Orfandad de La Habana


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Desde Quito, a buen resguardo del aire envenenado que enrarece la ciudad, me conduelo ahora de La Habana. Me conduelo de su orfandad. Muchas veces ha quedado huérfana La Habana, pero ahora se ha ido, hacia un ámbito de luz, por el tobogán de la muerte, Eusebio Leal. El hombre a quien, sin temor, pudiéramos llamar “el Padre de La Habana”. Y es que hay hijos que ejercen dulcemente la paternidad desde su condición filial, sin saberlo: Eusebio tal vez lo supo, pero su auténtica modestia le impidió reconocerse como tal, impeliéndole a mostrarse como lo que sí estaba completamente convencido de ser: un servidor, un obrero de la memoria a quien el Destino otorgó una misión trascendental: rescatar, dirimir, hacer justicia, demostrar que la inteligencia sin virtud es un engendro vacío. Más allá de la fingida eternidad de las piedras, quedan los actos, los gestos que no caben en el molde impreciso de palabra alguna. No habrá olvido para un poeta de sus obras: unos pocos ingratos lo olvidarán, pero las piedras y una legión de agradecidos le tendremos presente como lo que fue: no solo un erudito del pasado, sino como un arquitecto del mañana, un hombre que, mostrándonos el espejo de nuestros abuelos, ha revelado y revelará, acaso, lo mejor de nosotros mismos.

La memoria de Eusebio, me lleva, inevitablemente, lejos del lugar común que hay en todo obituario. Me lleva a los días de mi adolescencia, en que descubrí, por intuición personal, que había algo extraordinario en aquel hombre que, con la comedida exaltación de todo buen poeta, remasterizaba a todo color esa Habana de ayeres remotos, que, de no ser por él, probablemente, hubiéramos perdido. Ese hombre de Andar La Habana, fue para mí un paradigma, no solo de saberes y elegancia de espíritu, sino uno de esos hombres cuyas palabras remueven un sentir que es anhelo de lo mejor, fe en el ser humano a pesar de su depauperada condición: aquel hombre tenía que ser algo más que un historiador y un orfebre de la oratoria, aquel hombre fue un artífice de la virtud, que tomando el pasado como lección, enseñaba cómo se debía proceder en los días del porvenir; aquel hombre, luego lo supe con toda certeza, fue un artista del Bien,  un mambí de la decencia y la dignificación de sus conciudadanos. Cuba pierde hoy a uno de sus grandes hombres, a uno de sus hijos más lúcidos y mejor dispuestos, que amó a su capital, pero no circunscribió su amor a ella. Lo esparció, demostró que solo el amor vence, y que por muy fatigoso que resulte cultivarlo, ningún sacrificio puede valer tanto la pena. La gran lección de Leal, creo yo, es el amor como posibilidad de redención. Con obras demostró el provechoso riesgo de practicarlo, y el peligro abismal de intentar prescindir de él. Tuve el privilegio de conocerlo el 11 de octubre de 2017: él, por mediación del entrañable amigo- Rafael Acosta de Arriba-pudo leer mi novela El camino de la desobediencia, una novela histórica sobre la vida de Céspedes, que tuvo la inmensa generosidad de publicar en Ediciones Boloña, con un prólogo no menos pródigo que su gesto.

Viajamos desde Ecuador mi esposa y yo, con el propósito de asistir al lanzamiento de la novela en el Aula Magna de San Gerónimo, pero ahora confieso que mi mayor motivación era conocer a Leal, así como Darío, salvando las distancias, deseó conocer a Martí cuando supo que estaba a un paso de ello. Traigo a colación dicho encuentro porque él también me llamó: “¡Hijo!” Y me abrazó como solo un padre del espíritu podría hacerlo. Conversamos, gracias a la mediación de Mario Cremata Ferrán, durante una hora en su oficina de la Casa Parreño. Hablamos de Carlos Manuel como de un pariente cercano, de cómo Céspedes tuvo la premonición de la muerte inminente; mencionó Eusebio su amistad con Guayasamín, y sus hijos, sus viajes a Quito en diversas épocas, en fin, hablamos de la novela histórica y sus grandísimas posibilidades en estos tiempos de olvido. Recuerdo que mi esposa quedó fascinada con la ternura viril y la sobria elocuencia aquel anciano que ya había comenzado a guerrear contra las primeras emboscadas de la muerte. Ambos sabíamos que esa hora a solas con él, era ya un raro privilegio, puesto que intuíamos, por lo frágil de su salud, que cada día de Leal, en lo posterior, sería una parcela arrebatada con silencioso heroísmo, a las fuerzas aniquiladoras de la enfermedad. Nos despedimos con otro abrazo cuya vibración aún perdura en mí. Algo de Martí abracé en él. Prometí visitarle en mi próximo viaje La Habana, pero una cosa son nuestros deseos, y otra, la mano impía del Destino. Desde entonces, hasta hace pocos días, estuve al tanto de su salud con colaboradores muy cercanos. Recuerdo que mi esposa, de camino al hotel donde nos hospedábamos, me dijo: “Cuando Eusebio no esté, se queda huérfana La Habana”. Yo miré perplejo los alrededores de la Plaza de Armas, sin decir nada, pero hoy, con esta noticia, es que vengo a concederle toda la razón.


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