El personal que trabaja en la ONU debe estar acostumbrado a felicitar a los delegados cubanos, pues durante 27 años consecutivos han visto aprobar el proyecto de resolución “Necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por los Estados Unidos de América contra Cuba”. El país más poderoso del planeta, con todas sus presiones e influencias —por cierto, ¿con quién habla tanto por teléfono el delegado estadounidense mientras los oradores se pronuncian a favor de Cuba?—, ha buscado desesperada e inescrupulosamente votos en contra, y ha conseguido a duras penas ser acompañado por su carnal Israel, esporádicamente por algún protectorado o secuaz insignificante, pero nunca más de cuatro cada año, un verdadero descrédito. Como se trata de una resolución no vinculante, al otro año se repiten el desprestigio y el aislamiento de Estados Unidos. Parece que en la ONU estas cuestiones evidentísimas, cuando se trata del empecinamiento de la primera potencia, hay que esperar un tiempo demasiado largo para que cesen.
No es difícil de entender: la actual plutocracia mandante en Estados Unidos hoy sigue apostando por la vieja receta de rendir a fuerza de necesidades y carencias al pueblo cubano, para que acepte su dominación, mientras el gobierno soberano de la Isla reclama un derecho justo y evidente; a estas alturas, el bloqueo más prolongado de la Historia es un genocidio. Ni una sola representación, de las más de 30 que intervinieron en este año 27, algunas de ellas en nombre de grupos de países, defendió el salvaje bloqueo. Barack Obama se había dado cuenta de que resultaba absurdo tratar de forzar “un cambio de régimen” pretendiendo aislar a Cuba, porque el que se había aislado era Estados Unidos; entonces, como la madeja de leyes para instrumentar y hacer efectivo el bloqueo solo la podía cambiar el Congreso, se dio la paradójica circunstancia de que el propio país que había implementado el bloqueo, se abstuvo de votar en 2016 en la ONU —junto a su incondicional Israel, que no fue capaz de disimular su servilismo manteniendo su tradicional voto en contra—, el último año de la presidencia de Obama, quien había reconocido públicamente el rotundo fracaso del imperio en su intento de modificar la actitud soberana de la Isla mediante chantaje.
Las 11 administraciones anteriores hicieron hasta lo imposible para derribar al gobierno cubano, incluidas la agresión armada y la posibilidad de una guerra nuclear, pero siempre esperaron que la prolongación del bloqueo sería la solución para presionar al gobierno de la Isla. Cada votación implicaba una victoria moral cubana y una derrota a la soberbia imperial; ni en los juegos de pelota “de manigua” se veía que un equipo jugara 26 veces seguidas sin ganar nunca… Ahora el cavernícola y engreído Donald Trump, con su habitual mezcla de obcecación y narcisismo, regresó a la arcaica política de guerra fría e inventó una excusa inverosímil para desacelerar y detener las relaciones que había establecido su antecesor, fantaseando con los infantiles “ataques acústicos” que ningún científico serio, ni en Estados Unidos, admite, para intentar maquillar el genocidio. Pero llegó a más: como parte de una maniobra pueril, la representación norteamericana ante la ONU sacó del sombrero 8 enmiendas, con el propósito de distraer la atención del contenido de la resolución presentada por Cuba. En fin, creyó que con 8 trampas planeadas para un juego ya conocido, el resultado sería anotar al menos alguna carrera.
Las llamadas “enmiendas” no dicen ni una palabra que justifique la flagrante injerencia estadounidense en los asuntos del Estado soberano de Cuba, en cuyo territorio ningún legislador de ningún país tiene jurisdicción, y que hoy discute un proyecto constitucional que trazará el camino futuro de la nación. Por supuesto que no vivimos en una sociedad perfecta, y no son solo 8 enmiendas las que tenemos que hacer aquí, pero esas las discutimos entre nosotros, sin recibir señas de nadie. ¿En qué se convirtieron las distractoras enmiendas? Con una ignorancia supina, capaz de extrapolar a Cuba prácticas de naciones muy distantes y diferentes, la señora Nikki Haley, que ya había anunciado su renuncia, no pudo ni pasar el bate, y las publicitadas enmiendas se convirtieron en una demora innecesaria y una pérdida total de tiempo: todas fueron rechazadas por abrumadora mayoría —sin que ni siquiera fuera necesario calcular las dos terceras partes de aprobación que había pedido Cuba—, con el solitario respaldo de Estados Unidos, su compinche Israel, y Ucrania, cuyos niños fueron atendidos gratuitamente en nuestro país cuando el accidente de Chernóbil. Como siempre, esta vez sin abstención, la resolución presentada por la Isla fue aprobada por 189 votos a favor y 2 en contra —“calamidad y su perro”. Y todo en el noveno inning.
El discurso del ministro de Relaciones Exteriores Bruno Rodríguez Parrilla fue una ejemplar pieza de la diplomacia revolucionaria, que recordaba a las del Canciller de la Dignidad, cuando impugnaba personalmente y mirando a los ojos: su pitcheo estuvo impecable y sacó un scone de poches con rectas de más 90 km / h en la zona de strike; no lanzó ni una curva, pues no hacía falta, porque no le podían batear ni de foul. Menos mal que pude seguir lo que sucedía en tiempo real por Cubadebate, y lamento que la televisión cubana no lo transmitiera así, ni se preparara para este evento en que el discurso de la delegada de Estados Unidos, reafirmó la condición revolucionaria de los que somos de veras. En realidad, Estados Unidos, tratando de evitar un ridículo, hizo 9. Seguramente la señora Nikki le dijo a su amigo: “Donald, hice lo que pude”. El juego terminó 9 x 0.
Noviembre de 2018
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