En la obra de Alejo Carpentier, La Habana resulta una constante. La ciudad se convierte, en las novelas del cubano, en un verdadero espacio mítico que comprende no sólo la concreta presencia de sus formas, sino también la solidez de un juicio en el que se entiende el espíritu barroco en todas sus representaciones y en el afán por alcanzar a entender, explicándolo, el valor sincrético del mundo nuevo en los sentidos del criollo y en la mente de un sujeto actual e inteligente. El novelista no mira desde fuera, exhibiendo su tremenda capacidad para desvelar los signos cuidadosamente asimilados, seleccionados y ordenados, de todo aquello que se le ofrece, asumiendo el simple papel de testigo distante, sino que acepta la responsabilidad de reproducir la intensidad de un diálogo consigo mismo, tratando de referir a los otros la íntima adoración por un lugar urbano repleto de vivencias personales y sugerentes insinuaciones misteriosas. En la obra escrita de Alejo Carpentier, La Habana ejerce su cierto papel protagónico, incluso cuando no aparece en su forma descriptiva más directa. La ciudad se convierte, en las páginas del autor, en brisa o vendaval, en aire que refresca o abrasa todo lo que se nos va contando. Es un punto de encuentro que provoca la imaginación de los hombres, incluyendo en ellos al mismo Carpentier, en un proceso que tiene mucho que ver con el ir conociendo el universo y la historia de un complejo ser americano. No importa tanto el sitio, aunque se destaque su singular personalidad; interesan sus visiones.
Un paseo por la ciudad
Si la obra novelística de Alejo Carpentier comprende el espacio habanero como esa propia constante necesaria, su libro La ciudad de las columnas es la fórmula concreta de una abstracción espacial siempre en movimiento. Las palabras del cubano se ordenan en la medida que las va paseando sobre la página, con toda la parsimonia de un compañero ocioso y atento. No es el guía que señala, ni el vecino del barrio; es el hombre entero, y éste refiere algunos destellos de:
(…) la vieja ciudad, antaño llamada de intramuros, ciudad en sombra, hecha para la explotación de las sombras, sombra, ella misma, cuando se la piensa en contraste con todo lo que fue germinando, creciendo, hacia el oeste, desde los comienzos de este siglo, en que la superposición de estilos, la innovación de estilos, buenos y malos, más malos que buenos, fueron creando en La Habana ese estilo sin estilo que a la larga, por proceso de simbiosis, se amalgama, se erige en un barroquismo peculiar que hace las veces de estilo, inscribiéndose en la historia de los comportamientos urbanísticos. Porque, poco a poco, de lo abigarrado, de lo entremezclado, de lo encajado entre realidades distintas, han ido surgiendo las constantes de un empaque general que distingue a La Habana de otras ciudades del continente.
La singularidad se instala en la pluralidad; lo único en lo múltiple, en su objetiva linealidad y en su puntual presencia superpuesta y retorcida. El tiempo, las personas y las cosas no se suceden, sino que se encuentran, reconociéndose todas en cada esquina y en los signos que las perfilan. El escritor ejerce como cronista de una dinámica objetual que asume como propia, con todas las ambigüedades y contradicciones que ello implica. El resultado de su testimonio intencionado no deja de ser un documento útil y, sin embargo, particularmente ocioso, capaz de exponer la verdad de un universo barroco extrañamente adaptado a un medio en el que todo resulta vivo. La Habana es un reflejo de realidades que se ofrecen en su excesiva imaginería entrañable y asalta las formas de un decir coherente, repleto de contenidos y sometido a las leyes de la verdad y del artificio. Para Carpentier, las columnas son los puntales de La Habana, el origen de un círculo y el sostén de un edificio que, sin carecer de antecedentes en el alarife español, apunta la cierta gracia personal de:
