Sobre la cubanía / Por Eusebio Leal


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Causas tenemos los cubanos para hacer memoria y para celebrar el 20 de octubre, porque en una fecha como esa, en admirable conjunción, se unieron la poesía y el sentimiento nacional de rebeldía.

Al término conmemorar —o sea, hacer memoria— habría que agregar otro mucho más férvido: celebrar. El 20 de octubre de 1868, después de una reñida victoria en la valientemente defendida plaza de Bayamo, el fundador de la nación, Carlos Manuel de Céspedes, acudió a las gradas de la iglesia patricia de San Salvador de Bayamo. Y allí su amigo, el general Pedro Figueredo, distribuyó en cientos de octavillas la letra del himno que muchas veces había recompuesto con partes de otros himnos y melodías que recordaba, pues no era músico, y que un coro interpretó y el pueblo coreó.

Su hija Candelaria llevaba el traje blanco con los atributos de Cuba: el gorro frigio y la estrella solitaria. Por eso, se tomó la determinación justa de que el día 20 de octubre se celebre el Día de la Cultura Cubana.

Las preguntas hoy serían: ¿Qué es esa cultura? ¿Puede acaso una nación o un proceso, cualquiera que este sea, prescindir de tal elemento que es como el mar sobre el cual se desliza —precisamente— la conciencia de toda la nación?

La cultura es la amable creación que, a partir de muchas fuentes, se forjó en el tiempo. La cultura no es solamente un legado libresco ni tampoco el conocimiento detallado de mil anécdotas, sino —además— el estado de ánimo en el cual percibimos las muchas señales de nuestra identidad.

Un signo de la cultura es —por ejemplo— lo que comemos. Solemos decir «los cubanos no pueden comer sin arroz». Soportamos unos días, nos parece maravilloso este o aquel comestible, pero —de pronto— hay una nostalgia por el arroz que resulta un elemento aglutinante de casi todos nuestros platos. El arroz fue importado desde Santo Domingo, donde Nicolás de Ovando ordena que, según la experiencia árabe en la Península, se plantase este cereal en las nuevas tierras.

Hubo otra vía por la que también llegó el arroz a Cuba: la del Galeón de Manila o Nao de la China. Zarpaba anualmente esa nave de Filipinas, con rumbo a Acapulco, en la costa del Pacífico de Nueva España, trayendo a bordo múltiples mercaderías: abanicos, mantones, porcelanas, sedas…, además de las codiciadas especias.

Tras arribar a costa mexicana, parte de esa carga era trasladada a lomo de mulo hasta Veracruz y de allí volvía a embarcarse con destino a La Habana.

Así, el arroz es uno de los componentes del menú tradicional cubano, como lo son la carne de puerco y los frijoles negros.

Fue Cristóbal Colón quien trajo el cerdo durante su segundo viaje a América y lo introdujo en Santo Domingo. Por su parte, los frijoles negros son el fruto de nuestra temprana relación con México y Centroamérica, mientras que el plátano ve florecer su primera cepa, después de Canarias, en su tránsito de la costa africana a Santo Domingo, que tiene también esta primacía. Después vendrán el maíz, el tomate y demás alimentos que se intercambiaban entre las costas americanas.

Una suerte de reduccionismo lleva a que, cuando nos preguntan qué es la comida cubana, respondamos enumerando los productos arriba mencionados. Sin embargo, hay mucho más, como son esos sabrosos dulces cuya receta guardan en secreto nuestras abuelas…

Si nos deleitamos con un buñuelo —por ejemplo—, vale recordar que, cuando Colón se quejaba de que el pan venido de Castilla se agusanaba en estas tierras, aquí existía otro con el que remediarse.

Me refiero al casabe, que todavía es un plato de la mesa en Santo Domingo y en el oriente de Cuba. No obstante, si alguien se aparece de pronto en esta sala con una penca de casabe, a lo mejor muchos se sienten sorprendidos porque jamás lo han probado.

La miel de abeja y la caña de azúcar vendrían de la Península. La segunda saldría de Andalucía, donde había sido plantada con éxito, transitaría por Islas Canarias y Santo Domingo, hasta arribar a Cuba, que se convertiría en la azucarera del mundo.

