Osvaldo Balmaseda y la magia de educar


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A mis padres. A mis colegas.

 

Es muy difícil que alguien pueda desentrañar cómo se construye un maestro: esa casi incomprensible amalgama de sueños, memoria, inteligencia, compromiso y fe que cada cual entremezcla de manera diferente agregando la dosis de imperfección que hace a todo ser humano un aprendiz de sabio.

Con idea de hallar respuesta, me acerco al Centro Nacional de Superación para la Cultura, saludo al Dr. en Ciencias Pedagógicas Osvaldo Nilo Balmaseda Neyra –o, mejor, el profe Balmaseda– y le pido que nos permita entrar en tan importante parte de su vida.

Profe, ¿nació para ser maestro?, ¿en su caso la profesión viene ligada a la tradición familiar?

Para nada. Confieso que, durante mi adolescencia, en lo que respecta al futuro profesional, jamás hubo un pensamiento cercano a querer ejercer el magisterio, la docencia o la enseñanza, como más comúnmente se le conoce a la actividad profesional de transmitir conocimientos o conseguir que otros aprendan. Mi familia era de médicos y abogados, excepto mi madrina Lucila Peñalver, que era maestra sustituta; o sea, una maestra sin empleo fijo que esperaba la llamaran si eventualmente algún docente faltaba al trabajo. Como puedes suponer, un empleo como ese no era para nada atractivo, tampoco la imagen que tenía de mis maestros me inspiraba a ser émulo de ellos. Más bien me inclinaba hacia las actividades que tuvieran relación con las profesiones de la familia, y por eso desde pequeño me incorporé a la Cruz Roja Juvenil; allí aprendí a tomar la tensión arterial, a hacer la prueba de Mantoux…, hasta hice guardias durante las madrugadas para socorrer a cuanta persona necesitara de nuestra ayuda, lo mismo en rescate por derrumbes que incendios, ciclones, carnavales, carreras de motos, etc.; en fin, siendo un chiquillo ya me sentía todo un héroe. Mi participación relacionada con la abogacía era más teórica, más pasiva; se limitaba a recrearme con los episodios de Perry Mason, una especie de híbrido entre detective y abogado, digno de imitar por si me graduaba como jurista; aunque, pensándolo bien, tal vez ese mismo personaje creado por Erle Stanley Gardner  inspiraba la pasión por defender a mis compañeros de aula ante las ‒para mí– injustas reprimendas de los profesores. 

¿Entonces…?

Como en la playa las olas alejan la pelota de la orilla, así la vida me fue alejando de mis entusiasmos preprofesionales, llevándome por derroteros insospechados hasta verme en los años setenta a las puertas de un aula, o de varias, impartiendo clases de Español y de Literatura en «Los Camilitos», una escuela concebida para que hijos de mártires se formaran como futuros oficiales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Eran miles de niños y jóvenes entre los 12 y los 18 años, que estudiaban desde el 7º hasta el 12º grado en una enorme instalación enclavada en las cercanías del poblado Baracoa, al oeste de La Habana. Mi trabajo allí era supuestamente «provisional», solo para cubrir la necesidad de profesores, «cuestión de dos o tres años». La mayoría de los docentes en aquella institución recién creada eran estudiantes de los últimos años del Instituto Pedagógico Enrique José Varona, por lo que mi tarea allí incluyó asesorar a esos valiosos jóvenes, la mayoría mujeres. No sé si la atención que mis alumnos prestaban a mis clases fue lo que me incrustó en esta hermosa tarea que tiene más de aprender que de enseñar, o si fue la desmedida sabiduría embellecida por la humildad de una persona que nos asesoraba para perfeccionar nuestro trabajo en el aula, un excelente escritor y pedagogo español que pudo escapar al franquismo y que tantas veces despertó mi imaginación infantil con sus cuentos: Herminio Almendros Ibáñez. Quizás fue la combinación de ambas fuerzas; lo cierto es que los referentes familiares de mi futura profesión fueron eclipsándose por la suavidad y el rigor con que este anciano enseñaba. Siempre he lamentado lo tarde que él llegó a mi vida, o mi encuentro tardío con la de él. Los maestros cubanos deberían conocer más de su obra, por lo menos aquellos que se dedican a la enseñanza de la lengua materna, pero ya ni los derechos sobre su obra pedagógica conservamos. 

¿Otros paradigmas?

Por si no hubiera sido suficiente la huella que Almendros dejó en mi cambio de rumbo, otra persona afianzó en mí este gusto por la enseñanza: la Dra. Vicentina Antuña Tabío, profesora de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, excelente latinista; con ella encontré otra vez esa asombrosa y contradictoria mezcla de sabiduría y modestia. ¿Será que esa es condición esencial de los buenos profesores?, pues otros magníficos también me mostraron similar cualidad, como la Dra. María Dolores Ortiz y el profesor Mario Rodríguez Alemán, por solo citar dos. Ellos me mostraron que el saber no está para nada reñido con la modestia, y que ser profesor es mucho más que pararse frente a un grupo de estudiantes a compartir saberes; es entrega, disciplina, amor y estudio permanente.

Profe, pero además de en el aula Ud. ha ejercido la profesión desde diferentes responsabilidades…

Es cierto. A partir de los años ochenta comenzó mi labor en la educación superior. Como en la etapa anterior, los cargos metodológicos siguieron asediándome, y los conocimientos adquiridos tanto en el Varona como en la Facultad de Artes y Letras me permitieron cumplir paralelamente otras tareas, pero nada de eso ha podido alejarme de las aulas porque esos encuentros se me han hecho imprescindibles, de tal manera, que hasta creo que han llegado a ser parte de mi existencia.

Y sobre las pasiones que dejó atrás…

En realidad, te confieso, no me entristece no haber sido médico o abogado; pienso que ser educador tiene algo de ambas profesiones; por un lado, se convierte uno, en la medida de las posibilidades, en sanador de almas y en gladiador para luchar contra lo indebido, contra el engaño y en favor de la verdad y de la justicia. Con tanto gusto me he dedicado a la docencia, que apenas me he dado cuenta de que ha transcurrido medio siglo desde que acepté aquel encargo de trabajar como profesor solo por dos o tres años.

Sé que no presume de los éxitos; tampoco le agrada hablar de los libros de texto de su autoría, de la labor de editor. Por eso le hago esta última pregunta con cierta timidez:

Con una vida de experiencias y merecidos reconocimientos como la suya, ¿se siente una rara avis del magisterio entre sus alumnos y colegas?

(Responde con una sonrisa, sin dudar).

Afortunadamente, no.

 


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