(…) patios umbrosos, guarniciones de vegetación, donde troncos de palmeras... convivieron con el fuste dórico. En un principio, en casas de sólida traza, un poco toscas en su aspecto exterior, como la que se encuentra frente a frente a la catedral de La Habana, pareció la columna cosa de refinamiento íntimo, destinada a sostener las arcadas de soportales interiores. Y era lógico que así fuera... en ciudad cuyas calles eran tenidas en voluntaria angostura, propiciadora de sombras, donde ni los crepúsculos ni los amaneceres enceguecían a los transeúntes, arrojándoles demasiado sol en la cara. Así, en muchos viejos palacios habaneros, en algunas ricas mansiones que aún han conservado su traza original, la columna es objeto de decoración interior, lujo y adorno, antes de los días del siglo XIX, en que la columna se arrojará a la calle y creará —aún en días de decadencia arquitectónica evidente— una de las más singulares constantes del estilo habanero: la increíble profusión de columnas, en una ciudad que es emporio de columnas, selva de columnas, columnata infinita, última urbe en tener columnas en tal demasía; columnas que, por lo demás, al haber salido de los patios originales, ha ido trazando una historia de la decadencia de la columna a través de las edades. No hace falta recordar aquí que, en La Habana, podría un transeúnte salir del ámbito de las fortalezas del puerto, y andar hasta las afueras de la ciudad, atravesando todo el centro de la población, recorriendo las antiguas calzadas del Monte o de La Reina, tramontando las calzadas de El Cerro o de Jesús del Monte, siguiendo una misma y siempre renovada columnata, en la que todos los estilos de la columna aparecen representados, conjugados o mestizados hasta el infinito. Columnas de medio cuerpo dórico y medio cuerpo corintio, jónicos enanos, cariátides de cemento, tímidas ilustraciones o degeneraciones de un Vignolo compulsado por cuanto maestro de obras contribuyera a extender la ciudad, desde fines del siglo pasado, sin ignorar a veces la existencia de cierto modern-style parisiense de comienzos de siglo, ciertas ocurrencias de arquitectos catalanes y, para quienes, en los barrios primeros, querían sustituir las ruinosas casonas de antaño por edificaciones más modernas..., las reposteras innovaciones de «estilo Gran Vía» de Madrid.
Junto a la columna, y entre ellas, las gentes, su bullicio y otros elementos arquitectónicos imprescindibles para entender el complejo aire barroco del conjunto, la lógica de un ambiente exuberante, de un paisaje sincrético que expone su natural simbiosis abigarrada con toda la fuerza que proporciona un tremendo horror al vacío. La reja también tiene su sentido y su historia, ligada a las casas y a quienes la habitan, en una geografía antillana cuyo catálogo de hierros se multiplica tanto como su registro columnero. Desde los bajos, más antiguos —y aquí también cabe contemplar la presencia del guardacantón—, hasta los más elevados, ya a partir de este siglo, expresos en balcones y galerías, externos o interiores, con sus guardavecinos, la «orfebrería» ferruginosa va presentando sus variantes específicas, adosándolas a las fachadas, en sus abiertos huecos que se proyectan hacia ambos lados de los muros. El enrejado configura un adorno de existencia casi atemporal y, a la vez, exactamente cronológica. El proceso histórico se repite en coherente diálogo con su entorno y con las personas que lo van haciendo mientras lo viven. Las primeras rejas, más próximas a la tierra, son blancas, enrevesadas, casi vegetales. Exponen su:
(…) abundancia y los enredos de sus cintas de metal, con dibujos de liras, de flores, de vasos vagamente romanos, en medio de infinitas volutas que enmarcan, por lo general, las letras del nombre de mujer dado a la villa por ella señoreado, o una fecha, una historicista sucesión de cifras, que es frecuentemente —en El Vedado— de algún año de los 70, aunque, en algunas, se remonta a la cronología del herraje a los tiempos que coinciden con la Revolución Francesa. Es también la reja residencial de rosetones, de colores de pavo real, de arabescos entremezclados, o en la carnicería prodigiosa —de la Calzada de El Cerro— enormemente lujosa en este ostentar de metales trabados, entrecruzados, enredados en sí mismos, en busca de un frescor que, durante siglos, hubo de solicitarse a las brisas y terrales. Y es también la reja severa, apenas ornamentada, que se encaja en la fachada de madera de alguna cuartería, o es la que pretende singularizarse por una gótica estampa, adornarse de flores nunca vistas, o derivar hacia un estilo sorprendentemente sulpiciano. Puede la reja cubana remedar el motivo caprino de las rejas de la Casa de El Greco, evocar alguna morada de Aranjuez, o alojarse en ventanas que imitan las de algún castillo de la Loire..., lo peculiar es que esa reja sabe enredarse en todos los peldaños de la escala arquitectónico-social (palacio, cuartería, residencia, solar, covacha) sin perder una gracia que le es propia, y que puede manifestarse de un modo inesperado, en una sola voluta de forja que cierra el rastrillo de una puerta de pobrísima y despintada tabla.
