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Raúl Corrales en la memoria


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Pocos días antes de su muerte, tuvimos Corrales y yo la que sería nuestra última conversación en la sala de su casa. Estas charlas se habían hecho frecuentes y eran la expresión de una amistad que se consolidó en el tiempo. Disfruté de ese raro privilegio y así conocí muchas de sus opiniones sobre su obra, su vida y sobre otros fotógrafos cubanos y extranjeros. Corrales era preciso en sus juicios, directo, frontal, no se andaba con rodeos. Sus conocidas “malas pulgas” las deponía cuando conversábamos, a veces copas mediante. Aparecía entonces el típico conversador criollo y reyoyo, lleno de anécdotas y recuerdos.

Lo conocí de la mano de Jaime Saruski, su amigo y colega en los intensos días del Retrograbado del periódico Revolución. Con el polaco, como le decía a Saruski, fui las primeras veces, después me convertí en asiduo sin la necesidad del introductor. En aquellos diálogos siempre afloraba la fotografía y sus avatares en la imagen desde que siendo apenas un niño tomó una camarita en las manos. Llegar a las ocho décadas de vida, venir de una familia humilde, haberse alegrado hasta la felicidad por el triunfo de enero de 1959 y contribuir con sus fotografías a la consolidación de la Revolución cubana, de la que conoció personalmente a sus principales líderes, a quienes retrató, hizo que Corrales acumulara una vivencialidad que se convirtió, con el decursar del tiempo, en ricas memorias y anécdotas asociadas a la imagen.

Corrales podía ser implacable en sus juicios, pero no buscaba la injusticia en ellos, eran solo el fruto de su interacción dinámica con los semejantes y los malos recuerdos de algunos momentos. La familia era punto y aparte. Fue la cabeza de un núcleo familiar compuesto por Norma, su esposa y fiel compañera de toda la vida, y tres hijos que pronto comenzaron a aportar sus respectivos nietos.

Margarita Bourke-White fue su referente en la fotografía; la anécdota con Richard Avedon en 1959, la contaba a veces con desgano, de tanto repasarla; su experiencia con el Che Guevara dejaba a otros que la contaran, y recibía siempre el reconocimiento de los demás protagonistas de la denominada “fotografía de la épica” (Korda, Liborio, Salitas, Ernesto Fernández, entre otros) que le llamaban “maestro”. Supo crear un grupo reducido de amigos y sabía compartir con ellos las visitas de fines de semana, tardes en las que se amenizaban extensas tertulias. Cojímar era su reducto, el de la familia y el de la evocación del tiempo.

Para Corrales “mirar” se convirtió con los años en un ejercicio de destreza. Me comentó que observaba escenarios, esquinas, personas componiendo y encuadrando mentalmente, conformó así una suerte de sensibilidad instruida que se adiestró gradualmente hasta la perfección. Las imágenes que Corrales documentó no se parecen a las de ningún otro fotógrafo, aún los del núcleo duro de la fotografía cubana de los sesenta, son imágenes únicas y me atrevo a decir algo arriesgado, el riesgo de la perogrullada, pero que es una convicción: no se puede escribir la historia de la fotografía cubana, la de antes y después de 1959, la presente también, sin su nombre y sin su espléndida obra. Corrales realizó los primeros ensayos fotográficos, enseñó con ellos un camino a los demás, realizó fotos que se convirtieron en referentes, fue el “ojo de los sesenta”, pero ya antes, en los cincuenta, había logrado imágenes de hombres y niños humildes, de Cojímar, de Ernest Hemingway, y de simples pescadores, que son obras maestras ya para aquel tiempo.
   
La Revolución le ofreció el gran espectáculo de las imágenes, el multitudinario y poderoso espectáculo de la sociedad en erupción; y lo supo registrar junto a otros que convirtieron, entre todos ellos, esas imágenes en palomas mensajeras que llevaron a los cuatro puntos cardinales los rostros de los líderes y el del pueblo que los apoyó. Con sus fotografías la Revolución devino imagen mediática y circuló por el mundo.

Su ensayo fotográfico sobre la batalla de Playa Girón es un clásico en su género. Ahí están los fotogramas llagados por el mar cuando Corrales cayó de bruces al agua de la playa, al encabritarse el vehículo de combate donde viajaba detrás de tanque ocupado por Fidel Castro. Un libro de imágenes recoge esas instantáneas gestadas por el avezado cazador de momentos.

Vuelvo al inicio. Aquella tarde, mientras conversábamos le pedí que me dejara fotografiarlo, nunca lo había hecho y aceptó. Así tomé probablemente una de las últimas imágenes que se le hicieron al maestro. La próxima vez que lo vi, días después, estaba tendido, sin vida, en una camilla del policlínico situado al lado de la casa. Su hijo Raulito me llamó esa madrugada para que acudiera de inmediato a la casa donde el dolor y la tristeza pesaban como una losa. Esposa e hijos, estremecidos por el acontecimiento, rodeaban el cuerpo exánime del jefe del clan. Había fallecido uno de los grandes maestros de la fotografía cubana.

Me parece muy importante y justo que la Fototeca de Cuba le rinda este homenaje por sus nueve décadas de vida, justo el día que se conmemoran los nueve años de su desaparición física, al autor de Atarraya, El sueño, Caballería mambisa, Primera Declaración de La Habana, Stetson, Beautyrest, El Pollo y tantas otras imágenes antológicas sobre Cuba y sus gentes. Corrales pertenece a lo más espeso y mejor de nuestra cultura. Su mirada capturó y perpetuó la esencia del país, de los sesenta en Revolución, del campo, de Cojímar, de las escuelas al campo; su mirada y su talento documentaron esta tierra y esta sociedad como pocos, ensancharon y elevaron el rango ya alto y sustancioso de la fotografía cubana.

Fue cronista de su tiempo, pero por encima de todo fue un artista. Lo diré mejor, un gran artista. Todavía es temprano para juzgar su obra, es necesaria la distancia de los años para ser objetivos, pero algo se puede adelantar, al menos yo lo hago: fue un artista de una estatura tal que el tiempo y la crítica se encargarán de colocar en su verdadera dimensión.  


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