No lo voy a negar ni me pienso arrepentir, soy un animal analógico. Es decir, generacionalmente conocí los tubos catódicos y asistí al nacimiento de los transistores. Viajé en guaguas en las que se pagaban justo cinco centavos y las personas que montaban por la puerta trasera no evadían ese pago; era un pago simbólico si se quiere, pero pago que todos respetaban. Era normal enviar al chofer la moneda de cinco centavos y oír su sonido cuando era depositada en la alcancía.
Los analógicos, nosotros, no pensábamos en marcas y nos asombramos con la exposición de los logros de la Unión Soviética que ocupó todos los espacios del Capitolio Nacional, que para ese momento era el museo Felipe Poey. Allí, entre las cosas asombrosas estaban un artefacto llamado Lunajok que había pisado la superficie lunar y una réplica de la Vostokt en la que Yuri Gagarin dio vueltas alrededor de la tierra humillando a Francisco de Magallanes y a Sebastián el Cano en materia de tiempo, de quienes aún no había escuchado.
Pero si algo nos reafirmaba como analógicos fueron los enconados debates que tuvimos la suerte de vivir en materia de lenguaje popular. Si, porque ahora es moda hablar de lenguaje inclusivo y se modifica la gramática –eso de género y número que hoy se ha expandido más que el polvo del Sahara o que preocupa más que el cambio climático—dejando en ridículo años de enseñanza.
Este asunto de la inclusión; en el caso de mi generación y las afines; fue de palabras muy específicas; en aquellos tiempos analógicos tenía una fuerte carga folklórica, religiosa, social, racial y sobre todo académica.
Aún resuenan en mis oídos los regaños de algunas personas por usar palabras como “asere”, “ecobio”, “monina”, “yénica”, “consorte”, “cochambre”, “ambia” o “cúmbila”. No olvido las caras de disgustos de muchos de ellos y hasta sus rostros cargados de ira cuando tales palabras se gritaban a todo pulmón mientras jugábamos a las bolas, la pelota o simplemente nos saludábamos.
Se decía que provenían del lenguaje de los marginales, que eran palabras de personas de baja catadura social y otros tantos argumentos, que llegó un momento en que cuestioné la validez de las mismas.
No olvido que alguien llegó a afirmar, incluso lo perjuró sobre la memoria de su finada madre, que la palabra “asere” significaba “…conjunto de monos apestosos…”. Nunca antes había sentido tanta sensación de vergüenza como la que me acompañó por al menos varios días. Recién había aprendido que descendemos del mono y coincidentemente mis axilas comenzaban a identificarse con olores poco productivos. A la luz de los años he concluido que ese fue mi primer trauma.
Pero la gran contradicción de esos tiempos estaba en el uso de la palabra “cochambre”. No olvido que soñaba con dejar crecer mi pelo y exhibir mi especdrún antes de que la calvicie que identifica a los hombres de mi familia se hiciera presente. Resulta que alguien dijo que “…aquella pasa alborotada era lo más cochambroso que se podía ver…”. No importa que se lavara todos los días, siempre estaba condenada a estar sucia. Eran los tiempos en que una foto de Angela Davis formaba parte de cuanto mural estaba al alcance de mi vista, y ella tenía un especdrún y estábamos pidiendo a gritos su libertad, con una canción compuesta por Tania Castellanos y que cantaba Omara Portuondo.
La cochambre y la libertad no son compatibles, pensaba mientras regresaba al sillón del barbero para lucir mi pelado a la malanguita.
Palabras como “ambia y cúmbila” las escuchaba entre los vecinos de mis primos y me causaban pavor. Cúmbila, descubrí con el paso de los años que es uno de los tantos sinónimos de cómplice y es una palabra usada en determinados círculos religiosos afrocubanos.
El caso de ambia fue menos traumático. En el tránsito de la adolescencia a la juventud conocí a Eloy Machado. Negro de cabeza grande, mirada y andar entre infantil y pícaro de novela española. Recuerdo que todos le llamaban “Eloy el oficial” pero muchos le decían el Ambia y como si fuera un dogma él llamaba todos sus interlocutores “ambia”.
Pasaron los años y llegamos a ser amigos; sobre todo después de leer su libro de poesía Camam lloró, y aprenderme de un tirón uno de sus poemas en el que se resume su vida:
Yo soy el Ambia
Hijo de Jacinta la sufrida y Felicia la caminanta…
Pero estoy enconsortado con la vida
Dos de las palabras malditas de mis años de preadolescencia en un poema que me conmovió y aún hoy me conmueve. Ambia y consorte, hombre de bien y en franco matrimonio con la vida. No creo que los que intentaron quebrar el habla popular estuvieran listos para tal manifiesto.
Sin embargo; mi ronda de consolación cultural llegó el día que conocí a don Argelio Santiesteban después de haber leído y gozado con su libro El habla popular en Cuba. Aquella lectura, con sus correspondientes rondas de charlas inagotables, siempre salpicadas de un Ronaldo, o cañangazo, que es lo mismo, aunque no se escribe igual, pero cumple la misma función; abrieron mi horizonte y me dieron municiones éticas, literarias y sociales, para otorgar el perdón a quienes me intentaron privar del placer de un lenguaje del cual muchas palabras han adquirido una universalidad total.
No miento si le digo que me he sorprendido cuando un islandés me ha llamado asere en medio de una conversación en la que ninguno de los dos logra complementar una oración por el mal dominio del idioma inglés. Asere ha sido la palabra que nos ha igualado social y culturalmente. O cuando en franco derroche de “transculturación cubiche” un amigo proveniente de Hungría; hijo bastardo de cubano que estudio en Budapest en los años setenta; me ha llamado “ecobio” mientras extiende su mano esperando una señal de aprobación ante la palabra aprendida a toda carrera.
Y hablando de “ecobios”. No olvido que en el momento que aquella palabra entró en el listado de las que debían ser excomulgadas, mis abuelos se enorgullecían de la visita de “sus ecobios”; todos hombres de respeto y decir pausado.
Los mismos que decían asere y otras palabras que nos definiero
n como nación.
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