Es muy curiosa la percepción de los diferentes alimentos. Cuando llegamos a México y nos dicen que les agrada el chile habanero, para muchos de nosotros es totalmente desconocido. Solo cuando era niño recuerdo que se enchilaban —de vez en vez— unos camarones o unas langostas, pero sin mucha pimienta ni ají porque no era costumbre cubana usarlos en demasía, sino que resultaba más bien, como un reflejo del clima: una comida agradable y para todos.

Ahora pasamos a esa otra faceta de nuestra cultura que es necesariamente la música.

El sabio que, con más intensidad y profundidad, nos podría llevar como Diógenes —con una lámpara en la mano— a buscar lo que queremos saber, don Fernando Ortiz, nos habla de la riqueza del folclor y de la música de Cuba. Y sitúa sus raíces —ante todo— en el palpitar casi imperceptible de lo indígena.

Recordamos que Álvaro Núñez Cabeza de Vaca narra en su libro Naufragios cómo el primer ciclón de que se tiene noticia, sorprendió en 1527 a los conquistadores en el Puerto de la Trinidad. El propio expedicionario refiere: «Oímos toda la noche, especialmente desde el medio de ella, mucho estruendo grande y ruido de voces, y gran sonido de cascabeles y de flautas y tamborinos y otros instrumentos, que duraron hasta la mañana, que la tormenta cesó».

Eran los indígenas que intentaban, con tales danzas y ceremoniales, conjurar el furor de los vientos.

Durante una visita a la Cueva de Punta del Este, en Isla de Pinos, don Fernando encuentra en la representación del ciclón, el origen de los círculos concéntricos que hacen de dicha caverna la Capilla Sixtina de los aborígenes antillanos.

En sus inicios, nuestra música respondía a esa raíz, y luego se nutrió de la fuente española, de la cual vienen la guitarra y el laúd. Además, con gran riqueza se le incorporaron los tambores de distinto origen, tales como los que atesora el Museo de la Música; entre ellos, el juego de tambores de Arará, conjunto de gran antigüedad y belleza.

Las ceremonias religiosas de los africanos influyeron en la rumba cubana. Paralelamente, la saeta andaluza y el cante de los canarios hicieron reinar —por siempre y hasta hoy— la guitarra en los campos de Cuba. Los criollos cubanos agregaron a la guitarra el magnífico güiro y, aprovechando la singular sonoridad de nuestras maderas, las claves.

Comida, música… y la influencia de nuestra geografía.

Por el mundo en que hemos nacido, nuestra psicología está signada por nuestra realidad insular. Esto se lo explicaba a un grupo de jóvenes mexicanos que emprendían una investigación sobre Cuba. A ellos les decía que somos totalmente distintos porque la isla pesa en nosotros.

Recuerdo una noche en Lima, estando en la casa de unos compañeros cubanos, el niño pequeño de la familia pidió con insistencia al padre que lo sacase a dar un paseo. Salimos juntos en el automóvil, y finalmente el papá le preguntó: «¿A dónde quieres ir?» Y nunca olvidé la respuesta de aquel niño, que debe ser ya un hombre: «Papi, llévame a ver el mar».

Porque la angustia de casi todos los cubanos es el mar. Cuando estamos en las capitales intramontanas de Europa, de África o de cualquier parte del mundo… queremos ver, aunque sea como en Montevideo en la orilla porteña, un falso mar. El mar nos es indispensable.

En realidad, no somos una sola isla grande, aunque nos cueste tomar conciencia de ello. El hecho de que exista otra, con tantos nombres: Isla de San Juan Evangelista, Isla de Pinos, Isla del Tesoro, Isla de la Juventud…, debía recordarnos que ni siquiera somos dos, sino mil 600 islas e islotes que forman un archipiélago.

Cuando hace unos pocos meses a los ingenieros cubanos Orlando Rodríguez Pérez y Raúl Lena Martino les entregaban el Premio Puente de Alcántara (puente romano que, construido por el arquitecto Lacer en tiempos de Trajano, está ubicado en los confines de la comunidad autónoma española de Extremadura, en los límites con Portugal), lo merecían por la colosal obra del pedraplén de Caibarién a Cayo Santa María, que demoró siete años de trabajo —día y noche— y que conllevó el lanzamiento de miles de toneladas de piedras en dos direcciones sobre el abismo de las olas.

