Un pueblo que era trampa para oradores


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Quienes cultivaban la oratoria, le temían a ese rincón nororiental.

Comadres y compadres, amigos míos: ya sé que en la memoria de cada uno de ustedes habrá, de seguro, el recuerdo de alguna villa o aldehuela habitada por gentes con fama de problemáticas o iracundas. Pero yo… y disimúlese mi inmodestia… yo me atrevo a apostar que en tal materia no hay quien me derrote si les describo a cierto pueblecito del nororiente cubano donde la gente, generación tras generación, han sido, bueno, han sido “de chupa y déjame el cabo”, como dice el sermo vulgaris cubensis.

El lugarejo en cuestión responde al inusual nombre de Mulas.

Partamos hacia allá, para probar, con pelos y señales nuestra afirmación de que a la gentecita de aquella comarca le ha zumbado el proverbial mango.

Los iracundos pobladores del barrio de Mulas, tuvieron, generación tras generación, ciertos enemigos tradicionales: los oradores.

Sí, subirse a una tribuna en Mulas ha sido una tareíta como para pensarla dos veces.

Si el célebre orador griego Demóstenes hubiera pasado por Mulas, se habría ahorrado el trabajo de suicidarse. Le hubiese sido suficiente con subirse allí a una tribuna, para que lo mataran. Y al orador romano Cicerón sus enemigos no habrían tenido que asesinarlo. Bastaba con habérselo dejado a los lugareños de Mulas.

Porque, insistimos, los pobladores de aquel barrio banense tuvieron hacia los oradores la más profunda animadversión.

¿Piden ustedes alguna prueba al respecto? Pues, ¡con mil amores! Y no una, sino dos brindaremos, para que no se nos tache de avaros.

Primer orador victimado

Yo no sabría decir a ciencia cierta si fue por los años treinta o por los cuarenta del pasado siglo, pero tal precisión poco importa para el meollo de la anécdota.

Lo cierto y comprobado es que al pobladito de Mulas llegó uno de aquellos políticos que prometían villas y castillas durante las campañas electoreras.

A los pocos minutos de arribado el visitante, ya sus dos o tres correligionarios del lugar habían improvisado una tribuna con cuatro tablas y algunos palos del cercano monte.

El orador subió al enclenque estrado, respiró profundo y con la vista recorrió el gentío allí conglomerado por obra y gracia de la curiosidad campesina, siempre ávida en donde casi nunca pasaba nada.

En cualquier otro punto de Cuba, el arranque del discurso hubiera parecido adecuado. Sí, al escuchar “hijos de Manzanillo”, o “hijos de Guane”, ninguno de los que en tales parajes nacieron se hubieran disgustado.

Ah, comadres y compadres, amigos míos, pero el orador de nuestra anécdota, tras llenar los pulmones de aire dijo a toda voz: “¡Hijos de Mulas!”.

Y, me aseguran los que lo vieron, que el frustrado disertador tuvo que correr varias leguas, con la persecución de una turba de guajiros que, machete en alto, lo querían hacer pagar por la ofensa contra sus progenitoras.

Segundo orador victimado

Pasó el tiempo. Llegó otro orador al pueblo de Mulas y ya venía advertido en cuanto al escache del que lo antecedió.

En consecuencia, venía con una singular proposición. Habida cuenta de que allí proliferan las palmas, propuso cambiar el nombre del poblado por el de Palmira.

Ah, queridos amigos. Pero los lugareños desconocían que Palmira es una antiquísima ciudad siria, anterior a Cristo, cuyo nombre significa “ciudad de las palmeras”.

Lo que sí sabían los labriegos de la zona era que allí cerca ejercía su “profesión”, dicen que la más antigua del mundo, cierta ramera llamada Palmira.

Por eso, cuando desde la tribuna propuso el cambio de nombre, cierto rudo campesino lo apostrofó: “ÓIgame, compay, usté´ ha toma´o la vere´a equivocá. ¡Porque yo prefiero que me digan hijo de Mulas que hijo de Palmira!”


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