Vistazo al ayer de una ciudad cumpleañera: ¿Un castillo o un chiquero?


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Transcurre el Año del Señor de 1565 y a San Cristóbal de La Habana arriba García Osorio, nuevo gobernador de la Isla. No hace más que poner el pie en la villa y de inmediato se interesa por la capacidad defensiva de la plaza. Alcaldes y regidores lo acompañan hasta el primitivo Castillo de la Fuerza, y ahí mismo se arma la de Dios es Cristo.

El gobernador grita como un energúmeno, mientras amenaza con los puños cerrados ante los rostros de las autoridades del cabildo: “¡Cabezas de chorlitos! ¡A esto llamáis fortaleza, desventurados! ¡Si alguien estornuda aquí puede ser que estas cuatro piedras maltrechas se desmoronen!”.

Las autoridades locales resisten el chaparrón, con la cabeza baja. Entonces, el flamante gobernador mira en lontananza y ve dibujarse la silueta del promontorio que después se llamaría Loma del Ángel, antes nombrada de Peña Pobre. Y esto es motivo para una nueva perreta de García Osorio: “¡Alcornoques, eso es lo que sois, unos inverecundos alcornoques! Por los clavos de Cristo, ¿a quién se le ocurre construir una fortaleza al lado de una colina, que en posesión del enemigo sería un punto de privilegio, para batiros con sus fuegos? Que Dios nos coja confesados. ¡Mientras el francés ronda y el pirata amenaza, estos sesos de aire no aciertan ni a bien parapetarse!”.

Pero lo mejor —o lo peor— no ha sucedido aun. Porque el malhumorado mandatario coloca mal el pie. Y no es que sufriese una torcedura de tobillo por haber asentado la planta en alguna irregularidad del terreno. No. Decimos que coloca mal el pie porque lo sitúa en donde un animal ha “hecho una gracia”.

Rugiendo, se guía por el olfato, hasta llegar a unos corrales. Y allí fue Troya: “¡Mal nacidos! ¡Una cría de puercos dentro de los muros de una fortaleza! ¡Vosotros tenéis de militares tanto como yo de obispo! ¡No sois más que unos porquerizos! ¡Porqueriiiiizoooos!”.

Y califica a las autoridades habaneras de atajo de tarados y malos servidores de Su Majestad Felipe II, a quien Dios mucho guarde.

UN POQUITÍN DE HISTORIA

En marzo de 1538 el monarca –Carlos I--  ordena al Adelantado Hernando de Soto la construcción de una fortaleza en San Cristóbal de La Habana.

Se ocupa del encargo Marcos Aceituno, “maestro albañil” y capitán del ejército. Dos años después la obra llega a su fin.

Puede ser que De Soto no haya tenido a mano los recursos imprescindibles para edificar una obra de más valía. O que el asunto le importase los proverbiales tres pitos, pues sus miras estaban en la conquista de la península floridana. (Según otros, los peor pensados, al Adelantado las únicas cortinas, baluartes y fosos que le interesaban eran los de su mujer, Isabel de Bobadilla, con quien —según aseguran biógrafos chismosos—compartía un amor volcánico). Lo cierto es que el resultado fue el adefesio de la primera Fuerza, ante el cual, como ya vimos, casi le da una alferecía a Osorio.

Un memorial escrito once años después de terminada la fortaleza reporta que la misma no tiene cimientos y que los cuatro lienzos se han hundido, rajados de arriba abajo.

Y ya La Habana es el más relevante puerto comercial de las Américas, el lugar de cita de las flotas que parten hacia España portando las riquezas del Nuevo Mundo. Se impone, por tanto, una fortaleza decente para tan apreciada perla.

En 1558 se inician los trabajos del Castillo de la Fuerza definitivo, edificado a unos trescientos pasos de la original fortaleza, obra de Aceituno.

Cuando la fortaleza queda lista, en 1577, aquello, más que una fortificación, parece un anticipo de las Naciones Unidas. En la guarnición hay portugueses, flamencos, alemanes, mientras un viejo negro africano es el encargado de tocar el tambor de guerra.

Pronto aquella gente díscola, ingobernable, iba a ser un dolor de cabeza para los habaneros. Hasta el punto de que el alcalde Fernández de Quiñones se ve obligado a librar unas ordenanzas con las condenas —algunas a muerte—  que recibirá la soldadesca lo mismo por blasfemar “del Señor, de Nuestra Señora o de todos los santos” —cuando pierden en el juego—, que por satisfacer necesidades fisiológicas por encima de los muros.

No caben dudas: La Fuerza nació bajo mal signo.

De todas maneras, al cabo de más de cuatro siglos, el castillo definitivo sigue mostrando su rotunda solidez, en esta ciudad que pronto será mediomilenaria.


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