Como parte de su programación de la tarde el canal Cubavisión de la Televisión Cubana está retransmitiendo diversas telenovelas que corresponden a épocas de producción anteriores y algunas de las cuales figuran entre los mejores productos del género realizados por nuestro país en las décadas pasadas, tal es el caso de Pasión y prejuicio (1992), con guion y dirección de Eduardo Macías, una creación que hubo de lidiar con todas las urgencias y escaseces que caracterizaron la vida cubana durante la etapa llamada período especial y, no obstante, salió indemne de la dura prueba convirtiéndose, sin que ello fuese su objetivo, en el resultado de un sistema de trabajo diseñado para la máxima eficiencia, prueba palpable de cuánto podríamos hacer al respecto si empleábamos los recursos y las estrategias adecuados.
Entre esas estrategias su director incluyó el disponer de un equipo de trabajo de primera línea con un casting muy bien hecho. De este modo primeros actores de larga experiencia como Omar Valdés, Obelia Blanco, Martha del Río, Angel Toraño, Verónica Lynn, Eslinda Núñez, Rogelio Blaín, Raúl Eguren, Tito Junco establecían las pautas de calidad de un elenco que enriquecieron Héctor Echemendía, Mario Rodríguez, Agustín Benítez, Carlos Padrón, Corina Mestre, Irela Bravo, Ida Gutiérrez y los más jóvenes y ya conocidos Nancy González, Isabel Santos, Rolando Brito, Dianelis Brito, César Évora, Silvia Águila, Reynaldo (Rini) Cruz, Anabel Leal, Armando Tomey, y a quienes se sumaron Bárbaro Marín, Ileana Wilson, Jorge Ryan, Dolores Pedro, Mauricio Casín y Liudmila Alfonso.
La trama principal y las secundarias fueron urdidas con sabiduría y desarrolladas con el equilibrio preciso poniendo en acción los mecanismos de tensión necesarios y convenientes para mantener el interés de los espectadores.
La novela contó con un primoroso tema musical de presentación compuesto por Noel Nicola e interpretado por Miriam Ramos, con su acostumbrado virtuosismo, a la par que un diseño sonoro que, más allá del sonido incidental, se propuso elaborar temas icónicos de la música cubana para hacerla escuchar por los sectores más jóvenes de la audiencia a la vez que rendir homenaje a nuestros grandes compositores.
Pese a los enormes obstáculos que presentaba el año 1992 para llevar a cabo cualquier empresa de esta índole, intérpretes y equipo técnico se empeñaron en sacar adelante la producción la cual se hizo con el mínimo de recursos (lo que supuso el triple de esfuerzo), buen gusto y muchísima creatividad. Complace ver el vestuario de cualquiera de sus intérpretes sin distinción de clase, edad o jerarquía en la historia, el cuidado en la combinación de colores en las agrupaciones de cualquier secuencia; la atención a los accesorios, el maquillaje y los peinados que salen airosos de los primeros planos. La fotografía, impecable, con un excelente discurso de ángulos, movimiento de cámaras y planos. También la iluminación –tarea pendiente aún en nuestros dramatizados— consiguió diferenciar los ambientes y los horarios a partir de su gradación. El resultado ha desafiado el paso de tres décadas. A treinta y un año de su estreno este producto audiovisual continúa siendo preferido por la familia cubana, mientras estilo de actuación y lenguaje televisivo parecerían corresponder a este tiempo.
Me gustaría insistir en la selección del reparto. En un elenco tan numeroso ninguno de los intérpretes dejó algo que desear. Los matices más sutiles, aquellos que de común recoge el lente de la cámara, fueron debidamente expresados, a veces en una profusión de primerísimos planos. Actores de primer nivel como, por ejemplo, Ángel Toraño y Rogelio Blaín aceptaron personajes circunstanciales de un rango menor que aquellos para los que acostumbran a ser convocados. Ello actúa, sobre todo, en favor de nosotros, los espectadores, elevando el nivel interpretativo del dramatizado. Es un lujo volver a ver en la pantalla a un maestro como Ángel Toraño “bordando”, como se acostumbra a decir en el argot del medio, al médico que trata a Angélica en la capital.
De igual modo fue un acierto que un gran actor como Tito Junco representara al humilde abuelo mambí de Diego. No solo fue Tito en su calidad como actor, sino que desde la concepción de la trama y de su puesta en pantalla se reconocía la dignidad del personaje.
Se ha hablado con largueza del personaje de Amalia, a cargo de Nancy González, y también de la Justina, de Isabel Santos. Dicen los actores que es más cómodo y grato interpretar los personajes negativos, presuntamente exhiben una riqueza de rasgos. Por ello quiero referirme ahora a la atinada selección de Dianelis Brito como Beatriz y a la labor desempeñada por la actriz. Viendo la novela una otra vez me llama la atención, en efecto, la limpidez de la expresión de la intérprete; un grado de transparencia que no imagino fácilmente al alcance de otra profesional conocida. Beatriz es esencialmente eso: la diafanidad, la tersura y ello lo consigue dar, y establecer, de este modo, su rasgo principal, distintivo a la vez que, desde este preciso tono, Dianelis Brito reacciona orgánicamente ante la sucesión de hechos de la trama.
Créditos, despedida, todo ha sido cuidado. Productos cubanos con buena calidad dentro del género de la telenovela vimos después que este, pero, en mi opinión, valorando todos los elementos que intervienen en una realización de índole semejante, ninguno ha logrado tan rotunda integración.
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