Y esa voluntad de transponer el mar creando puentes, a la par que mantenemos nuestra cultura, soberanía e independencia, es una urgencia para los que vivimos en esta isla. Así lo afirmaba, categóricamente, el padre Félix Varela: «Yo soy el primero que estoy contra la unión de la Isla a ningún gobierno, y desearía verla tan Isla en política como lo es en la naturaleza».

Al preguntárseme si vendrían o no los cruceros, y alguien señalar que eran un peligro porque —decía— no traen nada, dejan sucia la playa y, total, vienen a ver cuatro palmas…, contesté que eso será en otra parte, aquí no. En nuestro país chocarán con el hechizo de la cultura cubana, que ya se avizora desde que se ven, en la distancia, la ciudad de La Habana, o Cienfuegos, o Trinidad, o Santiago de Cuba... La cultura es nuestro valor añadido a la naturaleza.

De niño, muchas veces oí a los chinos decirse «paisanos». Y años después, en España, a algunos españoles les escuché expresar: ese paisano es de tal lugar, o sea, de un determinado país, territorio… La nación fue una aspiración y por ella luchamos. Mientras que la patria resulta un concepto más elevado, más profundo, más abarcador… y que por su esencia, es moral.

El término de nación es territorial, singular…, pero la patria es moral y, como tal, abarca a los cubanos que están aquí o en cualquier lugar del mundo, y que sienten esa filiación y los deberes que ser cubano conlleva.

Esa constituye otra verdad que implica la cultura. La sangre llama, pero la cultura determina. Debemos oponernos a cualquier intento que trate de escindir, dividir, cuadricular, fragmentar —en una u otra dirección— el cómo somos. Somos como somos…

Si yo tomo una fotografía de esta sala, la nación es tal cual está aquí. Y así tenemos que aceptarla: Pueblo que se niega a sí mismo, perece. En esto radica otro concepto muy importante de don Fernando Ortiz: asumir la patria, la nación y el país, tal y como se ha construido y hecho.

Hemos ido evolucionando y cambiando, en la medida que, tomando conciencia de todos estos valores, a partir de determinado momento nos sentimos distintos a España y a cualquier otra raíz o razón de origen. Pero para saber qué significa ser cubano, hay que interpretar los acontecimientos precedentes. No podemos dar coces contra el aguijón ni modificar el pasado, sólo explicarlo. Lo único que podemos cambiar, hasta cierto punto, es el futuro.

Entonces, el pasado requiere una interpretación. Durante el V Centenario del gran viaje de Cristóbal Colón hubo dramáticas confrontaciones en todas partes. Y como esto es una república literaria y debemos hablar usando los términos y las anécdotas —tales y como fueron—, recuerdo cuando se me invitó a un congreso en Panamá, en recordación de la anfictionía bolivariana, cuyo tema era el V Centenario. Había delegaciones de toda América. Y debo exponer —literalmente— lo que se dijo. Perdonen las damas si se trata de una grosería, pero es histórico.

Los distintos representantes fueron subiendo e hicieron sus discursos. Delante, en la primera fila, estaban el arzobispo, el presidente, embajadores, otras personalidades… y cada uno dio su opinión de lo que debía de celebrarse o conmemorarse.

A partir de las comisiones creadas, Cuba estaba dispuesta a conmemorar, a hacer memoria objetiva de los hechos. Para mí, era la historia de la Humanidad que se repetía. Ni nosotros mismos habíamos sido una excepción en este continente.

La historia del mundo era la historia de la sobreposición de las culturas, de la cultura del vencedor, del aplastamiento de unos por otros: era la historia de Roma con Etruria, la historia de los propios romanos en relación con el legado griego, la historia de los aztecas con respecto a los pueblos tributarios, la historia de los mayas en cuanto a otros pueblos pequeños, la historia de los incas en su avance imperial e incontenible hacia el sur y el norte…

Y era también la historia del descubrimiento o del encuentro de las culturas del Nuevo y el Viejo Mundos. Ese era el concepto. Y teníamos que partir de ahí y saber que nosotros hoy éramos distintos a todo lo anterior, pero éramos fruto de ello.

Finalmente, llevando un maravilloso sombrero borsalino, una gran trenza cepillada hasta la cintura y un poncho de Castilla, el cacique de Otavalo subió y dijo: «Señoras y señores, yo me cago en el V Centenario».

