Carpentier y las artes visuales (II)


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Ilustración de Isis de Lázaro.

 

Carpentier y las artes visuales (I)

2. Picasso, Dalí y los vanguardistas europeos

En los años 50, cuando Carpentier publicaba en El Nacional de Caracas, todavía América Latina estaba bajo las secuelas de la regularidad neoclásica, el espíritu romántico y el impacto modernista. En las artes visuales predominaba la aceptación de lo figurativo y las naturalezas muertas. El peor gusto de la “viceburguesía” criolla se concentraba en lagos con cisnes entre nenúfares y damiselas que se columpiaban en bosques. En la arquitectura seguían edificándose “casas-cakes”, esas enmerengadas y sólidas construcciones eclécticas que dieron fisonomía a muchas ciudades. A pesar de que desde los años 20 los vanguardismos europeos interactuaron con la cultura americana, en un proceso de ida y vuelta, con escritores, artistas y arquitectos que dejaron obras originales, muy lejanas de los referentes europeos, todavía por los años 50 se había avanzado poco en aceptar tales cambios. El posimpresionismo europeo, con su oleada de ismos —cubismo, constructivismo, futurismo, expresionismo, dadaísmo, surrealismo…—, postulaba otra relación del artista con la naturaleza y la sociedad, pero se necesitaba preparar al público receptor, incluso hasta en la propia Europa.

Después de la Primera Guerra Mundial, en el llamado Viejo Continente se vivía una época de posguerra que preparó otra guerra. Desde antes se habían negado violentamente la eufonía y las formas, los tonos y colores del modernismo; se destruyeron los valores consagrados por esa tradición y se desmontó el legado decorativo del arte. Con esos presupuestos, tendencias, movimientos, estilos, conceptos, escuelas, ideas, sistemas… se fundó lo que llamaron “vanguardismos”, un término proveniente del lenguaje militar. Pero, como siempre, los europeos creyeron que estas creaciones surgían solamente en su “feudo”. En la modernidad americana se desplegaron paradigmas propios de la región, en medio de circunstancias sociales y políticas contradictorias. Lo cierto es que en muchos lugares la modernidad propició un nuevo concepto del espacio y del tiempo, una nueva convivencia entre el objeto y lo objetivo con el sujeto y lo subjetivo, y esta nueva realidad trajo un nuevo arte. Carpentier lo había captado desde joven y supo diferenciar estos procesos en Europa y América. España fue de las naciones europeas que más resistencia le hizo al cambio, a pesar de magistrales pintores como Pablo Picasso y Salvador Dalí, entre otros.

En un trabajo publicado en El Nacional en 1953, “Los pintores de la Espasa”, el escritor cubano se refirió a los nombres que recogía la Enciclopedia Espasa ─Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana, conocida como “Espasa” por el apellido de su editor, considerada entonces por algunos como “la biblia del saber”─, sobre “pintores contemporáneos” hoy prácticamente olvidados; tomados al azar por la letra M aparecen Eliseo Meifrén, Enrique Mélida y Alinari, Luis Menéndez Pidal, Hendrik Willem Mesdag, Félix Mestres Borrell… “Lindos paisajes”, “idilio en un jardín”, “alboradas gallegas”, “escenas de pesca”, “retratos de familia”, “niños endomingados”… fueron los temas figurativos y bien pintados de estos artistas. Desde 1911 “el joven e ignorado Pablo Picasso cerraba sus maletas para marchar a París” y la “diabólica Francia” se convirtió en epicentro para entender lo que aseguró André Malraux: “La creación es una lucha de la forma en gestación contra la forma fijada”. No todos comprendieron esta evidencia y la capital francesa tuvo el ambiente propicio para aceptar nuevas formas; allí coincidieron muchos artistas del mundo para intercambiar ideas y proyectos.

Después de la Segunda Guerra Mundial Picasso había accedido a un lugar paradigmático en las artes plásticas. Pasó por diversas épocas: Período Azul entre Barcelona y París; Período Rosa en París; el protocubismo —que data de Las señoritas de Avignon, de 1907—; el cubismo, que irrumpió en el propio 1907, con él y Georges Braque a la cabeza, y atravesó varias etapas; el surrealismo, su período más extenso hasta consolidar un proceso que estableció, en sentido general, el abstraccionismo. Guernica, de 1937, de por sí un homenaje a los primeros mártires de la nueva guerra, logró un reconocimiento mundial en la posguerra; La paloma de la paz, de 1949, se convirtió en símbolo, basada en la aparición de una paloma con un ramo de laurel después del diluvio universal. Picasso llegó a ser el pintor por antonomasia, aunque su genialidad incluía el dibujo, el grabado, la escultura, la ilustración y el diseño gráfico; también diseñó escenarios y vestuarios, fue caricaturista, pintó personajes populares… Nunca negó la influencia africana en sus piezas escultóricas; se estableció en París con viajes continuados a la península ibérica, y vivió en los barrios de Montmartre y Montparnasse, donde se concentraba la bohemia artística de la llamada Ciudad Luz. Perteneció al Partido Comunista español y al francés. Fue un pacifista raigal.

