¿Y los dulces de la abuela dónde están…?


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La vida pasa factura. En eso casi todos estamos de acuerdo.

Entre los primeros síntomas que anuncian este momento, importante por demás, pudiera sugerir la necesidad de comparar acontecimientos o hechos relacionados con nuestra infancia o adolescencia; el rumiar constantemente quejas sobre los hijos, los jóvenes y el devenir de ciertos acontecimientos sociales y personales. Un síntoma interesante y que no debe alarmarnos se desata en el mismo instante en que vemos pasar a esa joven que despertó alguna vez ciertos humores o nos obligó a voltear la cara para que nuestra mirada no delatara esa pasión prístina que responde al nombre de amor. Ella, con las marcas de los años a cuesta, de la vida y sus alegrías y sin sabores, nos recordará el inefable paso del tiempo.

No debe alarmarnos la recurrencia de ciertos pensamientos o recuerdos que involucran a los amigos, los familiares; o que al encontrarnos de forma imprevista a algún conocido, en alguna esquina cualquiera, evitemos hablar de las patas de gallina, las canas, la calvicie y mirar con tristeza como nuestra forma deportiva de antaño ha sido suplantada por cierta protuberancia llamada “barriga de dirigente”; ignorando que no es más que un síntoma inequívoco de la pasividad o de la conformidad con que enfrentamos hoy los hechos.

Debo decir que no siempre nuestro interlocutor ostenta su barriga, sus canas o alguna arruga. Los hay que han logrado desafiar al tiempo; lo han detenido en apariencia hasta el siguiente encuentro ocasional en que tras el saludo y la conversación –incluido nuevamente el pase de lista y la reiteración de la misma conversación de la vez anterior—uno se dice a sí mismo “¡coño le pasó un camión cargado de años en menos de una semana!”.

Pero a nivel personal ese proceso se refleja en el mismo momento que comparamos sabores y cuestionamos la forma de hacer ciertas o determinadas comidas. Tomemos como ejemplo los dulces, sí, los llamados dulces caseros; esos que nos anuncian en la puerta del restaurante de moda o al que por cierta y determinada razón personal nos volvemos asiduos. Al probarlos, una y otra vez, no siempre nos satisfacen, tal parece que le falta cierto toque; ese “fijador” que nos deja complacidos y nos obliga a pedir otra ración.

Mi generación aprendió a comer dulces caseros por obra y gracia de las abuelas. Las nuestras. Ellas eran mujeres de otra galaxia si se quiere. Las abuelas eran seres superiores, super mujeres que se desplazaban en las cocinas con una maestría inusual y dominaban ciertos artes hoy desaparecidos o extintos.

Su carta menú en ese campo era tan extensa como una enciclopedia y no estaba atada a fórmulas cerradas; ellas aplicaban ciertas argucias culinarias, intuición y capacidad de experimentar de forma inmediata; una capacidad que se reflejaba ante la ausencia o presencia de cierto ingrediente fundamental o secundario. Y algo importante: su libro de recetas estaba en su propia cabeza, aprendido de sus antecesoras o fruto de un sano intercambio de criterios o matices en la cola del mercado o en una charla informal “con fulana que me la encontré en la bodega y me dijo que esto ella lo hace así y le ha dado resultado”. Por otro lado, cada una tenía su especialidad.

Recuerdo que mis abuelas tenían cada una su especialidad, o su preferencia. Cecilia, la paterna, era experta en cierta delicatessen que hoy no es posible encontrar: el boniatillo. Si la memoria no me falla creo haber comido unas cinco variantes de ese manjar.

Estaba el “mala rabia”, que se hacía con azúcar blanca, leche y se le espolvoreaba “harina de Castilla” por encima una vez terminado. Para esta propuesta usaba boniato blanco, o de cáscara blanca, y el momento de comprarlo en “la placita” era todo un ritual. Ella los estudiaba pacientemente y los seleccionaba de acuerdo al tamaño y a su forma geométrica. No debía ser muy grande porque podían tener tetuán y mucho menos daños al recolectarlos. Antes de servirlo, una vez fría la masa, ella le daba forma lo mismo que a una croqueta y los disponía ordenadamente en una fuente plana.

