Carpentier y las artes visuales (I)


carpentier-y-las-artes-visuales-i

 

  1. Lam, Rivera y las artes invisibilizadas

Alejo Carpentier ─Lausana, 1904-París, 1980─, además de ser el narrador insigne de las letras cubanas y uno de los intelectuales orgánicos más brillantes del siglo XX en la Isla, posiblemente haya sido, junto a José Martí, nuestro periodista cultural más significativo. No importa que su estancia en el exterior, como la del Apóstol, cubriera una parte significativa de su vida; su pasión por la cultura de su patria y la defensa de esa identidad ante las sutiles agresiones de los poderes coloniales y neocoloniales fue inequívoca y firme en cualquier circunstancia. No solo su atención se concentraba en el espíritu nacional, sino que su servicio se expandió hacia la emancipación de Nuestra América, y desde muy temprano fundó el discurso literario de “lo real-maravilloso” para presentar credenciales ante las relaciones culturales con Europa.

Cuando escribía en el periódico El Nacional de Caracas en Venezuela, entre 1951 y 1961, desplegó una amplia colaboración como cronista en temas sobre cine, ballet, música, teatro, artes visuales, historia, mitología… La Editorial Letras Cubanas en los años 90 presentó la Colección Letra y Solfa, cuyo tomo 3, de 1993, se dedicó a las artes visuales; en este volumen Alejandro Cánovas reunió una selección de artículos aparecidos en el periódico mencionado, sobre pintura, escultura, arquitectura, diseño y fotografía.

El presente trabajo, en tres partes, comentará algunos temas reiterados en esa selección. Una primera parte se referirá a Wifredo Lam, el artista cubano de la plástica más universal; a Diego Rivera, uno de los grandes creadores americanos, y también, a ciertas artes ocultadas que Carpentier supo ver. La segunda se referirá a grandes pintores de su momento, como los españoles Pablo Picasso y Salvador Dalí, y a otros vanguardistas europeos. La tercera repasará el arraigo carpenteriano a la arquitectura y a los arquitectos que admiró.

Lam y Carpentier se conocieron en Madrid en 1933, cuando el pintor cubano era estimado allí como retratista, por su detallada factura al representar la fisonomía de las personas que pintaba; se trataba de una producción para vivir, mientras desde entonces buscaba afanosamente su propia expresión pictórica. Fue en París donde llamó la atención al presentar su definitivo acento personal, un estilo sintetizador que retaba a las figuraciones. Picasso lo elogiaba públicamente y esa repercusión constituyó un fuerte estímulo para ahondar en una proyección que, al regresar a la patria huyendo del fascismo, se convirtió en “revelación definitiva de sí mismo” (Alejo Carpentier: “Trayectoria de Wifredo Lam”, en Letra y solfa, t. 3, cit.), al conectarse de manera vital con la naturaleza y los ancestros de la Isla. Pintó La jungla en 1943, la vendió y fue exhibida en el MoMA de Nueva York. Su nombre quedó como referencia del arte contemporáneo de entonces.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Lam regresó a Europa y visitó muchos países, viajó a Estados Unidos y expuso sus obras en Haití y Perú. A propósito de una muestra en el Museo de Bellas Artes de Caracas en 1955, Carpentier lo presentó en el texto mencionado y apuntó que sus cuadros ya formaban parte de colecciones particulares como las de Pulitzer, Nelson Rockefeller, Berthold Urvater, Roland Penrose, Joseph Cantor, Helena Rubinstein…, y de reconocidos museos en Nueva York, Baltimore, Londres, Grenoble, Santiago de Chile, Chicago, etc. Sus más importantes exposiciones personales las había realizado en Galerie Pierre y Galerie Maeght, de París; Pearls Gallery y Pierre Matisse Gallery, de Nueva York, y Centre d’Art, de Puerto Príncipe. Además, había ilustrado libros de André Breton, Aimé Césaire, Rene Char…, y su estilo había influido a algunos artistas europeos, aunque esto último no lo admitiría casi ningún crítico del llamado Viejo Continente.