Aquello fue la hecatombe. Cuando terminó el discurso y lo que él creyó conveniente manifestar, yo, que conozco muy bien a Otavalo, por haber estado unas dos veces allá, me acerqué al otavaleño y le expresé: hermano, tienes que dejarnos un espacio a nosotros también, porque la cuestión hoy es de clases, más que de raza. La lucha que llevamos es la lucha de los pobres, es la lucha de los justos, es la lucha por una sociedad mejor que al menos para nosotros, que venimos de una revolución social, tendrá que ser una realidad abarcadora. Si lo vamos a convertir nada más que en una cuestión étnica, no podemos hacer nada.

Todavía nadie me ha podido explicar el por qué las indígenas bolivianas llevan en su cabeza un sombrero que la fábrica italiana de Borsano solamente produce en la actualidad para Bolivia y para Puno, en el Perú.

Cómo pueblos tan conservadores y tan apegados a su tradición, pudieron colocar como corona de su traje nacional un sombrero italiano de los días de Martí. En Bolivia, ninguno de los etnólogos ni de las personalidades que consulté me lo pudieron revelar. Era para mí una curiosidad, pero en última instancia había una razón: se trata de un fruto del encuentro.

Cuando Martí señala: «Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España», lo que expone es el concepto de una realidad, que trata de conformar culturalmente, al darse cuenta de que la cultura era lo decisivo y determinante en su propio proyecto político.

De ahí que no podemos empezar el análisis de la cultura o de la historia con denostaciones. Marx dio la fórmula para poder entenderlo cuando expresó que se debe partir de lo general hacia lo particular y viceversa. De lo contrario, sería imposible. Si no situamos las cosas en tiempo y espacio, no entenderemos absolutamente nada de nada.

Tratando de explicar esa dialéctica, cierta vez Fidel resolvió de manera magistral el tema de la diversidad o de la diferencia comprensible entre los revolucionarios de ayer y de hoy: «Nosotros entonces habríamos sido como ellos, ellos hoy serían como nosotros». Y ahí mismo puso freno a las especulaciones de laboratorio que tratan de hallar o de explicarse los conceptos de ayer con criterios actuales.

La cultura, ante todo, es el dominio de tales instrumentos. Hay quien siente la música, pero no puede crearla. Hay quien quiere explicar la poesía, sin saber que lo esencial es sentirla, porque la poesía no tiene explicaciones.

Una vez vino a preguntarme sobre las razones de lo que él consideraba una superchería: la ceremonia de darle tres vueltas a la Ceiba del Templete. Al contestarle, le expresé que existían motivaciones infinitas, porque hay mucho de misterio en esa costumbre; se podía —incluso— poner como fondo musical ese maravilloso poema cantado por Teresita Fernández, una de cuyas estrofas reza «Dame la mano y danzaremos, dame la mano y me amarás…»

Esa podría ser una definición; o sea, tratamos de darle la mano al tiempo perdido. Y así habría que preguntarse por qué se echan tres monedas al agua en la Fontana di Trevi, en Roma, o por qué tal cosa, esto o aquello… y mil leyendas más.

Todo no puede ser analizado racionalmente. Tenemos que dejar un espacio necesario a la poesía. Es más, no se pueden dar determinadas batallas sin ella, pues serían técnicamente imposibles. Y lo mismo sucede cuando tratamos de explicarnos muchos grandes e importantes acontecimientos de la historia.

Los cubanos somos como somos. Y ese concepto de Martí está expresado en sus Versos Libres. «Éstos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestados». Y eso podríamos aplicarlo a nuestra cultura.

Actualmente, se enseña poco de la historia de América Latina. Hoy, ante ciertos procesos, es indispensable y necesario conocer la historia, porque únicamente ella logra explicar lo que está pasando.

Puedo comprender los acontecimientos actuales en Bolivia. Cierta vez me explicaron que frente a la mansión presidencial, la cual ardió en llamas durante un motín, se conserva la farola en la que ultimaron al presidente Villarroel.

No me extraña nada lo que pueda pasar ahora, porque desde que leí Metal del diablo. La Vida del Rey del Estaño, de Augusto Céspedes, me fue posible entender —digamos— qué conflictos y problemas existen en el Alto Perú, cómo surgió esa nación y cuáles dificultades infinitas existieron para crearla.

