De pacificaciones estereotipadas y nuevos órdenes abisales
El gran premio Coral otorgado a la película brasileña Pacificado (2019) y el Coral de dirección a su realizador, el estadounidense Paxton Winters, en la edición 42 del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, favorecen un cine cauteloso, convencional, que no toma riesgos estéticos ni conceptuales a la hora de estructurar su discurso. Es un cine comercial con pátina social, engarzado con entusiasmo en las más cómodas y convencionales molduras de las películas de gánsteres, en leve coqueteo con el thriller de narcos o narco-thriller, y también en el que pudiera calificarse como «cine de favelas».
A medio camino entre Carlito’s Way (Brian De Palma, 1993), Conducta (Ernesto Daranas, 2014) y Dheepan (Jacques Audiard, 2015), la película de Winters deviene finalmente una versión discreta, casi tímida, de la extrovertida y oscarizada Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002). Aunque intenta indagar en las aristas más íntimas de sus personajes, involucrados en la telaraña laberíntica del cosmos sin salida que pueden resultar las favelas, termina perdiendo el derrotero trazado y queda al pairo en las aguas bajas y turbias del melodrama peligrosamente pintoresquista, conmiserativo y paternalista.
Pacificado divaga entre arcos argumentales y conflictos que no alcanzan nunca complejidades contundentes, más allá del planteamiento y esbozo algo estereotipado de la consabida búsqueda de la figura paterna ausente, fuerte, bien masculina, que compense la insuficiente presencia de la amoral madre, que es suerte de rumbera contemporánea descarriada por falta de un hombre que la controle y represente; más allá del retorno triunfante del heroico delincuente con corazón comunitario, moldeado a la manera de este tipo de antihéroe gansteril, querido desde casi los inicios del cine gracias a los personajes de James Cagney (The Public Enemy, 1931) y Paul Muni (Scarface, 1932).
Estos arcos, en vez de complementarse en un trenzado dramático sólido, terminan saboteándose mutuamente en el relato, donde son sometidos a una alternancia forzada e irregular que finalmente resta mucha fuerza a los personajes de la adolescente Tati (Cassia Gil, quien recibió el Coral de actuación femenina) y el exjefe de la favela, Jaca (Bukassa Kabengele).
Paxton Winters
Además de la madre Andrea, estereotipada, pero no obstante defendida dignamente por Débora Nascimento, Pacificado coloca en su tablero dramático otros personajes-tipo de los referidos narco-thriller, del cine de gansteril y de mafiosos, que apenas cumplen roles de obstáculos para el dueto protagónico.
No deja de aparecer el sempiterno hermano débil y pusilánime que fijara en el imaginario fílmico el Fredo interpretado por John Cazale para las dos primeras películas de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972 y 1974). Esta vez se llama Juninho (Jefferson Brasil), y es el culpable, por su torpeza, de quebrar el camino de redención seguido por Jaca, quien, tras más de una década en la cárcel, quiere marcar distancia de todos los asuntos de la favela.
Otro personaje-tipo es el antagonista principal: el «malísimo», desalmado y mediocre Nelson (José Loreto), también epígono casi al calco de otros personajes de El padrino, sobre todo del Joey Zasa que encarnara Joe Mantegna en la tercera parte (1989). Tan malote es el nuevo jefe de la favela, y por ende traidor del legado de «justeza» de Jaca, que corta la cara de una niña para castigarla por un robo, todo un subrayado explícito que busca compensar la débil actuación de Loreto, o el propio diseño maniqueo del personaje de Nelson.
Pacificado
A pesar de la amabilidad con que Winter intenta representar la favela, el abanico de personajes secundarios es apenas una multitud casi amorfa, agradecida de la gestión de Jaca, necesitada de un líder fuerte que los oriente como el sabio Salomón en sus dilemas de compadres y comadres. El personaje más definido dentro de esta multitud, la peluquera transexual Antonia (Arilson Bispo de Freitas), con su irresoluto conflicto debido al impedimento legal de visitar a su hija, parece más una cuota de representación para complacer que un elemento definitorio dentro de la trama. Como mismo aparece Antonia, desaparece sin otras implicaciones. Es un mero anexo, un cabo suelto merecedor de otro desarrollo.
El personaje de doña Preta (Léa Garcia), abuela de Jaca y Juninho, en su sol de matriarca respetable e intocable, decorosa y orgánica, resulta al final más parte del decorado que del relato. Su presencia es también dramáticamente prescindible, relegada al paisaje de fondo, sin definir conflictos ni incidir en los caminos del antihéroe y de la joven heroína. El inusitado y bastante efectivo happy end de la cinta no alcanza a compensar todo el metraje previo, pero sorprende por su quizás inconsciente cinismo o ironía, buscando posiblemente reforzar una de las tesis o moralejas perogrullescas de la cinta, débilmente esbozadas hasta ese momento: la favela brasileña es un mundo ajeno a las lógicas de la ley oficial, a sus ejecutores policiales, y se rige por sus propias reglas, códigos, valores y liderazgos.
