Y tú… piensas ya en el amor


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Uno de esos recuerdos de mi infancia que no logro bloquear era el referido a la necesidad de siempre estar dispuesto a “tener novia”. Sí, tal y como se los digo. No había momento fijo en que algún conocido o familiar hiciera la pregunta, tanto a mi como a alguno de mis primos o conocidos.

Ciertamente muy pocas veces pude dar la respuesta afirmativa que ellos esperaban; lo que me garantizaba un lugar entre “los pasguatos” de la familia, el vecindario o el grupo; de acuerdo al espacio y lugar en que se hiciera la pregunta.

Debo confesar que hasta bien entrada la adolescencia el asunto “novia” no estaba entre mis prioridades, muy a pesar de que tenía vecinas “despiertas” que ya prodigaban besos furtivos en los labios como parte de un concurso cuya finalidad era saber quien era el “primo besador absoluto” del barrio. Personalmente nunca me presenté en esas lides y, además no fui convocado por sus organizadoras.

Por esos mismos años que marcaron mi “despertar como hombre” –así se llamaba al proceso espontáneo que adelanta en despertar sexual masculino— se comienzan a realizar las primeras campañas de “educación sexual” dirigidas a evitar males como el embarazo adolescente, la transmisión de las enfermedades sexuales y a que fuéramos capaces de tener una responsabilidad sexual que nos llevara al disfrute y al respeto.

Fueron los años en que el Dr. Celestino Álvarez Lajonchere y la Dra. Mónica Sorín (médico de origen aleman radicada en Cuba y madre de un compañero de juegos y de aulas) daban largas charlas en la televisión en un programa llamado Ciencia y Salud; y que solo veían nuestros padres cuya sexualidad estaba fuera de dudas o de lo contrario no hubiéramos estado mataperreando a la hora en que emitían ese espacio.

Sin embargo, todo cambio en el mismo momento en que fueron publicados los libros Piensas ya en el amor y En defensa del amor. No voy a negar que fueron todo un suceso y un escándalo dentro de la naciente vida conservadora de la sociedad cubana que transitaba de los años setenta a los ochenta.

Sí, no leyó mal “naciente vida y postura conservadora de la sociedad cubana”. Y resulta contradictorio afirmar lo anterior en un país que había convertido en tema del aborto en algo cotidiano y normal, que había exigido y logrado la igualdad de la mujer ante sus pares masculinos y que le ofreció como ventaja suprema el sello del “plan jaba” para que los hijos y esposos hicieran mandados sin sufrir las colas en las bodegas y mercados.

La publicación de estos libros marcó un antes y un después en las actitudes sexuales y sociales de muchos de nosotros, no así de nuestros padres y abuelos que aún seguían encuestándonos con el tema de superar a X miembro de la familia en cuanto al número de novias; encuestas a las que por momento se sumaban las primas, sus amigas y vecinas que otorgaban puntuaciones en una escala de 1 a 10.

Para mis contemporáneos que participaban en esos maratones de noviazgo; que muchas veces no pasaban de un beso o un fuerte apretón en una esquina o arropados en la oscuridad de una fiesta mientras el cantante brasileño Roberto Carlos cantaba Cama y mesa; aquellas colecciones no siempre eran sinónimo de orgullo o trofeo vital. Muchas veces las involucradas estaban en la búsqueda de “ese ser perfecto y hermoso” que exhibir ante familiares y amigas.

Y él, el seductor, ingenuamente extasiado por su conquista, sufría su desengaño al ver que era sustituido en el puesto de novio por “Periquito Pérez” que “…era más alto, o más bonito o besaba mejor…”.

Se de algunas conocidas que coleccionaron “novios de ocasión” como mismo escribían poemas en una libreta; y en silencio avergonzaron a más de uno.

Eso sí, había parejas que cruzaban el umbral del beso de descubrimiento. Eran inseparables y mostraban a todos “la seriedad de esa relación” que trascendía a la presentación en sociedad de los novios ante los padres de ellos que a partir de ese momento comenzaban a sellar lazos familiares y se intercambiaban regalos, compartían fiestas y encuentros familiares y hasta llegaban a soñar con una posible boda que uniera a nuestras dos familias.

Confieso que envidie a muchos de mis conocidos que estaban en esa posición; pero también sentía alivio al tener la posibilidad de no verme obligado a dar explicaciones o estar sujeto a posible censura si estaba con amigos o llegaba tarde a cualquier lugar. La libertad del soltero tiene un precio inimaginable.

En fin, que un buen día descubrí el amor en su plenitud; abandoné el celibato de la infancia y la adolescencia de modo definitivo –dejé de ser material de laboratorio en fiestas y encuentros furtivos—para adentrarme en la obligación de amar y ser correspondido. Solo que había un problema: yo vivía en el Vedado y ella en el Diezmero y exigía vistas diarias –influencias de su padre para controlar al ganado—por lo que aquello era un noviazgo que beneficiaba a los choferes de la Ruta 10 donde pasaba horas viajando de g y 23 hasta el paradero de Jacomino.

Recuerdo que ya cruzábamos la barrera de los diez y ocho años, que bien podía quedarse un día en mi casa –yo lo hice a escondidas de sus padres y me volví adicto a la confronta--, pero no, aún no había la confianza suficiente para entregar a la joya de papá a las garras de este depredador social; muy a pesar de que el hombre había leído los libros sobre el tema y hablaba con admiración del Dr. Lajonchere, pero estaba hecho a la antigua.

Mi relación con ella, la ruta 10 y sus choferes, duró hasta el mismo momento que alguien en su familia comenzó a pensar en voz alta la posibilidad de una boda. Palabra sagrada: una boda. El fin de mi independencia, de mi tiempo con los socios del barrio y la llegada de obligaciones que superaban mi plan de trabajo domestico que solo consistía en botar la basura y fregar mi plato del almuerzo o la comida.

No estaba apto para dar ese paso, para sumir más responsabilidades y lo más correcto fue renunciar o, mejor dicho, olvidarme de la parada de la Ruta 10. Dar la media vuelta e irme con el sol cuando caiga la tarde y recordar la sentencia popular que afirma que “…de los cobardes no se ha escrito nada…”. Y fui un cobarde, lo que me alegró en ese momento.

La Dra. Sorín y el Dr. Lajonchere, con sus correspondientes libros, la serie española de televisión Verano de amor y la posibilidad del amor libre –también llamado promiscuidad una vez que involucra el sexo-- fueron sustituidas abruptamente por el flagelo del SIDA y el condón se convirtió en el gran y único aliado de nuestras nuevas y posibles aventuras sexuales, algo que no estaba en los libros que nos hablaron, a los de mi generación, de la “importancia de la cosa sexual”.

De la noche a la mañana superamos la vergüenza de comprar condones en la farmacia –que provenían de China y en su caja de color verde o roja nos aleteaba una mariposa—y hasta participar de campeonatos de coleccionistas de condones hasta que llegó la hora de sentar cabeza.

Y heme aquí, casado, con hijos y responsabilidades tales como pasear al perro, botar la basura y dar el ejemplo a mis hijos. Ejemplo que incluye hablarles más del uso del condón que de saber como va su colección de novias.

Y me pregunto, en que momento ellos comenzaron a pensar en el amor… o simplemente fueron directo al sexo.


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