El guardacantón, custodio de las puertas mayores, señala, en su quicio, la verdad de un mundo peculiar que coincide con el de los coches de tiro con llantas de metal. En esta baja coraza de metal se dibuja «un inesperado mundo poblado de signos solares, de toscos motivos ornamentales que pueden tomarse por figuraciones de estrellas —vagos petroglifos que añaden su personalidad a cuanto se les integre en lo exterior». Los segundos hierros, arriba, siguen esa misma proporcionalidad sin proporciones ni medidas de sus vecinos inferiores, si bien se afincan en ese espacio aéreo destinado a los altos municipales o comunitarios. Es aquí donde reina el guardavecinos, una verdadera:
(…) frontera decorativa, puesta en el límite de una casa, o, en todo caso, de un piso, repitiéndose, en él —multiplicándose, por tanto—, toda la temática decorativa que ya había nacido en las rejas puestas al nivel de las calles, aupándose, elevándose con ello el barroquismo de los elementos arquitectónicos acumulados por la ciudad criolla... Nacieron allí, en lo alto, nuevas liras, nuevas claves de sol, nuevos rosetones, remozándose un arte de la forja que estaba en peligro de desaparecer con los últimos portafaroles... que solían sacar el brazo propicio sobre el arco mayor de la puerta mayor.
El conjunto manifiesta, hacia lo externo, el estilo callejero de La Habana, y, por extensión, el de Cuba entera, dando los rostros de una cara en los metales de su fachada que guarda, en su lado interno, un paisaje acorde con lo que se ofrece al viandante en la atenta contemplación de sus figuras. La mampara, en sus diferentes formas debidamente localizadas y evolucionadas dentro de la casa, cuida las penumbras e invita a la brisa en un juego civilizado y agradable. Es ella la que fija el lugar del fresco y marca la urbanidad de las relaciones sociales dentro de los muros; la verdadera puerta del hogar criollo. La distribución de sus maderas y sus vidrios nos permite comprender la íntima exhibición del hombre cubano:
(…) la mampara eléctrica de la clase media cubana era todavía, en nuestros días de adolescencia, una puerta superpuesta —en cuanto a colocación de los goznes— a la puerta real, que nunca se cerraba o abría, sino en casos de muerte o enfermedad del morador de una estancia, o cuando soplaban los nortes del invierno. Su parte inferior que, en las casas de vivienda —no así en las oficinas— era de madera, se adornaba en la parte superior, por lo general, de dos piezas de cristal opaco a menudo adornadas con calcomanías, rematadas, en lo alto, por una moldura de madera de diseño un tanto ojival, cuyos dos cuerpos eran cerrados por una borla de madera semejante a una granada. Las calcomanías decorativas, según fuese el gusto del morador, representaban manojos de flores, pequeños paisajes, o escenas humorísticas de tipo callejero —requiebro a la mulata, el marinero de juerga, el asno empecinado—, cuando no conjugaban el tema geométrico (greca, astrágalos, arabescos... (…) La mampara, que aislaba a los moradores lo suficientemente para que pudieran verse unos a otros, originaba, en las casas de mucha prole y mucha parentela, el hábito de conversar a gritos, de un extremo a otro de la vivienda, para mejor información al vecino de menudos conflictos familiares. El problema de la «incomunicabilidad», tantas veces planteado por los novelistas recientes, no se planteaba en casa de mampara, vibrante de cristales que transmitían cualquier pregón hasta las íntimas penumbras del patio de arecas y albahacas. En la morada señorial, en cambio, la mampara era majestuosa y maciza. Se adornaba de espesas tallas inspiradas en motivos vegetales que en mucho evocaban los encrespamientos de Borromini.
Estas separaciones interiores, llegan a ser incluso determinantes de un edificio singular —colegio, taberna, hogar señorial o palacio público—, colocándose a «medio camino entre las vegetaciones del patio y aquella polícroma frontera entre lo que no era de la penumbra y lo que era del sol, que era el medio punto, elemento fundamental del barroquismo cubano», abanico de cristales inmenso, abierto sobre las puertas interiores. Más vidrio, en un lujo semejante en materiales y distinto en concepción e interpretación. Aquí es donde el cubano, el habanero, juega a hablar con el sol, después de haberse dotado de espejuelos para mirarlo. El medio punto sirve de intérprete en un discurso que transcurre en planos de inteligibilidad recíproca o de íntima complicidad. En esta superficie traslúcida e iriscente se mezclan los colores, sin historiar las figuras, esporádicamente representadas por motivos florales o heráldicos; se atraen y proyectan los reflejos en:
(…) triángulos combinados, ojivas entrelazadas, despliegues de colores puros, manos de enormes cartas, definidas y barajadas en cien casas de La Habana, que explican, por su presencia a la vez añeja y activa, ciertas características de la pintura cubana contemporánea. La luz, en los cuadros que esas pinturas representan, les viene de dentro. Es decir, de fuera. Del sol colocado detrás de la tela. Puesto atrás del caballete.
