¿Quiénes (y por qué) se lanzan contra José Martí?


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Todo intento serio de aprehender, representar y trasmitir la vida y la obra de José Martí, su significación, se las verá con un hecho de la mayor trascendencia. Se trata del legado de un ser humano, de un hombre de su tiempo, pero no igual que cualquier otro. De haber sido eso que desde la pobreza de miras suele llamarse “un hombre más”, no digamos ya “un hombre cualquiera”, no habría podido ser un hombre que, lejos de agotarse en su época, sigue y seguirá siendo un hombre de todos los tiempos.

Quienes no sean capaces de verlo en esas dimensiones, o no lo quieran ver, perderán el rumbo. Si no hubiera sido un ser humano extraordinario, no habría tenido la capacidad de influjo, de imantación, de sano y fundador hechizo que tuvo en vida y continúa teniendo. Vivió —y fue consciente de ello— a otra altura, y en ella ha de apreciársele. Tampoco cabe olvidar que tampoco todos los seres humanos excepcionales se igualan entre sí, pues tienen sus rasgos distintivos propios.

Eso último es algo de lo que parece innecesario enumerar ejemplos, y no es el tema de las presentes líneas, leíbles en el camino del artículo “José Martí: crecer con el hechizo”. Ese texto se publicará asimismo por estos días (en la edición digital de Bohemia, como adelanto de la impresa) y roza el tratamiento de nuestro héroe en obras de arte, particularmente en la atendible pieza teatral Hierro, del dramaturgo Carlos Celdrán.

Ahora se trata de un hecho ostensiblemente burdo y repudiable: la profanación cometida contra bustos de Martí y que ha recibido el justo aborrecimiento de la inmensa mayoría del pueblo cubano, como lo habrá suscitado también entre otras personas decentes en distintas partes del mundo, cualesquiera que sean sus ideas políticas. Pero no era necesario que la grosera profanación ocurriese para venerarlo —o continuar venerándolo— y condenar todo aquello que pueda considerarse un modo de ultrajar su memoria. Ni sería necesario remontarse mucho al pasado para conocer y despreciar graves actos protagonizados contra él en Cuba por personas nacidas en esta tierra. Eso lo ha tratado en otras páginas el autor del presente texto, como en “Viles frustrados contra José Martí”, sobre la mencionada profanación y aparecido en la edición digital de Bohemia, revista que también lo reproducirá en la impresa.

Hace pocos años los realizadores de una película se permitieron incluir en ella —y defender el oprobio como supuesto derecho a la libertad de expresión— un abyecto insulto al mayor de los cubanos. A ello se refirió el articulista en “Balas ominosas contra José Martí”, publicado en Cubarte, y no es casual que aquel hecho, harto irrespetuoso, sea recordado ante la mancilla de los bustos del héroe. Lo peor de ese tratamiento, profanador también, fue quizás que la respuesta institucional y personal de quienes tenían el deber administrativo, cultural y ético de enfrentarlo no se sintió tan rotunda como debió haber sido.

La aludida película dio prueba de hasta qué repudiable punto se puede esgrimir el criterio “posmoderno” de que nada es sagrado ni debe considerarse libre de que se le irrespete. Ese ha sido uno de los “logros” cosechados en las últimas décadas por la academia que se trasladó de sus vetustos centros europeos a universidades de los Estados Unidos. Una actitud asociable a tales “logros” la han revivido quienes, en el seno de la contrarrevolución anticubana radicada en aquella potencia imperialista, celebraron y avalaron grotescamente la profanación de bustos de Martí sobre los cuales individuos inescrupulosos y abyectos —y contrarrevolucionarios ellos mismos, huelga decirlo— vertieron sangre de cerdo.

En una conversación alguien comentó que con esa sangre podría compararse la que corre por las venas de los profanadores, y por las de quienes los usaron como a instrumentos inmundos. Pero otro interlocutor acotó que seguramente la comparación sería injusta con familiares de los delincuentes, y hasta con una especie animal de gran utilidad para los seres humanos.

Un claro reportaje televisual sobre los hechos mostró a un aldeano vanidoso, y detestable como el resto de la manada antimartiana, que intentó avalar la presunta inocencia de uno de los delincuentes participantes en la profanación —un amigo suyo, según él (dime quiénes son tus amistades, y te diré quién eres)—; pero, ante la evidencia de que era culpable, terminó preguntándose por qué no se iba a poder verter un poco de sangre —de cerdo, aunque no lo dijese explícitamente— “sobre Martí”. Ni siquiera dijo “sobre un busto suyo”, sino “sobre Martí”. Eso y mucho más se vio claramente en el reportaje, que acaso pudo haber prescindido de comentarios. Habría bastado mostrar físicamente a los bien llamados vándalos, cuyos rostros hablan por sí mismos, como sus palabras, sin que para apreciarlo resulte necesario ser especialmente lombrosiano.

Es justo que tales hechos y quienes los cometieron o auparon, y siguen aupándolos, se conozcan, para que el pueblo los repudie con pleno conocimiento de la verdad. Con ella se aprecia hasta qué punto de horror puede la contrarrevolución ser antinacional, antipatriótica. Ante el ultraje se ha recordado el cometido por marinos yanquis contra el monumento a Martí en el Parque Central de La Habana, en la República neocolonial. Pero la República cubana de hoy es otra, muy diferente, y no permitirá que pase impune ningún insulto a sus héroes.

