Desde que pisó tierra cubana, dicen los agoreros que con el pie izquierdo, hasta que cerró tras sí la puerta del Air Force One rumbo a Argentina, el presidente norteamericano Barack Obama siguió al pie de la letra una agenda calculada milimétricamente por sus asesores y cumplida en el terreno por él con una naturalidad de película.
Sonrió todo el tiempo: mientras recorría La Habana Vieja bajo la llovizna más inmisericorde; cuando pagó la cuenta en un negocio privado y dejó, según reseñan las agencias, una propina para respetar; sonrió incluso cuando le preguntaron si visitaría a Fidel y él eludió la respuesta con un ardid del político de carrera que es.
Se propuso deslumbrar. Y no dudo que hasta cierto punto lo haya logrado. Pero solo hasta cierto punto, recalco, porque con las horas de vuelo que tienen los cubanos para encontrarle la quinta pata al gato, con el olfato entrenado en segundas, terceras y hasta cuartas lecturas, no creo que todos se vayan con la de trapo. (“Irse con la de trapo” es, de hecho, una frase coloquial que el propio Obama pudo haber usado).
Ahora que la visita del mandatario estadounidense ya es historia y comienzan a proliferar como la verdolaga las interpretaciones del día después, me preocupa si seremos capaces de encontrar el punto medio en ese amplio espectro de posiciones que van, a no dudarlo, del entusiasmo ciego a la negación de barricada. O, lo que es lo mismo: del “welcome, Obama” al “Obama, go home”.
Lo viene diciendo el propio Raúl desde que el 17 de diciembre de 2014 anunció el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos y, de paso, le dio agua a un dominó que todo el mundo creía trancado: “Debemos poner en práctica el arte de la convivencia civilizada, que implica aceptar y respetar las diferencias y no hacer de ellas el centro de nuestra relación, sino promover vínculos que privilegien el beneficio de ambos países y pueblos y concentrarnos en lo que nos acerca y no en lo que nos separa”. Así, textualmente, lo expresó en sus declaraciones a la prensa tras las conversaciones oficiales que sostuvo el lunes con Obama.
Y la convivencia civilizada, tal como yo la interpreto, parte de un hecho incuestionable: si Cuba y Estados Unidos, distantes a un brinco de 90 millas, han pasado más de medio siglo en un estira y encoge de posiciones antagónicas, de sanciones unilaterales y tribunas abiertas, no debe ser precisamente porque los cubanos disfrutan machucarse. No hay masoquismo alguno en una historia que, también es cierto, comenzó antes, mucho antes de que naciera Obama.
Él lo sabe, porque es, como han admitido los analistas cubanos, uno de los mandatarios más inteligentes y habilidosos que recuerde la historia de Estados Unidos. Sabe —y lo incluye en sus discursos— que no puede irle de frente a una isla que ha capeado el temporal a golpe de entereza, de orgullo, “mucho orgullo”, como él mismo ha reconocido, y con la cual no habría entendimiento posible si no parte de una frase clave: “El futuro de Cuba tiene que estar en las manos del pueblo cubano”.
Pero la convivencia civilizada pasa, además, por poner nombre y apellidos —no eufemismos— a las zonas ríspidas que pudieran minar el entendimiento. En el mensaje al pueblo cubano desde el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso Obama enumeró “las diferencias muy reales que existen entre nosotros, sobre cómo organizamos nuestros gobiernos, nuestras economías y nuestras sociedades. Cuba tiene un sistema de un solo partido; Estados Unidos es una democracia de múltiples partidos. Cuba tiene un modelo económico socialista; Estados Unidos es un mercado libre. Cuba ha reforzado el papel y los derechos del Estado; Estados Unidos está fundado sobre los derechos individuales”.
Releyéndolas una por una, salta a la vista que son esas, y no otras, las discrepancias que la nación caribeña sostiene con los países capitalistas del Primer Mundo sin que hasta ahora se hayan cortado de raíz los nexos económicos y comerciales —pongamos por ejemplo— con Gran Bretaña, Holanda, Italia o Alemania. Con Estados Unidos, sin embargo, se disparan las alarmas.
Demasiado cerca está Cuba de la primera economía del mundo y demasiada memoria histórica tiene —por más que Obama la haya instado a olvidar de golpe y porrazo— como para desconocer las teorías de la fruta madura y sus versiones más contemporáneas. La historia, para lo que está: para fundamentar, para poner en contexto, porque ninguna acción de hoy, por buena que parezca, llega en paracaídas, aislada del pasado.
Tal vez por la suspicacia con que suelen interpretarse a ambos lados del estrecho los gestos del otro, ahora el partido me parece todavía más impredecible: en la esquina azul, los norteamericanos haciendo cola para invertir en Cuba; en la esquina roja, la economía insular reestructurándose y urgida de capitales; y desde las gradas, una actitud de sí, pero no que pende como una nube densa e impide analizar a largo plazo.
Lo trascendental aún está por verse: si es posible convivir con las diferencias, algunas de ellas sinceramente irreconciliables; si la primera visita de un mandatario norteamericano en casi 60 años de gobierno revolucionario se traducirá en mejoras concretas para el cubano de a pie —para todos, no solo para los llamados emprendedores— o si, por el contrario, pasará por la vida sin saber que pasó, como diría Buesa. Dudas es lo que sobra.
Habría que preguntarle no tanto a Obama, que tiene un país más complicado que el nuestro para enderezar, sino a los filósofos de esquina, esos que, entrenados como pocos en economía diaria, en política de barrio y en dominó, ya han comenzado a calificar este nuevo capítulo de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos como un mal necesario.
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