La onda de una alegría de noventa años


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Cuando procedente de la Escuela de Letras y de Arte de la Universidad de La Habana, llegué a Radio Progreso en diciembre de 1976 para iniciar lo que sería mi vida laboral, nunca imaginé el enaltecedor significado de semejante aventura en nuestra formación profesional. Si en un inicio, lamenté no haber sido designado para trabajar en un supuesto centro de mayor relevancia artística, bastó el transcurso de una semana para prever el extraordinario proceso de aprendizaje que hemos recibido como complemento indispensable en nuestra vocación de servir.

Como se acostumbra a narrar en los mejores cuentos, es en Radio Progreso donde aprendimos a valorar la importancia del colectivo de sus trabajadores como un suceso de permanente interacción entre las diferentes generaciones que aquí convergen. Al mismo tiempo de estar consciente de la voluntad de echar raíces en la popular emisora capitalina, es que nos pudimos acercar lo suficiente al quehacer de verdaderas glorias de la radio cubana para saber que la jornada laboral en Radio Progreso es mucho más que la elemental acción de marcar una tarjeta de entrada y salida.

Cuando te percatas de que estás en un lugar donde tan importante es el portero como el más encumbrado director de programas; cuando te sorprende que los de mayor experiencia están dispuestos a permitirte beber de la fuente de sabiduría que los revitaliza, definitivamente comprendes que se trata de una gigantesca obra del amor por los demás, de una entrega ilimitada a los dueños de nuestro tiempo: los oyentes. No existe otra forma posible de explicar la inextinguible euforia del pueblo cubano cuando se sintoniza La Onda de la Alegría a lo largo de noventa años. No hay otro modo posible de justificar esa empecinada querencia por nombres como los de Alberto Luberta, Eduardo Rosillo o Marta Marcer cuyo legado se desvanece en el éter al alentar por siempre el acento de nuestros corazones. Desde el momento en que se atraviesa el umbral del dial en la querida emisora, nos acompaña la sensación de haber entrado a un templo.

Escuchar Radio Progreso representa el hecho de convertirnos en creyentes del rango patrimonial de la cultura de una nación a través del desprendimiento sonoro de una bocina, acto en el cual, como devotos practicantes, rendimos fervorosa reverencia ante el desvelo de quienes preservan la vigencia de este baluarte de nuestras motivaciones espirituales más diversas.

Si en tiempos lejanos, desde nuestros primeros pasos en este homenajeado centro como parte de la gran familia del ICRT, reflexioné con la mayor admiración acerca del desempeño de nuestros maestros radialistas, ahora con idéntica admiración, contemplo esperanzado el joven relevo que tiene la responsabilidad de que sigamos sintiendo a Radio Progreso como la Emisora de la Familia Cubana.


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