Películas como Isabella (Matías Piñeiro, 2020), Fauna (Nicolás Pereda, 2020) y Kokoloko (Gerardo Naranjo, 2020), desafiantes de la perceptiva convencional, sólidamente autorales, quedaron totalmente al margen de la apreciación del jurado, que se desmarcó de las narrativas no aristotélicas y los relatos resultantes.
El premio especial del jurado, y los premios Coral de edición, guion y dirección artística, otorgados a la polémica y lancinante Nuevo orden (Michel Franco, 2020), compensa y a la vez contrasta casi violentamente con la liviandad costumbrista de Pacificados por su atrevida sinceridad, por su agria y pesimista mirada a la monstruosidad de los poderes reaccionarios. Pues el indiscernible colapso popular que desata el relato, protagonizado por las clases sociales menos beneficiadas de la sociedad mexicana, no consigue quebrar el status quo, sino que justifica una militarización absoluta del orden social, concentrada concienzudamente en normar con severidad fascistoide las rutinas de vida y trabajo del proletariado. Justifica una extrema radicalización clasista, donde las fronteras sociales en Ciudad de México se concretan en alambradas, muros y cercos militares. Una muy poco disimulada lógica feudal abre un insondable e insalvable abismo entre señores y siervos.
El terror organizado en este nuevo orden se revela pavoroso y caótico, opresivo y asfixiante, legal y literalmente omnipresente, multiplicado en los miles de soldados embozados que bloquean calles, arrean multitudes y matan sin contemplaciones.
La película de Franco carece de sujetos proactivos que se opongan al sistema más allá de la primera confrontación masiva. Sobre todo, porque el relato solo acoge la coyuntura y la transición vertiginosa hacia el nuevo estado de cosas, en medio de la cual la triada de personajes principales, la joven burguesa Marianne (Naian González Norvind) y los empleados Cristián (Fernando Cuautle) y Marta (Mónica del Carmen), no logran salir de la perplejidad y el azoro. La muchacha, porque es secuestrada en medio de su cruzada personal para auxiliar a una antigua sirvienta en peligro de muerte. Los sirvientes, hijo y madre de rostros aborígenes, porque se ven envueltos en una instantánea conspiración en la que pasan de víctimas a chivos expiatorios sin el mínimo respiro para pensar en la situación y (re)pensarse. Son obedientes y no se dejan llevar por el paroxismo del motín inicial, sino que sus temperamentos pacíficos mezclados con una sumisión congénita los hace mantenerse en una aturdida neutralidad.
Nuevo orden
En estas circunstancias, tanto la rebelión como la obediencia llevan a los pobres y morenos a la misma conclusión mortal. Ambas opciones, la rebeldía y la docilidad, se muestran como opciones fallidas, sesgando y sellando cualquier posibilidad de reivindicación exitosa, siquiera digna.
Para sintonizar al espectador con este desconcierto diegético se articula el relato desde la incordiante y constante sustracción de información hasta frisar el narrador deficiente. La elipsis áspera resulta el principal recurso narrativo, lograda una y otra vez a golpe de montaje severo y raudo, que no ofrece asideros a la distención. Las situaciones macrosociales y macropolíticas se suscitan y transcurren en un fuera de campo agobiante, mientras los personajes protagonizan un drama singular de rapto, chantaje, ambición, vileza y poderes descarnados.
Michel Franco
Nuevo orden logra contener en su breve metraje altas dosis de violencia sin tremendismos espectaculares, de virulencia sin pulimentos esteticistas, pero sobre todo de pesimismo político y desaliento humanistas sin compensaciones sentimentales. El relato de marras es un callejón sin salida repleto de dinamita, donde la historia vuela por los aires y sus trozos atiborran más aun el breve y envenenado espacio. Como la utopía, la distopía también propone un punto final definitivo a los devenires de una sociedad. En este caso, el último alzamiento vindicatorio es ultimado y sofocado a tiros, sellándose cualquier posibilidad de renacer de las cenizas.
De las óperas primas, inicios y consagraciones
Por otra parte, la sección de óperas primas sigue siendo una de las más audaces del Festival, como sucede desde años anteriores, con propuestas tan sólidas como Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020), ganadora del Coral correspondiente, Los conductos (Camilo Restrepo, 2020), a la que se otorgó el premio especial del jurado, y La ciudad de los pájaros (Cidade Pássaro, Matias Mariani, 2020), Coral a la contribución artística.