Conocer qué sentimientos sobrevolaban entonces la América, las razones para que un joven venezolano fuese su primer presidente, y los motivos de Bolívar para no aceptar que se le diese —simple y llanamente— su nombre, y que solo se transara por el de Bolivia.

De estas necesidades y urgencias de saber, viene también nuestra infinita libertad de ser un archipiélago íntegro donde, excepto la espuria e ilegal frontera de Guantánamo, no tenemos deuda ni reclamación con nadie.

Hace años que la diplomacia y la ciencia cubanas defendieron nuestra noción de insularidad: de la Isla, su plataforma y aguas territoriales. Desde tiempos antiguos tenemos ese concepto de nuestras fronteras, que fueran salvaguardadas por españoles y criollos frente a las incursiones punitivas de piratas y corsarios, y así surgió esta pléyade de fortificaciones, este esperarlo todo de la playa.

Los cubanos vivimos siempre mirando al mar, aguardando lo bueno y lo malo. Por el mar vinieron la bandera y las expediciones patrióticas, también nuestros enemigos y adversarios. Del mar llegaron los buques que rompieron un bloqueo anterior y el actual. El mar nos es fundamental pues aporta una frontera de distanciamiento y de unidad, pero también de libertad.

Al analizar nuestra historia, observamos un desarrollo siempre creciente hacia un objetivo en el tiempo. Unas veces con conciencia, otras, no, fueron desarrollándose —con notable celeridad y coherencia— los conceptos de país, nación y patria.

Herencia amarga de la disolución del viejo orden colonial, que fuera deshecho al paso de los ejércitos libertadores, las nuevas naciones latinoamericanas modelaron su identidad delimitando fronteras, no solo geográficas sino también culturales —sutiles a veces—, aunque compartimos un universo de tradiciones, cultos y una noción de pertenencia común que nos une misteriosamente.

A pesar de nuestra condición insular, los cubanos nos inclinamos vehementemente a favor de la unidad continental, atisbando en ella la única solución posible a los problemas que enfrentamos. Favorece esta aspiración el hecho de que el mar nos une y separa —a la vez— de los otros países, distanciándonos muchas veces de querellas heredadas o creadas en el difícil proceso de la construcción política de las repúblicas.

Disputas fronterizas o territoriales, guerras favorecidas por los intereses locales o foráneos… han debilitado la capacidad negociadora, indispensable para la unidad, dejando al injerencismo norteamericano los caminos expeditos para sus ansias de dominación.

Sacrificados a esa vocación, nos es lícito evocar al Libertador, Simón Bolívar, en Santa Marta; a José de San Martín, en su largo exilio; a Francisco Morazán y su doloroso destino, y, como tema de meditación, en los días fundacionales de la nación cubana, la deposición y muerte de Carlos Manuel de Céspedes.

Al analizar todo esto nos damos cuenta de que la memoria y la cultura son indispensables para la defensa de nuestra causa. Por ello se hace necesaria una historia comparada de Cuba y América Latina. Y hasta una historia comparada de Cuba y el mundo, que nos permitirá comprender y conocer el por qué y el cómo —por ejemplo— se edificó nuestra diplomacia y nuestra política exterior.

Carlos Manuel de Céspedes, el genio adelantado que no sólo proclama la independencia sino protagoniza el acto de rebeldía que inicia la gesta libertadora cubana, nombra al doctor José Morales Lemus para defender la política exterior de la recién creada República en Armas.

Hay un bello libro de Enrique Piñeyro que narra la odisea de aquel ministro que llega a Washington y que, gracias al cabildeo e influyentes amistades, logra entrevistarse con el presidente Ulises Grant, quien después de escucharle le aconseja: «Sosténganse ustedes y alcanzarán mucho más de lo que desean».

Un Lemus que, siendo un hombre honorable, no era un convencido de que la independencia absoluta de Cuba fuese el camino, pues entonces existían diversas tendencias, entre ellas aquella que planteaba la anexión a Estados Unidos.

Siempre he pensado cuánto pudo haber influido, incluso antes de 1868, la admiración que suscitaba esa nación vecina que, aunando a sus 13 colonias, había proclamado su independencia el 4 de julio de 1776.

Para muchos cubanos de entonces, poniéndonos en su piel y en su conciencia, Estados Unidos debió ser como fue, en un tiempo para nosotros, la poderosa Unión Soviética. Sólo veíamos sus cualidades y nadie veía los defectos.

