Que viva la tierra que produce la caña


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El 31 de mayo de 1868, a escasos cinco meses del levantamiento de La Demajagua ocurrido el 10 de octubre del propio año, tuvo lugar la primera representación de una compañía bufa cubana instaurando un hito en la historia de nuestra escena popular y de nuestro teatro nacional. Con el bufo alcanzaban las tablas las historias propias, junto con nuestra música, nuestros bailes, términos y formas del habla, personajes típicos anunciando la presencia de una sensibilidad y una identidad nuevas. 

Sin esfuerzo se colocó el primero en el favor de los públicos —desplazando el drama español, la ópera italiana— pues también lo caracterizaba el humor en sus diversas variaciones, entre las que no faltaban la sátira y la ironía que debieron funcionar como dispositivos de liberación de una sociedad nueva bajo férreo control de una Metrópoli déspota, como mostraba el articulado del código penal vigente en la época y el tupido entramado de control y represión en medio del cual hacían sus vidas los hombres y mujeres del país, estos a quienes primeramente se les llamaría criollos y más tarde ascenderían a la condición de cubanos. 

La insurrección que dio inicio en el departamento oriental de la isla estaba respaldada por un clima sedicioso que se expresaba en todo el país, así los testimonios de la oficialidad peninsular dan cuenta de cómo “hasta los adoquines” respiraban ansias de libertad en La Habana.

El 22 de enero de 1869 en el Teatro de Villanueva transcurría la representación de Perro huevero aunque le quemen el hocico, de Juan Francisco Valerio, a cargo de una compañía bufa, con la tropa de los llamados Voluntarios apostados alrededor del teatro circular de madera. Cuando el público dio vivas “a la tierra que produce la caña”, secundando uno de los parlamentos finales —y hay quienes afirman que también se escucharon vítores a Céspedes y a Cuba Libre— se inició la descarga de fusilería. Los Voluntarios irrumpieron en el teatro y dispararon a quemarropa sobre los allí congregados y cuentan los cronistas que por tres días las tropas soberbias asolaron la capital, atreviéndose a entrar, incluso, en el palacete del poderoso hacendado Miguel Aldama, sede actual del Instituto de Historia. 

Los hechos han pasado a la historia como “los sucesos del Villanueva” y desde los años ochenta del pasado siglo, iniciados con el Primer Festival Internacional de Teatro de La Habana, teatristas y amantes del arte de las tablas conmemoramos la fecha como el Día del Teatro Cubano.

El crimen del Villanueva cerró la primera temporada del recién nacido teatro bufo cubano, el cual no volvería a los escenarios hasta los meses posteriores a la culminación de la Guerra de los Diez Años, tras el regreso del exilio de los integrantes de las compañías bufas, quienes debieron salir del país.

Ya en ese tiempo tiene lugar una renovación en la estructura de los programas, la galería de los personajes, los ritmos y bailes, así como en los modos de representación, en particular en lo tocante al diseño del espacio escénico, de acuerdo con los horizontes socioeconómicos, políticos y, por supuesto, estéticos de las décadas finales de siglo que preludian el advenimiento del XX.

No ha sido posible obtener siquiera un estimado de las víctimas —todas civiles—de aquella trágica noche habanera que ratificó el surgimiento de un teatro nacional de vocación social y carácter popular. La censura hizo lo imposible por ocultar la magnitud del suceso que, no obstante, consiguió alcanzar nuestra época trasmutado en elocuente símbolo.

De este modo cada 22 de enero el Teatro Cubano luce sus galas. Conmemora con orgullo su nacimiento y celebra su carácter cívico. Su condición de arte que se realiza en un perenne presente, de discurso del cual se apropian los pueblos para expresar sus más encendidos anhelos. 

En sus tablas se modela la Patria. Desde ellas se prefigura el futuro y se convoca la vida y la esperanza. 


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