En 1953, a propósito de una visita de Lam a Venezuela, Carpentier publicó “Lam en Caracas” en su columna de El Nacional, para presentarlo a los amantes venezolanos de las artes plásticas. Ya el artista cubano había conquistado públicos conocedores de Estados Unidos y Europa, y el escritor no ocultó que contaba con “una clientela pudiente”, requisito para abrirse paso en el reconocimiento internacional, lo cual, junto al acercamiento a los surrealistas europeos, propició las condiciones formales para llevar a cabo su proyecto. Sin embargo, fue decisiva la coronación de su arte en el reencuentro con su tierra, especialmente con la vegetación cubana: “plátanos, gramíneas singulares, piñas silvestres, hojas de formas raras, plantas trepadoras, lechosas”. De la profunda observación de cañas y frutos nació una transformación metamorfoseada y creativa que terminó en “extraños seres animados”, que no perdían la identidad vegetal y “cobraban una movilidad de bestias y hombres”, reiterados en buena parte de su obra. La conjunción de estos seres con expresiones de santería y ñañiguismo estudiadas entonces por Lydia Cabrera, constituyó una composición esencial para una fundación original e inédita de la identidad cubana en la pintura, basada en el culto a los Ibeyes, los hierros de Ogún y las representaciones de Eleguá.

Diego Rivera tuvo un itinerario semejante al de Lam. Desde París su obra fue elogiada por Apollinaire; amigo de cubistas como Gris, Braque, Léger y Picasso, llamó la atención del marchand Leoncio Rosenberg. Al regresar a su patria en medio del ardor de la Revolución Mexicana y ya protagonista de un anecdotario de desplantes y frases ocurrentes, alimentó más su mitología en la capital del país. En tres semblanzas dedicadas a él ─“Diego Rivera I, II y III”─, lo que no había hecho con nadie, Carpentier trazaba en El Nacional aspectos esenciales que develaban la inicial formación europea del artista y presentaba la fisonomía propia que siempre llevaron sus pinturas.

La primera revolución social de la modernidad visibilizó la alfarería popular y la riqueza de las artesanías tradicionales, el universo de formas, decoraciones y técnicas que, junto a la atmósfera cultural ─incluidas la literatura y la arquitectura nuevas, los corridos y la música nacional muy escuchada─ y la dinámica de sucesos históricos, alimentaron la fecunda imaginación del artista junto al alma de su gran pueblo.

Diego Rivera le contaba a Carpentier que por aquellos años soñaba, como una pesadilla, verse en el estudio de la rue de Rennes en París y se “despertaba cubierto de sudores fríos, dando puñetazos en las paredes…”. El pintor mexicano había ido a la capital francesa para conocer a Cézanne y a Gauguin, y entender mejor el cubismo, pero regresó a la patria para encontrarse consigo mismo. Desde los años 20 comenzó a decorar murales y se nutrió de los diseños de sarapes de muchas zonas, la alfarería de Toluca y Guadalajara, los cofres de Olinalá, las jícaras de Michoacán, las máscaras de Pátzcuaro, la platería de Taxco… y entre charros y poblanos saboreó la valiosísima cultura de un pueblo que había continuado la geometrización de códigos refinadísimos, muy anteriores al saqueo español, para dar a conocer el espectáculo del mundo. Esta conciencia fecunda que portaban los artistas populares, la captó el artista, quien veía además al cubismo como “una asignatura esencial para la formación técnica del pintor actual”. De alguna manera, se trataba de una fijación nacionalista.

En estas semblanzas el cronista cubano descubría cuán importante fue Rivera como maestro para José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros: logró un verdadero “renacimiento del fresco” en ese “estado del espíritu”. Las paredes se llenaron de murales: la Escuela Nacional de Agricultura ─hoy Universidad Autónoma─ de Chapingo, el muralismo de Cuernavaca, las paredes del Palacio Presidencial… Algunos detalles recordaban los grafismos indígenas revelados en los códices. Nadie podría negar que el muralismo mexicano constituyó uno de los movimientos más influyentes en las artes visuales modernas, no solo del continente, sino más allá.

Carpentier sintetizó con una anécdota la compleja y desafiante personalidad de Diego Rivera: una vez lo vio en lo alto de un andamio con el torso desnudo y pintando el fresco de La quema de los Judas, en el Patio de las Fiestas de la Secretaría de Educación Pública, y observó que el artista llevaba una pistola en el cinto: “¿Y por qué pinta usted con ‘eso’ al alcance de la mano?”, le preguntó. El pintor respondió: “Para orientar la crítica”.