De haber triunfado aquella opción, nos hubiéramos quedado sin bandera, sin escudo, sin tradiciones… y hasta habría que preguntarse si la conciencia actual de nuestro ser y de nuestra cultura hubiera sido otra de no haber pasado necesariamente por la decepción de la política exterior de los Estados Unidos ante las legítimas aspiraciones de los cubanos.

Y yo diría que es verdad. Hubo que transitar por eso. Como también es necesario reconocer que, en cualquier tiempo, en el seno de la nación norteamericana hubo —y habrá— amigos de Cuba que la defenderán, cuyas manifestaciones positivas hacia nosotros se apreciaron en el seno mismo de América.

Es más, la obra de Martí sería incompleta sin sus amigos norteamericanos. Ellos le abrieron espacios en la prensa, se prestaron a defender y apoyar sus proyectos, en lo que resultó como una voluntad paralela a la del gobierno norteamericano.

Documentalmente está probado que nunca, desde que el presidente Grant dijera aquellas palabras a Céspedes —y hasta hoy—, los Estados Unidos tuvieron una conciencia real de que Cuba debía ser una nación realmente libre y soberana. Es más, aspiraron a poseerla con una forma u otra de anexión o dependencia.

Ni en las armas ni en la apología estará —en última instancia— la defensa de la nación cubana, sino que será nuestra cultura la que resistirá ese debate futuro, sin dudas el más fuerte, cuando para las futuras generaciones vayan quedando atrás, como cosa remota, las grandes glorias que esta generación y las que le antecedieron realizaron: los heroísmos, los sacrificios, las tristezas, los infortunios…

Esta mañana llegamos a una obra en construcción, donde íbamos a filmar un programa televisivo, y vimos venir ingenuamente a un muchacho con una bandera norteamericana puesta en el pecho. La realizadora le pidió que se quitara de atrás porque no podía aparecer en la televisión con esa camiseta.

Yo detuve el trabajo, fui hacia él y le expliqué que no era un problema de la televisión. Porque, en realidad —le dije—, a mí no me interesa que haya banderas norteamericanas en ese tipo de ropa, lo que realmente me produce angustia es que existan personas que se las coloquen ingenuamente en sus pechos y cabezas. Y entonces choqué contra un problema cultural: su desconocimiento profundo de la historia, de las esencias…

Por eso nuestra preocupación fundamental tiene que ser moral, educativa…para persuadir a los más jóvenes con una explicación novedosa, completamente distinta… porque con discursos apologéticos, con palabras de loa, y viendo luz sin explicar sombras, no podremos nunca convencer de verdad —y concordes— a todos.

Una vez en casa del Canciller de la Dignidad, el doctor Raúl Roa, a quien recuerdo con tanto cariño y gratitud, un grupo le preguntó qué quería decir cuando expresaba: «Estamos concordes». A lo cual Roa les contestó: Mostramos que estamos de acuerdo levantando la mano; pero estar concordes quiere decir estar «con los corazones», cuyo origen latino se encuentra en la frase cum cor, cordis.

«¿Están concordes con lo que se está planteando?», inquiría en la Asamblea. Porque no solamente se trata de estar con la conciencia; hay que estar con el corazón, ese receptáculo glorioso —y gozoso— donde se depositan los sentimientos del hombre y, en primer lugar, los del amor. Mientras el cerebro se vincula con la razón, el cálculo, la idea…

Hace unos días, los masones me preguntaban cuáles fueron los sentimientos que acompañaron el nacimiento de la bandera nacional, cómo yo analizaba ese hecho, qué significaba la enseña patria…

Hablando con el Dr. Torres Cuevas, a propósito del levantamiento del 10 de octubre, coincidimos en que hay una decepcionante comparación. Se parecían demasiado las banderas de Narciso López y la de la efímera República de Texas, que se convertiría después en un estado norteamericano. Ésa es una visión.

La otra es que allí, sobre la mesa, en Nueva York, asistido por Miguel Teurbe Tolón y bajo la mirada siempre acuciosa de Cirilo Villaverde, su secretario personal, Narciso López trazó el triángulo equilátero, símbolo de la divinidad, al centro del cual no se colocó el ojo de la providencia, sino la estrella solitaria de cinco puntas que abrasaba el pensamiento liberal del mundo.