En “Un libro sobre Picasso”, de 1954, Carpentier informa sobre Picasso, retratos y recuerdos, de Jaime Sabartés, amigo y secretario del artista, que resume su formación familiar y profesional, la vida cotidiana, el modo de trabajar, sus conversaciones en talleres, casas, calles y cafés. En su artículo, nuestro gran narrador sintetiza los conceptos picassianos sobre la belleza, “una cosa muy extraña” en que se puede incluir la “fealdad positiva”; sin culparla de todo, al hablar de la academia enfatiza que “nada es más vicioso que la vista”, y se refiere a los museos como espacios “llenos de cuadros malogrados”, porque “lo que ahora tomamos por ‘obras maestras’ son las obras que más se apartaron de las reglas dictadas por los maestros de la época”. Cuando Picasso vio pasar una división panzer alemana con cañones y camiones en la toma de París, dijo: “Es otra raza… lo cierto es que nosotros pintamos mejor”. En “Al cerrar el libro”, Carpentier continuaba al otro día con el mismo tema e insistía en lo importante del aparente “tiempo perdido” de los genios, pues el artista español pasaba semanas y semanas sin hacer nada, evadiendo el caballete, en un paseo con su perro, conversando con amigos, haciendo viajes “inútiles”, pero de repente, como en estado de trance, hacía varias piezas seguidas.

Carpentier divulgó en “Antología picassiana” algunas de las frases más conocidas del artista, quien no gustaba exponerse a la prensa ni concedía entrevistas. Sus expresiones fueron célebres. Cuando pintaba influido por Toulouse-Lautrec, sus amigos lo alababan y él decía: “Lo que habrá de salvarme es que cada día estoy pintando peor”. Acerca de sus piezas cubistas, los críticos le comentaban que no lo entendían, y entonces contestaba: “¿Y qué?, tampoco entienden chino, sin embargo, hay quinientos millones de hombres que hablan chino”. No fue admirador de Matisse, y en una ocasión, al descubrir un cabello en la sopa que le sirvieron, exclamó: “¡Un dibujo de Matisse!”. En la Primera Guerra Mundial, un oficial del ejército francés se quejaba de que los cañones de artillería de grueso calibre estaban demasiados expuestos o visibles, a lo que el pintor le aconsejó: “Disfrácelos usted de arlequín”. Un siquiatra alemán se empeñó en demostrar que todos los pintores modernos eran locos y comparaba dibujos de esquizofrénicos con reproducciones de piezas modernas de Gris, Braque y Picasso, a lo que el pintor español ripostó: “¡Ahora resulta que hemos curado a los locos!”.

Quizás la más famosa de sus frases fue la dedicada al procónsul alemán en Francia, Otto Abetz, quien en visita al estudio de Picasso durante la ocupación de París se detuvo ante Guernica y le preguntó: “¿Es usted quien hizo esto?”; plácidamente, el creador respondió: “No. Eso lo hicieron ustedes”. Fui testigo, cuando todavía el Guernica estaba en El Prado, de la preparación para pintarlo: una extensa serie de bocetos a partir de una fotografía sobre los bombardeos al pueblo acompañaba la exhibición antes de llegar a la enorme e impresionante pieza; recuerdo que los esbozos del toro y la mujer gritando en el balcón le podían sacar las lágrimas a cualquiera.

Entre ignorantes y eternos adversarios o especuladores de lo que no entienden, existían —existen— los que repetían: “Picasso hace cualquier cosa… y la vende”, y así comenzó Carpentier el artículo “Génesis de un cuadro”. La infeliz afirmación sería desmentida a partir de la lectura en un número de la revista Paris Match correspondiente a 1956, de un texto que revelaba el proceso creador del gran artista para llegar a la expresión definitiva, y reproducía fotos de todas las fases de transformación hasta concluir La playa de La Garoupe: su autor estableció un esquema de composición con sencillos trazos, pintó en el lienzo diversas siluetas de bañistas, aumentó elementos acumulados al azar, aplicó el color, añadió figuras femeninas, eliminó adornos superfluos, decidió cuáles personajes mantenían su hegemonía en la composición, decidió el papel de lo escenográfico, dio nuevo tratamiento al color, creó figuras que no estaban y desapareció otras, simplificó la escena, ajustó los colores… pero, insatisfecho, de pronto abandonó la tela. Colocó otro lienzo en el caballete, trazó una composición más sencilla, y en una hora terminó el trabajo que exigió unas 80 horas previas.

