tenemos que la escuela es, citando a Hemingway, una gran fiesta; a la que siempre hay que llegar puntual.
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