Ese triángulo era el mandil de los antiguos masones, que significa albañil, constructor de catedrales… como símbolo del ideal, de la utopía que propone la igualdad de los hombres sin diferencia de condición.

Enfrentados a los desmanes de los obispos, de los canónigos, de los señores feudales…, los masones formaron y armaron sociedades secretas para protegerse de los accidentes de trabajo, sobrellevar el infortunio de las viudas, la pobreza de los huérfanos…

Y así los hermanos se identificaron por los distintos grados de su jerarquía: maestros, maestros mayores, grandes vigilantes…, quienes, al observar la llegada inoportuna del testigo, utilizaban signos crípticos que quedaban inscriptos y grabados en las piedras, como en la antigua Roma.

Guiados por una creencia superior, aquellos constructores asimilaban a Dios como el gran arquitecto del Universo, capaz de trazar en un plano o en un proyecto, o con el dedo sobre el aire, una figura maravillosa que tenía su más perfecta expresión en la geometría de las antiguas pirámides de Egipto.

Aquellos conjurados tomaron esos símbolos para la bandera, y tomaron los colores de la revolución americana, que consideraban gloriosa porque en ella —luego de la Revolución Francesa— habían participado el gran Lafayette, y el no menos grande Francisco de Miranda.

Cuando visitamos París, atravesamos la Plaza de la Concordia para llegar hasta el Arco de Triunfo, donde está grabado el nombre de Miranda, único latinoamericano escogido por Napoleón Bonaparte. En la galería de los personajes, en el Palacio de Versalles, se conserva el retrato de Miranda, y se erigió una estatua suya frente a la del general Kelllerman, en el propio campo de Valmy.

El 25 de agosto de 1792, había sido nombrado Mariscal de Campo del Ejército Revolucionario francés, cargo que acepta Miranda como medio para promover la causa de la independencia hispanoamericana. En poco tiempo cosecha grandes éxitos militares. Al mando de una división, obliga a retroceder el 12 de septiembre de 1792, en las batallas de Morthomme y Briquenay, a las fuerzas prusianas, las cuales se retirarán de manera definitiva el día 20 del Campo de Valmy. Bolívar lo calificó como «el más ilustre colombiano».

Fue Bolívar, el revolucionario por excelencia, el transformador de la sociedad, el dios encarnado de los pueblos latinoamericanos, el que llama a la creación política de Colombia. Y sobre esa base nacería una nueva y grande utopía.

Estando en la isla de Jamaica, en memorable carta que lleva ese nombre («Carta de Jamaica») escribe. «Mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte, no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país, y los usurpadores españoles».

Sirva esta definición de Bolívar para esclarecer aun más la problemática que analizábamos anteriormente como parte de los debates surgidos durante la conmemoración del V Centenario.

Cuba podría sacar una nómina amplia de todos aquellos que, en años angustiosos, venciendo todas las barreras raciales e ideológicas, se convirtieron en paradigmas y símbolos de una cultura que triunfó sobre las diferencias de razas.

Bastaría remitirse a don Fernando Ortiz y leer su obra capital: El Engaño de las Razas, para comprender la falacia de quienes aducen —como dilema y drama— que la Revolución no ha podido destruir el racismo y, es más, que se ha enraizado. Eso solamente se les puede decir a cuatro ingenuos.

Son los mismos que propugnan que Cuba, como nación, es inviable; que estamos llamados a ser en el futuro un enclave de servicios, una carbonera naval, una isla de bancos y automóviles norteamericanos…; que somos un grupo de bonitos saltarines puestos en el corazón de una isla, y no un pueblo con una cultura, con una historia, con una dignidad…

Tendríamos más que suficientes argumentos quienes recordamos que, cuando el Che llegó a la Ciudad de Santa Clara, los negros debían andar por una parte del parque, y los blancos por la otra; o que, divididos en estamentos, sólo podían constituirse en las sociedades de color, mientras que no había un solo niño de esa raza en las grandes escuelas privadas. ¿Acaso no es ilustrativo que el primer sacerdote negro en el período republicano se ordenó en 1947, solamente 12 años antes del triunfo de la Revolución?

Entre los grandes temas de nuestra cultura está la composición de la sociedad: quiénes somos, hacia dónde vamos, qué debemos hacer para el abrazo y la hermandad de todos los cubanos, según el precepto martiano: «Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro…»

La cuestión fundamental radica en estudiar de verdad, especialmente, nosotros, que somos emisarios de Cuba en cualquier parte del mundo. No hay embajador sin embajada, no hay ministro sin menesteres, no hay quien dé lo que no tiene.

