Cuba: La voluntad de ser


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Treinta años de lucha en la manigua y la emigración les tomó a los cubanos borrar el estigma del coloniaje y la esclavitud que caía sobre el país a finales del siglo XIX. Fueron su dignidad y su empeño lo que dio a la mayoría el derecho a proclamar su objetivo, ser lo que querían ser, sin tener que disculparse por la sombra de un pasado ignominioso, que era la imagen que proyectaban como pueblo.  En la decisión de llegar al final a toda costa radicó la clave del asunto.  Y no dejó de representar un alivio para la autoestima de las naciones bolivarianas. “Cuba—había dicho José María Merchán al terminar la guerra— sería una gran mancha en América si no hubiera sido revolucionaria”· En efecto, los autonomistas no se dieron cuenta de que había toda una historia y un ejemplo detrás, “de que era imposible que Cuba, situada entre dos hemisferios que le recordaban sin cesar las glorias de Washington y de Bolívar, se resignase abyectamente a una esclavitud que todos sus vecinos quebrantaron con estrépito”. Téngase en cuenta que la situación se extendía por amplios sectores de la población, aquéllos donde la trampa autonomista aparecía como la única alternativa viable. Para algunos era fácil hacerse los distraídos y equiparar autonomía y soberanía: el autonomismo era un simulacro que, con sus matices, parecía tener los mismos atributos que la independencia. Sucesivas frustraciones se encargarían de demostrar lo contrario.

Como había observado Benedict Anderson, la difusión de la idea misma de esa “comunidad imaginada” que conocemos como nación moderna requirió la existencia de, por lo menos, tres condiciones previas: la afirmación de las lenguas vernáculas, el surgimiento de un nuevo sistema económico (el capitalismo) y la aparición de una nueva tecnología (la imprenta, que era, a la vez, un nuevo medio de comunicación). Pero estamos hablando de otros tiempos. Para los independentistas cubanos, a partir del 68 la cosa fue más sencilla: abolición del coloniaje, abolición de la esclavitud. Ahora, aunque los obstáculos podían parecer insalvables, para afrontarlos sólo se requerían valor y un  acto de voluntad. La Enmienda Platt, al terminar la guerra, introdujo en el debate la dosis de autocrítica que faltaba. También nosotros —no tardó en advertir Márquez Sterling— éramos culpables de nuestra indefensión, puesto que conservábamos los vicios del pasado y no habíamos sido capaces de oponer el muro de la Virtud a la desvergonzada dependencia que se nos imponía, tan semejante a la del pasado. No todos enfocaban de ese modo el asunto. Juan Gualberto Gómez había declarado, a principios de 1901: “Esta Ley Platt lo que indica es que [los interventores] quieren encarrilar a Cuba por un camino como para no tener que volver” [entiéndase, como para quedarse]. En fin, que ya se estaban gestando las condiciones para que se produjera la Segunda Intervención (destinada a caer como un fardo ignominioso sobre los hombros de su propio promotor, el presidente Estrada Palma).

En la literatura —un espacio en el que se impone la innovación— suele darse el caso de que la “voluntad  de ser” se manifieste como otredad, como voluntad de ser distinta(o). Ese movimiento transicional que todavía a fínales del siglo veinte llamábamos “nueva literatura cubana”, por ejemplo, pudo ser descrito por Federico Álvarez como una serie de negaciones fundamentales. “Primera, la negación general, sorprendente, del barroquismo de nuestros dos mayores escritores, Carpentier y Lezama; segunda, la negación del trascendentalismo poético, ahistórico y místico de la poesía predominante en los años 50; tercera, la negación del criollismo nativista, vernacular, populista, folklórico; cuarta, la negación a priori del realismo socialista.” Hace veinte años  sostuve con mi hijo Jorge una polémica —un tanto quisquillosa, de mi parte— a propósito de su afirmación de que la nueva narrativa era una literatura del desencanto. Del desencanto, no; comentaba yo: del desencantamiento. Aquello podía ser desencanto para quien suscribiera la idea del determinismo histórico —un contexto en el que A siempre conduce a B— pero de lo contrario, lo que ocurría era que la realidad resultaba ser más compleja. “Desencantamiento”  fue el término que utilizó Max Weber para definir el cambio de mentalidad que se produjo entre el mundo hechizado y “encantado” del Medioevo y el mundo realista y pragmático del Renacimiento —argumentaba yo—. El choque de esos dos mundos hizo surgir El Quijote, la primera novela moderna, y ahora —en medio de este torbellino de pandemias, incertidumbres y escaseces— sirve para recordarnos que renunciar a la idea del mejor de los mundos, como dice Morin, no significa renunciar a la idea de un mundo mejor. De una Cuba mejor.

Puesto que esa es una aspiración irrenunciable —como se ha demostrado en nuestra historia, desde el 68 hasta hoy—, no tenemos reparos en seguir hablando de nuestra voluntad de ser.

(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. Imagen destacada: Dary Steyners).

 


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