Este proceso creativo que desarrollaba el genial malagueño lo sitúa entre los pintores que más elaboraban una pieza antes de considerarla concluida. Carpentier, en su pasión por la música, comprendió el valor de un curioso trasvase del arte. En “Las meninas de Picasso”, comenta: “Tuvo que aparecer un gran pintor, en nuestro siglo, para que la ‘variación’ pasara al campo de la plástica”. Sus dibujos sacan a las infantas del cuadro de Velázquez, las aíslan y las tratan como personajes independientes; el aposento donde estaban se transforma en un escenario picassiano con la presencia de nuevas y amplias ventanas en que se observa un paisaje mediterráneo con muchas aves y bañado de luz. Picasso se inspira en la juventud de las meninas como pretexto para pintar otro cuadro; se trata del juego de “variaciones sobre un mismo tema” llevado a las artes plásticas, y Carpentier cató esta sutileza.

La fascinación carpenteriana se extendía a la personalidad, carácter e ideología de Picasso, pero no siempre ocurría así: para admirar a otro artista, no necesitó disimular que detestaba su condición humana. Me refiero a Salvador Dalí. Narcisista y megalómano, excéntrico y simulador, fue uno de los pintores surrealistas más importantes del siglo. Dalí, que apoyó al franquismo, fue un excelente dibujante y mantuvo un altísimo nivel de creatividad para apresar los estados subjetivos del inconsciente. Desde la temprana La persistencia de la memoria —conocida también como “Los relojes derretidos”—, de 1931, sus piezas llamaron la atención del público y los especialistas. Carpentier en 1952 hizo una presentación de Dalí en las páginas de su columna en El Nacional; sin ambages, lo calificaba y lo desnudaba: “He ahí, pues, al falso loco, al falso raro, con sus bigotes absurdos, sus esperados desplantes, sus ‘poses’ tremendamente eficientes en lo financiero. Porque Salvador Dalí no es de los que sufren a causa de sus locuras. […]. Las locuras de Salvador Dalí son un gran negocio. […]. Que Salvador Dalí sea un dibujante extraordinario, nadie lo niega. Que ciertos cuadros suyos sean piezas maestras, nadie lo discute. Pero mucho me temo que Dalí está pagando sus historias nucleares y paranoicas, el tiempo perdido en escribir falsos tratados de pintura, fantasías sobre Greta Garbo, elogios sobre sí mismo, con una decadencia de su poder creador”.

En un artículo posterior a propósito de un trabajo científico sobre arte y psicopatologías titulado “Al margen de un ensayo médico” ─que establecía diferencias entre los intentos de un loco para darse a conocer en un cuadro y las creaciones de un pintor para liberar su neurosis─, Carpentier alertaba al autor del ensayo, que incluía a Dalí: “¡Tenga cuidado! ¡No se deje arrastrar por una laudable deformación profesional! Mire que Picasso es la estampa del equilibrio y del dominio de sí mismo. No bebe. No trasnocha. Tiene hijos sanísimos, y, a su edad, disfruta de una vitalidad de corredor de Marathón”. En otra crónica de 1953, insistía en que Dalí hacía escándalo por escándalo y tenía como cruel apodo ─acuñado por André Breton─ Avida Dollars; hubiera podido aprovechar mejor su imaginación y su inventiva en su obra y no en producir estrepitosos ruidos. En ese mismo año volvía sobre el artista con “La manía de asombrar” y lo desenmascaraba: “Hace años, cuando ciertas playas del sur de España, se caracterizaban por una atmósfera familiar, apacible, enemiga de estridencias, Salvador se presentaba en ellas, casi desnudo, con collares de abalorios al cuello y plumas pegadas de la frente. […]. Cuando los surrealistas, hacia el año 1932, se reunieron para firmar una declaración conjunta contra la ideología nazi, tuvieron la sorpresa de oír decir a Dalí que Hitler le parecía un personaje muy simpático, porque los conceptos contenidos en el Mein Kampf contribuirían (sic) ‘a fomentar una nueva raza de nodrizas paranoicas’”.