Es indispensable consagrarse al saber. Para poder defender hoy nuestra patria, y para poder consolidarla y engrandecerla, son indispensables múltiples saberes. Es necesario inclinarnos con paciencia para estudiar y organizarnos. Nunca es tarde. Siempre es pronto.

En la necesaria y continua renovación de nuestra vida y de nuestras costumbres, seamos capaces de tomar del tiempo precedente aquello que sea útil y bueno. Seamos capaces de rendir homenaje y dar tributo a todo aquel que contribuyó.

Una vez, en la ya mencionada ciudad de Santa Clara, un compañero me preguntó qué mérito notaba en Martha Abreu. Veo en ella uno grande: el del hombre que no posee nada y lo entrega todo, le contesté. Pues sucede muchas veces que cuando el hombre tiene algo, se apega a ello —de tal manera— que comienza a dar menos y a querer más.

Con probidad y con amplitud, ella dio lo que tenía. Quiso para su ciudad un teatro y pensó que sería bueno ofrecer el resultado de la obra a los pobres; hizo lavanderías públicas para la mujer, que estaba ya ungida, como una vez dijo Ana Betancourt; apoyó la lucha armada al creer que era la única forma de liberar a Cuba… Por todas esas razones está —y tiene que estar— ahí, en su sitial y en su pedestal.

A propósito, Martí expresó el 10 de octubre de 1891, en un discurso en Hardman Hall, Nueva York: «¡Y todo el que sirvió, es sagrado! El que puso el pie en la guerra; el que armó un cubano de su bolsa; el que quiso la redención de buena fe, y le sacrificó su porvenir y su fortuna, ya lleva un sello sobre el rostro, y un centelleo en los ojos, que ni su misma ignominia le pudiera borrar luego. ¡A todos los valientes, salud, y salud cien veces, aunque se hayan empequeñecido o equivocado!».

Algunos equivocados han pretendido buscar las razones para el levantamiento de Céspedes en La Demajagua en su origen burgués, o en el que sus negocios estaban quebrados. En el gran discurso de Fidel, el 10 de octubre de 1968, está explícita la respuesta a estos planteamientos. Se equivocan por ejemplo los que consideran que el origen de clases —solo y absoluto— es el que determina la filiación política de los hombres. No, pues la verdadera evolución, la que sorprende y conmueve, es la de las conciencias humanas.

El otro día fuimos a Birán. Y llegamos pasando todos aquellos campos y también por el pequeño pueblo de Banes. A propósito, alguien señaló que cerca estaba la casita donde había nacido Batista, pues resulta ser que el tirano vino al mundo en un pesebre.

Fue el único de los presidentes no libertadores que pudo exhibir una foto descalzo y otra como retranquero de ferrocarril. Aquel a quien la vanidad perdió desde muy joven y que le respondiera a Jorge Mañach que no era el jefe del ejército, sino su líder. Precisamente, el servidor más fiel y más importante que tuvo el imperio…

Y de pronto, atravesando aquella comarca, entramos en otra, en medio de un valle que otrora fue el más cultivado vergel. Allí se nos explicó que, hasta donde alcanzaban los ojos y se extendían los ya vencidos cañaverales, un hombre, un inmigrante, ex soldado español de la guerra de Cuba, había ido comprando —metro a metro— aquella tierra y, sin saberlo, la había convertido en la frontera frente a la geofagia de los grandes latifundios latinoamericanos.

En aquella masa verde de más de 800 caballerías, plantó los cedros, a cuya sombra levantó las casas que formaron el precioso e idílico batey. Entonces, se repetiría una historia, la de Marx, la de Céspedes, que es también la de Fidel y la de Raúl.

Lo importante no es dónde se nace sino cómo se piensa. Lo importante no es lo que se dice, sino cómo se vive. Lo importante es vivir.

 

Conferencia pronunciada, el 16 de octubre de 2003, en el Teatro Camilo Cienfuegos del MINREX en saludo al Día de la Cultura Nacional.

Tomado de: Leal Spengler, Eusebio: Patria Amada. Ediciones Boloña. Colección Opus Habana, 2005.


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