Un vistazo al ayer de una ciudad cumpleañera. Habana colonial: Un drama de celos y muerte


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La croniquilla de hoy nos traslada hasta las mismísimas coordenadas del escenario donde ocurrieron pasión y muerte de la Dama de los Lunares.

Sí, estamos en la antigua iglesia de San Agustín, en la viejohabanera calle de la Amargura, entre Cuba y Aguiar.

Este lugar, tan propicio para el recogimiento espiritual, fue testigo de muy mundanales hechos. Cómo no iba a serlo, si por allí anduvo, amó padeció y murió de mala muerte nada menos que la Dama de los Lunares.

¿Que quién era la misteriosa protagonista de nuestra estampa de hoy? Paciencia, que al final todo quedará aclarado, con pelos y señales.

EL ESCENARIO

La iglesia de San Agustín, en La Habana Vieja, escenario de los acontecimientos que hoy nos ocupan, fue comenzada en 1608 y concluida en 1633, para los religiosos de tal orden.

Allí radicó la escuela de dibujo y pintura San Alejandro, desde su fundación en 1818 hasta 1856.

En 1842 pasó a manos de los seguidores de San Francisco de Asís, quienes trasladaron hacia el templo valiosísimas imágenes.

El templo fue ampliamente reformado en 1925 y 1947.

Informados historiadores de la arquitectura religiosa habanera señalan allí una evidente influencia mexicana, lo cual no es de extrañar, pues en aquel país, donde los agustinos se establecieron en fecha tan temprana como 1533, tenían su casa matriz.

Y en ese templo viejohabanero transcurrió el dramático episodio, final y trágico, de la Dama de los Lunares.

LOS HECHOS

En aquella San Cristóbal de La Habana del sigo XVIII, entre las damas principales de la ciudad había que contar con María de Rojas, descendiente de Rojas el Magnífico, uno de los trescientos hombres que, con Velázquez a la cabeza, conquistaron a Cuba para la corona ibérica. (No lo nombraban El Magnífico por sus cualidades morales, sino por la plata que atesoraba).

Cuando ocurrieron los hechos, contaba María con solo veinticinco años, pero lo adusto de su trato y lo enérgico de su carácter la privaban totalmente de la gracia juvenil.

Anótese que si La Suerte le había sido propicia en lo económico, Mamá Natura no le había dado ningún motivo de agradecimiento. Quizás sea un eufemismo decir tan solo que era una mujer desprovista de encantos.

Pero Cupido no cree en fealdades ni en bonituras. Y el dios travieso tocó a la puerta de María de Rojas, a quien cierto capitancillo de dragones se le entró por el ojo derecho.

Y ese fue el comienzo del drama sangriento.

Don Diego de Hinojosa, con solo hacer tintinear sus espuelas por las enfangadas calles habaneras, ponía en vilo el corazón de más de cuatro prójimas. Su nombre no se correspondía con su vida pues, más que Don Diego, debió llamarse Don Juan, por los estropicios que causó en femeninos pechos de esta Habana.

Con especial cuidado, anotó Don Diego el nombre de María de Rojas, dama carente de encantos pero, en verdad, generosamente provista de buenos doblones.

Desde entonces —mire usted qué casualidad— cada vez que la devota María transitaba por la calle de la Amargura hacia el templo de San Agustín, encontraba a su paso a un muy apuesto capitán de dragones, quien la saludaba cálidamente. Y ese fue solo el inicio de posteriores trastornos.

EL DESENLACE SANGRIENTO

Pronto se hizo público el compromiso entre el gallardo capitán Don Diego y la acaudalada María de Rojas.

Ah, pero no descubro nada al decir que los triángulos tienen tres vértices. Y al tercero “le roncaba el mango”, como suele decir el habla popular cubana.

El tercer vértice era Cándida. También un nombre inapropiado, como el de Don Diego, quien —como ya dije— debería haberse llamado Don Juan. Sí, porque en Cándida no había nada… de candidez. Eso sí, bella y jacarandosa como la más apetecible de las habaneras que han vivido a lo largo de casi medio milenio en esta San Cristóbal.

Un mal día coincidieron en la misa de San Agustín las dos rivales. Cándida, al advertir la presencia de la Rojas, dijo con voz suficientemente alta como para que la oyeran hasta las piedras: “Cuidado, que es fea la señora”. Y la Rojas, ni corta ni perezosa, le descargó en la cara su pistola, solo provista de pólvora.

Pasó el tiempo. La Cándida sanó de las quemaduras en el rostro. Y un día, en la misma iglesia de San Agustín, Cándida se acercó a la agresora y le susurró: “Gracias, señora. Dice Don Diego que ahora me veo más linda, con estos lunares que me dejó la pólvora”.

Entonces, la Rojas haló nuevamente por la pistola, pero esta vez sí con bala, para dejar muerta a su rival.

UN FINAL ABIERTO

De Don Diego no dice más la historia.

Según parece, siguió su vida tan campante, después de mandar a la novia para la cárcel y a la querida hacia el camposanto.

 

FUENTE:

—Iglesia, Álvaro de la: Tradiciones cubanas. Ediciones Huracán,  La Habana, 1969. Pp. 135-139.


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