Hasta 1958 Carpentier continuó escribiendo sobre Dalí. Posiblemente “El gran excéntrico” fuera su último trabajo relacionado con el pintor español. En él vuelve a la carga contra sus “excentricidades y musarañas”, “la actividad histriónica de un individuo tan desprovisto del sentido del ridículo que llega a cobrar una dimensión única dentro de lo grotesco”. Reproduce unas “trascendentales declaraciones” a un periodista para la revista Arts, de París: “Yo no entiendo el castellano. Solo escribo en francés. Después, me traducen… Estoy escribiendo, en este momento, El diario de un genio. Desde luego, que el genio soy yo… ¿Qué libros leo? Exclusivamente libros científicos, trabajos sobre biología, sobre física nuclear. Yo leo libros científicos precisamente porque no entiendo una jota de lo que en ellos se dice. Por lo mismo, mis interpretaciones personales resultan mucho más fructuosas…”. Ya la farsa se había prolongado en demasía, y ni Carpentier, ni nadie, comentaba sobre su arte, sino sobre sus escándalos.

Muchos otros artistas de las vanguardias europeos fueron tratados por Carpentier en su columna. Reseñó la muerte de Matisse. Se refirió a la trayectoria de Paul Klee. Resaltó la contemplación de la vida moderna de Fernand Léger, sin añorar el pasado. Destacó la altura de una obra que regresa joven en Joan Miró. Valoró la importancia de los títulos de las piezas en los pintores poetas, como Max Ernst. Dio noticia de la aparición de unos 200 cuadros de Vasili Kandinski. Vislumbró la enorme importancia para el futuro de los pronunciamientos de la Bauhaus, concebida para ser una escuela de Bellas Artes, y Artes y Oficios. Y en no pocas ocasiones se refirió a la grandeza del rumano Constantino Brancusi, una de las figuras más influyentes en la escultura contemporánea, cuya obsesión se concentró en lograr la suprema simplificación de las formas.

La obra de arte todavía sufrió una verdadera revolución —incomprendida por los ideólogos políticos— con los ready-mades de Marcel Duchamp. En “El enigma Duchamp”, el culto y revolucionario intelectual cubano, en política y estética, reconoce el misterio de algo que está naciendo, más con interés artístico que comercial y a lo que debe ponérsele atención: se trata de un “pintor que no pinta”, y utilizó las propias palabras del artista francés para explicar su arte nuevo: “Desde el advenimiento del impresionismo […] las producciones visuales se detienen en la retina, trátese del cubismo o del abstraccionismo. Todo es pintura ‘retiniana’. […]. El gran mérito del surrealismo está en haber tratado de romper con un mero contento de las retinas. […]. La pintura contemporánea se ha vulgarizado en gran escala, para gran contento de un público ávido de penetrar en los arcanos de todas las cosas. […]. En arte, lo que ‘no se ha hecho’ es siempre superior a ‘lo que se ha hecho’. Además, no veo por qué se concede a la posteridad el poder de determinar ‘lo que está bien y lo que está mal’, teniéndose en cuenta, además, que la posteridad cambia cada cincuenta años”.  

Carpentier vivió en la primera mitad del siglo, anterior a la transformación de las artes visuales mediante una lucha encarnizada que comenzó en la figuración, ya de por sí deformada por el impresionismo del siglo XIX, pasó por el cubismo que descomponía el objeto para recomponerlo en el orden plástico, la simplificación y la ruptura de la simetría, las variantes del abstraccionismo, el expresionismo no figurativo, el informalismo, el tachismo… hasta las posibilidades del instalacionismo. “Proliferación de lo abstracto” reconoce una evolución cuando en 1910 las obras de Matisse, Braque, y sobre todo Picasso, comenzaron a renovar la plástica en Europa de la manera más fecunda. La pintura directa, figurativa y con “asunto”, por no decir “anecdótica”, comenzó a perder esas cualidades. “Una historia del abstraccionismo” da cuenta de un enjundioso estudio de Michel Ragon, La aventura del arte abstracto, y Carpentier comprende que se trata del arte del siglo atómico y supersónico, en que se busca la “supremacía de la sensibilidad pura”, más que explicaciones de expertos críticos o de doctrinas políticas que pretendieron cambiar las formas decadentes del capitalismo por un agotado realismo decimonónico bajo el fallido título de “realismo socialista”, defendido por más de un intelectual honesto y revolucionario en política, pero conservador en arte. Alejo Carpentier supo mantenerse coherentemente revolucionario en política y en arte.              

       

 

 


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