Y el círculo del paseo se cierra, en La ciudad de las columnas, en un ritornello columnario ya repleto de significación y presencia; de unicidad y relación; de orden y caos, siempre colocados en su espacio y de él alejados; en el tiempo del sujeto que las vuelve a contemplar e interpretar porque entre ellas pasea. Son las columnas las que, de una u otra manera, poco a poco, y en un instante, «determinan los módulos y medidas»; son un modulor que otorga al ámbito habanero su «singular barroquismo americano», consistente en:
(…)acumular, coleccionar, multiplicar columnas y columnatas en tal demasía de dóricos y de corintios, de jónicos y de compuestos, que acabó el transeúnte por olvidar que vivía entre columnas, que era acompañado por columnas, que era vigilado por columnas que le medían el tronco y lo protegían del sol y de la lluvia, y hasta que era velado por columnas en las noches de sus sueños. La multiplicación de las columnas fue la resultante de un espíritu barroco que no se manifestó —salvo excepciones— en el atirabuzonamiento de pilastras salomónicas vestidas de enredaderas doradas, sombreadoras de sacras hornacinas. Espíritu barroco, legítimamente antillano, mestizo de cuanto se trasculturizó en estas islas del Mediterráneo americano, que se tradujo en un irreverente y desacompasado rejuego de entablamentos clásicos, para crear ciudades aparentemente ordenadas y serenas donde los vientos de ciclones estaban siempre al acecho del mucho orden, para desordenar el orden apenas los veranos, pasados a octubres, empezaran a bajar sus muchas nubes sobre las azoteas y tejados.
Un concierto imposible se resuelve en una desconcertante pieza concertada, que acuerda con el hombre en sus principios básicos y en sus formas combinadas particulares.
A modo de coda
En La ciudad de las columnas, Alejo Carpentier hace literatura, sustentándola en los pilares de una concreta geografía urbana que, en la conciencia del escritor, resume la historia del ser americano contemporáneo, impregnado éste en la presencia habitual de algunos elementos destacados que aún conservan el exotismo de su herencia en un paisaje habanero naturalmente excesivo y abigarrado. Es en ese estilo sin estilo donde se deja sentir el eco de la palabra carpenteriana en su ajustada reverencia sensual, enriquecida con un proceso cultural extraordinariamente complicado, ambos mostrados en solo documento vivo, que no excluye proyecciones en otros escritos, a caballo entre el testimonio objetivo y la cuidada expresión artística.
Alejo Carpentier cuenta las cosas que siente y ve, relacionándolas, sin temor a usurpar el papel que tradicionalmente se reserva al geógrafo o al arquitecto. La curiosidad y la atención le llevan a impresionar sus figuras en una singular crónica antillana y, a la vez, en un pleno registro universal. Un mundo nuevo se levanta ante los ojos y la inteligencia de un espectador responsable, y este último, debidamente acompañado, es el que se deja enredar en los hilos del relato y en el ambiente en que se va situando y planteando.
La existencia del individuo acotado y proyectado depende de la verdadera razón de sus muestras —las que ha dejado, deja y dejará en un tiempo y un espacio concretos y, sin embargo, ambiguos—, pero también de la calidad de sus fórmulas aparentemente caóticas y siempre sugestivas. El resultado de este proceso se exhibe y se traduce en la medida en que la persona discurre dentro de las leyes que él mismo se atreve a dictar.
Carpentier señala, en el libro, algunos de los elementos del espíritu barroco americano, del barroco original, instalados en la puerta abierta de un universo sincrético y maravilloso, real, dando fe de ellos en la realidad del libro. La ciudad de las columnas es una pieza musical que se convierte en otro ejercicio de historia donde se mezcla, superpone y confunde, lo sensual, su memoria y sus imágenes, dando paso a la configuración de un cierto espacio mítico; ofreciendo el trayecto para contemplarlo y entender sus matices; liberándolo de interpretaciones monolíticas y de tics extraños y preconcebidos. La Habana muestra al paseante desocupado su completo artificio; otorga al viajero la posibilidad de enriquecer su experiencia inteligente, despertando su fantasía; convierte a este último en héroe pacífico, empeñado en cumplir su trabajo en los límites del texto. En lo mínimo se resume lo trascendente; en lo particular sus contrastes. El relato de La Habana, en La ciudad de las columnas, es lógico, parcial, despreocupadamente intenso y encajado, preñado de imaginación, de materiales y de argumentos; íntimo, obsesivo y distante; verdadero y aparente. Alejo Carpentier sabe montar sus signos de una ciudad ya formulada por Baudelaire: «temple oü de vivants piliers / laissaient entendre de confuses paroles».
Tomado de: www.cervantesvirtual.com
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