Con aquellos marinos han emulado en la ignominia quienes de distintas maneras han protagonizado o celebrado la profanación de bustos de Martí. Refiriéndose a la reciente profanación, uno de los personajes cuyos rostros graficaron el reportaje citado, y que residen en los Estados Unidos, eufóricamente vociferó que por fin Cuba empezaba a cambiar, a hacer algo. Desde aquel entorno se apoya —y se financia— a delincuentes comunes presentados como si fueran luchadores por la libertad.

Salvo para quienes no lo quieran ver, cada vez resulta más ostensible un hecho: esté donde esté, la contrarrevolución es un instrumento de la potencia imperialista que, desde que se fundó como nación, ha intentado apoderarse de Cuba. En gran medida lo consiguió en 1898 —con su intervención en la guerra que el pueblo cubano libraba contra el colonialismo español—, y mantuvo su conquista hasta el triunfo de la Revolución en el alba de enero de 1959.

Para tener una prueba rotunda de la conciencia de frustración de los imperialistas y sus lacayos ante el empeño revolucionario que no han podido revertir, y les hace comprender que no podrán revertirlo jamás, basta percatarse de un hecho: la necesidad que la arrogante potencia tiene de acudir al servicio de individuos groseros e ignorantes, de la peor estofa, con quienes ninguna persona decente querrá verse vinculada.

La ignominia no mancha solo a los protagonistas directos de los hechos execrables y a quienes asumen públicamente su financiamiento: alcanza en general al imperialismo, y en especial a sus cabecillas, que los utilizan y, si no los avalan abiertamente para no enlodarse de modo todavía más palmario en el descrédito, tampoco los condenan. Pero ¿cómo podrían condenar a soldados suyos, mercenarios a quienes en el fondo despreciarán, pero los manejan como a los patéticos peones que son?

El imperio sabe que, si pudiera devaluar a Martí, desmontar sus enseñanzas, borrar su dimensión de héroe sagrado, privaría a la Revolución Cubana de su fundamento moral, del hombre a quien Fidel Castro llamó guía eterno de nuestro pueblo. Pero, aunque el imperialismo mantuviera el poderío que en su decadencia va perdiendo, eso no lo conseguirá jamás.

A los vándalos que se prestaron para ultrajar bustos de Martí, y a los patrocinadores de sus actos, se encargará de enjuiciarlos y condenarlos la historia, así como los condenarán, en general, las personas decorosas de nuestro país y del mundo entero. En lo que atañe a Cuba, los condenarán también las leyes, y el repudio que merecen no es razón para olvidar el difícil equilibrio informativo que debe procurarse para no disimular los hechos ni contribuir a que el merecido aborrecimiento funcione como la promoción que los inmorales vándalos pudieran disfrutar como presunto éxito.

Sobre todo, la relación de la patria cubana con Martí no debe ni con mucho centrarse ni se centrará en despreciar a sus enemigos como ellos merecen. El Maestro convoca a su pueblo —a la gran mayoría, que hace suya la Revolución, y la defiende— a estudiarlo y, ante todo, a seguirlo como la guía vital que es; a conocer cada vez mejor la historia y las tradiciones emancipadoras de la nación; a fomentar una civilidad que no deje resquicios para la indecencia y los comportamientos marginales, lacras que fomentan actitudes y pensamiento propiciatorios de todo lo indeseable.

En acto de profunda lealtad a Martí corresponde al pueblo cubano fortalecer y acendrar su cultura revolucionaria, y prepararse para seguir triunfando en la guerra de pensamiento que se le hace hoy, como se le hacía en tiempos de Martí, quien reclamó ganarla a pensamiento. Y todo sin olvidar que quien sostenía que “trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”, organizó una guerra necesaria para independizar a Cuba y, en lo más profundo de sus planes, impedir a tiempo la expansión imperialista de los Estados Unidos. Para asegurar la victoria urge fortalecer la economía del país, de modo que ella sea verdaderamente próspera y sustentable, y él —el país—crecientemente amable y vivible.

Junto a esos propósitos, que cada vez más han ser realizaciones sólidas y peldaños para nuevos logros, tiene Cuba una convicción plasmada por Martí en una circular de julio de 1893 a los clubes del Partido Revolucionario Cubano, creado por él para sentar, desde los preparativos de la guerra por la independencia, las bases de la república por la cual valía la pena luchar. En dicho documento sostuvo: “la pobreza pasa: lo que no pasa es la deshonra que con pretexto de la pobreza suelen echar los hombres sobre sí”.

En eso y en cuanto más le corresponda acometer, el pueblo cubano y quienes lo dirigen han de hacerlo todo lo mejor posible, para que no sean responsabilidad suya los posibles reveses. Actuar de otro modo sería un servicio brindado al imperio que hoy arrecia el cerco criminal impuesto a Cuba durante seis décadas. No hay motivos para suponer que vaya a levantarlo, salvo que lo hiciera para tragarnos por los caminos de la seducción, del ofrecimiento de la zanahoria, táctica de la que ya también ha dado señales claras o, mejor dicho, turbias.

Para continuar la lucha tiene Cuba de su lado las lecciones de Martí, contra quien lanza en su desesperación la potencia imperialista a individuos de la peor calaña, representantes de la más abominable grosería y de una ignorancia por la cual, si no merecen que se les tenga compasión, es por el pozo de maldad y desvergüenza que los caracteriza. Pero, como en su memoria poética del presidio que le impuso el colonialismo español para castigar su lealtad a la patria, Martí seguirá pasando sereno, y limpio, entre los viles. Nada que lo manche podrán ellos hacer. Si tenemos el deber de defenderlo, no es porque él lo necesite —lo defienden su vida y su obra—, sino porque necesitamos cultivar la luz de su legado, y cuidarla, para guiarnos por ella.


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