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Una leyenda cubana. El jigüe exorcisado


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Desde que el hombre fue hombre —y, por tanto, poseedor del don imaginativo—,  lejos en la noche de los tiempos, ya su entorno comenzó a poblarse de seres fantasmagóricos, unas veces malignos y otras benéficos.

Pero dígase que la humanidad no solo vio a estos acompañantes inesperados en la muy firme tierra que pisaba. No, también las aguas se constelaron de seres prodigiosos.

Así, los antiguos tendrían ondinas, nereidas y sirenas, con Neptuno —o Poseidón—transitando sobre las olas en su carro tirado por caballos de doradas crines.

De este lado del Atlántico también habrían de surgir mitológicos seres acuáticos, desde el temible cabeza de cuia, que aterroriza a los brasileños, hasta la indiecita Mapiripana, celadora de manantiales y lagunas en comarcas del Orinoco, el Amazonas y sus afluentes, según narra el colombiano José Eustasio Rivera en su novela La Vorágine.

Y, en Cuba, surgiría un mito mayor acuático: el del jigüe —o güije—, ente de nuestros ríos, enamoradizo y bebedor.

Ah, el jigüe, ser inasible lo mismo para cazarlo que para definirlo. Algunos lo visualizan como un pequeño indocubano, mientras que otros aseguran haber visto en él a un negrito.

El lexicógrafo Esteban Pichardo hacía derivar la voz de nuestros aborígenes, pero Fernando Ortiz le confería ascendencia africana, específicamente carabalí.

En casi todas las versiones aparece el jigüe —según ya dije—  como un ser dado al alcohol y lujurioso en grado sumo. Molestaba con sus pellizcos y manoseos a las bañistas (excelente excusa para los varones que allí también nadaban). Mientras, los pescadores afirman que su captura será copiosa si se ganan el favor del bicho travieso, lanzando a las aguas una botella de ron.

Y, entre todos los jigües que han merodeado a lo largo y ancho de Cuba —por charcos y cañadas, pozas y riachuelos—, lugar relevante tiene el que, según la tradición, fue aniquilado por un hisopazo. Sí, con agua bendita.

Allá, por la cintura de la Isla

Cuenta Garófalo Mesa, en sus Leyendas y tradiciones villaclareñas, que en una tarde del siglo XIX, hacia una poza ubicada en una comarca de Santa Clara se dirigía la vieja morena que llamaban Ma Lucía.

Cántaro al hombro, caminaba junto al río cuando, tras una manigua de cañas bravas, vio salir saltando a “una visión” entre piedras y árboles. Ella dejó caer el cántaro y, huyendo más que de prisa, dándose con los calcañales en la nuca, se santiguaba mientras profería: “¡Alabái sea el Señó José Cristo!”.

Ma Lucía, quien —según testimoniaba el cronista—, jamás había mentido, juraba haber tropezado nada menos que con todo un señor güije, a quien por cierto hacían responsable del asesinato de un montero.

Pero no todo iba a terminar con el sustazo que le dispensó a Ma Lucía.

Pocas horas después los santaclareños iban a ser testigos presenciales de otra de sus apariciones, la última y la más famosa, la que después explicaría por qué la cruz de la iglesia del Santo Viaje ha estado cubierta de silvestres flores blancas.

El hecho portentoso

Esa noche el cabildo africano celebraba su fiesta ante la villaclareña ermita del Buen Viaje.

No se supo, nunca, de quien partió la noticia. Pero, cuando mejor andaba el baile y más frenéticamente resonaban los tambores, empezó a rodar el rumor de que el jigüe andaba en medio del jolgorio, confundido entre los presentes por haber adoptado aspecto humano, en pos de hembras y ron.

Cundió el pánico. Músicos, danzantes y espectadores huyeron.

Demos la palabra al cronista, para que narre qué sucedió.

“En esos instantes salía de la ermita un sacerdote y, por la puerta lateral que da a la calle de San Pablo, se posaba el güije sobre el alero de una casa.

“El temido ser, que había adoptado la apariencia de un mono, cuando vio al religioso dio un gemido prolongado y saltó, para caer en el centro de la calle, donde el sacerdote lo roció con agua bendita y lo bendijo. Saltó entonces nuevamente el güije, sobre la techumbre del templo. Notó la presencia de la cruz iluminada por la luna, y se perdió en la nada, deshaciéndose como por encanto en lo alto de la torre.

“A la mañana siguiente, mientras repicaban las campanas en honor a la Virgen, todos notaron que donde se alza la cruz, en la cúspide de la torre, habían nacido unas flores blancas, y desde entonces hasta nuestros días la cruz ostenta perennemente estos adornos”.


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