Otra propuesta era el denominado “mojón de negro”. Se hacía con “azúcar prieta” o con melao y podía ser cualquiera de las variedades de boniato (no se olvide el color de la cáscara) y no importaba la geometría y sí el estado de su cubierta. Este era el habitual en su casa, sobre todo para calmar nuestra hambre insaciable los días que pasábamos con ella. Y el favorito de mi abuelo y mi padre… Este no llevaba gran esfuerzo pues se sacaban cucharadas del caldero humeante y se dejaba en una superficie a que tomara la forma que tomara, una vez fríos los guardaba en un pozuelo y sobre los mismos vertía una almíbar gorda y oscura; por lo que a la hora de comerlos uno terminaba chupándose los dedos y todo manchado de almíbar de pies a cabeza.

Su tercera propuesta era más lujosa, o gourmet, y le llamaba “el jabaíto”. También era con boniato blanco, azúcar del mismo color y boniato blanco. El puré de boniato que le servía de base recibía antes de tomar la forma definitiva una cascada de maní molido, o de ajonjolí, o uvas pasas, también tenía como sustitutos chicharrones molidos. Los servía individualmente y le agregaba como toque final un almíbar bien fino, y trasparente. Era un manjar de días de fiestas.

Otra de sus especialidades era el majarete. Un poco más complicado. Este dulce era fruto del jugo del maíz mientras es molido, es el néctar que se derrama en el proceso de elaborar los tamales. Era de mis preferidos siempre y cuando no fuera yo quien moliera el maíz.

La abuela materna, Alejandrina, era un poco menos exquisita; lo que no significara que la calidad y variedad fuera de baja calidad. Una simple razón la movía: tuvo diez hijos; por lo que se debía actuar rápido para saciar tantas bocas -Cecilia solo tuvo a mi padre-; sobre todo cuando estaba la tropa de nietos a la que llamaba “el regimiento”.

Sus preferidos, y los de muchos de nosotros, eran los flanes y pudines. Los flanes los hacía de las cosas más inimaginables: calabaza, boniato, guayaba o la fruta que se le ocurriera, y a diez de última, de vainilla. Pero su momento estrella, sus quince minutos de fama llegaban cuando se trataba de hacer fiambres de guayaba. Con cinco libras de guayaba hacía maravillas.

Yo me dedicaba a observarla. En pocos minutos dejaba listo para cocinar cascos y mermelada. Resultado: dos cazuelas medianas, rebosadas, de casquitos y una mermelada humeante y espesa que se acompañaba con una lasca de pan tostado. Pero, con tantos competidores; incluidos primos, tías y tíos, había que estar pendiente para clasificar en alguna de las fuentes.

Otras veces la propuesta era dulce de fruta bomba. Y la bronca familiar era por el almíbar residual. Lo mismo ocurría con la cazuela en la que ella hacía natilla o arroz con leche, la lista de los que estaban dispuestos a “fregar” la cazuela. Sus boniatillos eran buenos, pero en menos variedad.

De mi infancia recuerdo otros dulces que estaban a mi alcance, sobre todo los fines de semana o finales de año. Así pasaba con las torrejas, el arroz con leche, el dulce de coco, el de naranja, toronja o tomates; y la ensalada de mango verde y pintón “con una pizca de sal para fijar el sabor”; y que no daba tétano como decían algunas personas.

Así recuerdo los dulces de mis abuelas. Me parece verlas preocupadas por el simple hecho de que esa tradición se pierde ante las urgencias de la vida cotidiana, moderna si se quiere. Las escucho cuestionar a las abuelas de hoy que no dominan ese arte y que reducen el placer de sus nietos a determinadas golosinas hechas de forma industrial.

No quisiera ser injusto con sus memorias y sus legados, pero hoy la vida difiere de aquella que conocimos en los años sesenta y setenta. Alguien pudiera hacerme notar que las carencias limitan la creatividad, que los gustos han cambiado, que la vida es más vertiginosa, que el papel de la mujer y las abuelas ha cambiado. Es cierto e incuestionable; por esa razón, para proteger mi memoria y poder enfrentar el pase de factura de la vida, me he propuesto hacerme siempre que pueda alguno de esos dulces y dejarles a mis hijos una ínfima parte de ese placer que regresa una y otra vez a mi memoria y me hace lamer mis dedos en contra de toda norma de buenas costumbres.


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