Libro, lectura e informática / Por Víctor Ángel Fernández


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En varias ocasiones me he referido a que el libro es, posiblemente, “la cosa” que más fallecimientos ha tenido. Casi cada vez que alguien desea hablar de desarrollo, sobre todo en estas últimas dos décadas muy tecnológicas, una frase forma parte de sus discursos: la muerte del libro.

Las variantes pueden ir desde que está falleciendo solo, hasta que su desaparición es asistida y, naturalmente, a continuación viene el correspondiente llamado de: salvar al libro y… estigmatizar a las tecnologías, muchas veces sin conocer, siquiera someramente, o sin querer asumir la realidad de las mismas.

¿Qué se desea decir? ¿Se refieren al libro o se refieren a la literatura? Si fuera la segunda realmente deberíamos tener una gran preocupación, mayor de la que se pueda expresar, pero, ¿preocuparse de la muerte del libro, cuando los exponentes se están refiriendo solo al cambio del formato o del soporte? Creo que esta segunda posición conjuga mejor con querer tapar la historia del libro.

Hace muchos años estuvieron las tabletas de arcilla (forma). Hace muchos años estuvieron los rollos de papiro (forma). También estuvieron los folios (forma) y los libros escritos e ilustrados a mano en los monasterios (forma) y la imprenta de Gutenberg, con casi total olvido de lo realizado por los chinos (forma). Y las matrices de plomo, y el offset y… y… y…

Hablando de Gutenberg, en términos de muerte y resurrección, pudiera considerársele el criminal con nombre y apellidos cuyo invento “mató” a la forma anterior del libro escrito, pero por ese camino, demasiados inventores caerían en esa categoría de depredadores contra las prácticas anteriores a sus innovaciones y esa posición, no es realmente seria.

Entonces, ¿por qué el emprendimiento contra ese nuevo libro y esas nuevas tecnologías que son parte consustancial del desarrollo en esta segunda década del Siglo XXI?

Al impartir mis clases, así como en mi vida laboral y familiar, me relaciono con jóvenes, los cuales, en efecto, han variado sus hábitos, influenciados, de forma más que obvia, por las Nuevas Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, entonces, no tengo otra solución que tratar de entender ese mundo diferente al que he vivido, pero que también es mi realidad actual.

Fue diferente, hace 50 años, cuando entré por primera vez a la sección infanto-juvenil de la Biblioteca Nacional. Me impresionaron las colecciones y su organización. Salgari, Julio Verne y Enid Blyton, fueron los favoritos que incorporé al espacio de una computadora que todavía ni siquiera existía. Viajé al centro de la tierra, esgrimí una cimitarra y resolví misterios en tiempos de vacaciones. Recibía en préstamo, un libro por dos semanas y debía pagar un centavo por cada día que me demorara en devolverlo.

Sin hacer muy largo el cuento, hoy llevo una carpeta en mi memoria flash que contiene diez mil libros, para leerlos en el momento que mejor lo considere y sin ninguna preocupación por el tiempo que me demore o el impuesto a pagar.

Precisamente, al intercambiar con esos jóvenes, sobre los momentos de ellos y los míos, me explican que la sensación actual va más allá de solo leer, en tanto la condición imprescindible de seguir y asimilar líneas de texto. Ellos se dirigen a otra acción: percibir, que algunos la mezclan con sentir y experimentar. Pero, sobre todo, este libro actual (con marcada intención no digo nuevo), permite una actividad que nunca había existido en cualquiera de las otras variantes de libros en la historia: interactuar.

Esa condición de intercambio, básica en las nuevas tecnologías, le entrega al lector, si se quiere receptor, variantes para asimilar lo que tiene en sus manos.

Antes, leíamos que Cristóbal Colón salió en tres embarcaciones y llegó a Cuba el 27 de octubre de 1492. Con ese texto venía alguna imagen estática. Hoy podemos experimentar las condiciones del mar en que se realizó ese viaje, simular lo que hubiera sucedido con la presencia de un ciclón en esa época y hasta cambiar los recorridos de aquellas tres naves, en función de interactuar con las condiciones meteorológicas existentes en el Océano Atlántico. Pudiera hasta convertirme en protagonista y cambiar la historia que me cuentan y eso, prefiero verlo, no como una herejía contra la lectura clásica, sino como una forma diferente de promoción de la creatividad.

Los que tenemos la función de enseñar, estamos obligados a aprender. Se repite muchas veces que los jóvenes aprenden de nosotros y viceversa, pero ¿realmente estamos dispuestos a recibir enseñanzas desde ellos o nos son más fáciles las imposiciones? Ese joven pregunta el para qué copiar en la libreta la fecha de un hecho histórico, si cualquier enciclopedia virtual lo puede responder. Entonces las preguntas deberán estar dirigidas a los significados y las interpretaciones, para que ese “aprendiz” esté obligado a buscar información y participar con sus opiniones.

Las nuevas tecnologías son solo herramientas o soportes y no creo que valga la pena gastar el tiempo en su demonización por la única razón de que están cambiando los métodos de vida. Sería ilógico pensar que Da Vinci, un reconocido precursor de nuevas tecnologías, tuvo sus éxitos porque utilizó una vela para iluminarse y que la luz eléctrica le hubiera hecho daño. Estas posiciones, hablando de literatura, se parecen demasiado a la fábula de la zorra y las uvas.

Otros han entendido estas verdades y ofrecen sus puntos de vista en esos medios y llevan a los destinatarios a que reaccionen como ellos lo necesitan. Ofrecen su versión de la historia, su versión de la vida, su versión del ser humano, mientras, nosotros nos desgastamos en los análisis que no pasan de eso y no llegamos a ofrecer NUESTRAS opciones, NUESTROS puntos de vista y NUESTRAS soluciones en el formato que hoy es aceptado.

Un día, Gabriel García Márquez, como muchos otros grandes escritores, explicó que solo podía crear cuando sentía la “electricidad” emanada de las teclas de su vieja máquina de escribir, pues lo acercaban más a su relación con el papel, con lo que escribía y con lo que quería hacer llegar a sus lectores. Años después, se nos preguntó a algunos cubanos, si con una PC, similar a la que YA utilizaba el Gabo, era suficiente para llevar a cabo nuestras tareas en un campo específico.

Soy absoluto creyente de que ni la más vieja de las máquinas de escribir, ni la más moderna de las computadoras, tendrán la capacidad de hacer ninguna crónica sobre una muerte, anunciada o no, ni tampoco nos guiarán por los pasos perdidos de este siglo de nuevas luces. Mucho menos, nos ubicarán frente a un paredón de fusilamiento para evocar la primera vez en que conocimos el hielo, aunque también tengo la opinión de que en las nuevas formas de la literatura —la que nunca ha pensado en morir— y en los nuevos libros —que siempre vuelven a nacer—, se podrá interactuar con Aracataca o Macondo y, en tercera dimensión, nos permitirán encontrar la marca de desvío en el real y maravilloso río. De hecho, serán muchos más los seguidores de la Literatura, eso sí, serán otros y en otras formas.


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