Es notable la insistencia de Carpentier en el periódico venezolano sobre temas que aún hoy no se hacen muy visibles. En “Los llamados hombres salvajes” dio a conocer pinturas y petroglifos tragados por la selva en la cuenca venezolana del Orinoco, mientras en “Primitivos y primitivos” puso de relieve la cultura pictórica de aficionados que dibujan mal y pintan peor, artistas populares que son niños, viejecitas, carniceros, verduleros, labriegos, empleados… pero logran por su constancia e inspiración una obra significativa sobre animales y floras imaginados, una fantasía sobre lo real y escenas pueblerinas con un colorido extraordinario y un sentido decorativo ajeno a la paralela historia del arte seleccionada por los críticos.

El Aduanero Rousseau, con sus retratos de comerciantes de barrio vendidos por unos francos, o sus sueños selváticos de una naturaleza imaginada, que lo mismo y oficiaba como “fotógrafo” en una rústica boda, que dejaba constancia de una abuelita bretona, un padre con gran mostacho o un perrito faldero, habría sido un buen ejemplo, pero era francés: si bien en Francia el Aduanero se había destacado, difícilmente un pintor así sería promovido en otro lugar.

Esta batalla de descolonización cultural que Carpentier libraba con comentarios ni directos ni evidentes, constituía un ataque demoledor en la guerra contra la colonialidad, capaz incluso de descubrir la marginación de la Europa de los márgenes. En “El arte de Tracia” ponía de relieve la subestimación hacia culturas con alto grado de complejidad, expresado, por ejemplo, en frescos de los tracios ─“menos bárbaros de lo que se pensaba”, según sus irónicas palabras─ con escenas de la vida de un guerrero. Lo mismo ocurría con la pintura etrusca, el dibujo rupestre en Egipto o la escultura africana. El incesante buscador de temas universales atendió las “Artes de Escandinavia” y llamaba la atención sobre la estética decorativa de los vikingos, desentendida del realismo, más bien con la intención de sobrepasar lo visible y apelar a poderes mágicos.

La insistencia capenteriana en que se conocieran los logros creativos de pintores y artistas de pueblos marginados a pesar de su extraordinaria cultura plástica, nunca cesó. En “La asombrosa Mitla”, un complejo arquitectónico-plástico a unos 40 kilómetros de Oaxaca, comentó cómo puede admirarse el Templo de las Columnas, bajo una estética completamente abstracta que reaccionaba a una etapa “barroquista” zapoteca, para llegar a la “suprema serenidad de la ornamentación geométrica; a las salas sin ídolos, sin dioses de barro o de piedra; a la belleza integral de las texturas…”. También dedicaba una crónica al “Panorama del arte haitiano”, y se detenía en “la habilidad en el manejo del color, en la gracia de las entonaciones, en la riqueza de sus materias”. Lo mismo divulgaba “Una extraordinaria exposición”, de moda en el MoMA de Manhattan, sobre “terracotas y objetos de oro, de la cultura chibcha; vasijas amazónicas; guacos incaicos; morteros zoomorfos, de factura mexicana; esculturas olmecas, una suntuosa toca de plumas, hallada en Tiahuanaco…”, que volvía sobre las “Pictografías venezolanas”, apenas conocidas y con ciertas figuraciones semejantes a las que en ese momento pintaba Joan Miró, o  comentaba un libro de Claudio Lévi-Strauss sobre el “Misterio de un arte indígena” encontrado en Brasil, pinturas de la cultura mbayá, cuyos portadores adornaban sus cuerpos con arabescos asimétricos y una geometría muy sutil.

Carpentier demostraba en su cultísima obra periodística el valor de estéticas no reconocidas por las metrópolis europeas, y proyectaba un pensamiento descolonizador sin necesidad de proclamarlo. No hay tal misterio entre pueblos indígenas ni “primitivos”, no existe una novedad exclusiva europea en el descubrimiento del cubismo o las vanguardias, porque, tal y como concluía su crónica sobre el libro de Lévi-Strauss, “el pensamiento colectivo de cualquier pueblo de los mal llamados ‘primitivos’ o ‘salvajes’ procede de acuerdo con leyes universales, que son comunes a todos los hombres”.               


0 comentarios

Deje un comentario



v5.1 ©2019
Desarrollado por Cubarte