Sin señas particulares es una película sobre la ausencia como una de las formas más terribles de la angustia. Peor que estar muerto es no estar. La muerte es una certeza. Por muy punzante que sea, es un final, una conclusión con la que lidiar en el largo epílogo que abarca el duelo, el remordimiento y la añoranza. Es un jalón preciso en la cartografía vital de comunidades, familias e individuos, al cual regresar cuando la tristeza arrecie.
Pero la desaparición sin destino o paradero esclarecidos, el desvanecimiento en la nada, la fuga repentina del cosmos familiar y social, es un trauma insoportable por lo aberrante y anómalo, que se vuelve obsesión, angustia e insomnio perpetuo del alma. La ausencia es vacío. El vacío provoca pavor. La ausencia súbita, inexplicada e inconclusa de una persona viene siendo la faz más extrema del horror vacui. Y también del «síndrome del miembro fantasma», pues la desaparición es una amputación inexplicada, atronadora, que hace permanentemente dolorosa la sensación de contar aún con la persona o personas mutiladas de la colectividad socioafectiva.
Fernanda Valadez
Magdalena (Mercedes Hernández) es una madre mexicana que ha perdido contacto con su hijo Jesús (Juan Jesús Varela) luego de que este partiera hacia la frontera con Estados Unidos junto a un amigo. Se fueron ambos hacia el futuro, hacia la promesa, hacia la posibilidad, hacia el sueño. Encontraron oscuridades, soledades, fríos, sangre, llamas. La frontera, zona de eclipse, de ambigüedad perversa, está llena de bocas del inframundo. Es un Moloch insaciable y demandante que traga vidas. Devora hasta los recuerdos de los que engulle. Los convierte en seres de la no existencia, entes que no nacieron y por ende no murieron: lo que no ha ocurrido no puede tener un final.
Valadez mira y representa la frontera y sus áreas aledañas como un páramo de silencios y miedos, una tierra sin lógica, posapocalíptica, habitada por demonios; como un país del horror absoluto que está justo ahí al lado, justo en esta dimensión, cerca de todo y a la vez ajeno. Todos entran, pero sortear estas regiones es cuestión de azares caprichosos, es un juego de supervivencia; un survival horror, para emplear la taxonomía de los videojuegos.
Sin señas particulares
Sin señas particulares es también una película sobre la emigración como transformación, sobre la fuga como transfiguración, sobre la evasión de uno mismo hacia nuevas y abisales dimensiones del yo. Es un viaje iniciático al infierno a través de un purgatorio desértico. Ante la aparición del cadáver del amigo, la madre emprende tal periplo en busca de la posibilidad, del quizás, de la certidumbre, el cual deviene camino de la heroína hacia un futuro que se vislumbra deforme.
Va con resignada perseverancia en busca de una descendencia perdida, atrofiada, aberrada. Hacia la recuperación de un legado quebrado, más allá de los horrores que pueden traer la muerte, las fosas comunes, las cenizas de los cadáveres incinerados —que a la vez son las cenizas muertas de la esperanza, de las que no resucitará ninguna gloriosa ave fénix, solo el silencio y el vacío. No parece casual que esta Magdalena de hálito mariano sea la madre de este Jesús que partió en su ingenuo vía crucis hacia la crucifixión del olvido y la anulación del ser.
Los conductos, sus valores, provocaciones y retos perceptivos ya fueron previamente analizados en la Revista Cine Cubano.
Como Sin señas particulares, La ciudad de los pájaros (accesible en estos momentos en Netflix) es también una película de viaje, de búsqueda, de exploración y descubrimiento de regiones ignotas, allende los límites de la razón cotidiana, del constructo diegético que es la realidad que creemos habitar. Y tras la cual se hallan otras dimensiones ignotas del yo, expandido, dotado de una autoconsciencia trascendente, todopoderosa. Es un viaje hacia el pleno dominio del ego como experiencia mística, automitificadora.
La ciudad de los pájaros
La ópera prima de Matias Mariani resulta así una posible gran alegoría del libre albedrío como desafío anárquico a patrones, leyes, predestinaciones y fatalidades que regulan las existencias, y también devienen asideros cómodos que ayudan a transitar por el mundo en estado de aturdimiento. Ya sea que vengan estas leyes esenciales tanto de los rediles de la razón y la lógica numérica —al estilo de películas de culto como Moebius (Guillermo Mosquera R., 1996) y Pi (Darren Aronofsky, 1998), de las que igualmente toma su tono de thriller cerebral, científico—, donde se dice que reside oculto el nombre de Dios; ya vengan de las dimensiones sin tiempo de los viejos dioses, los ancestros, la magia ignota, las fuerzas invisibles e incomprensibles rectoras de los destinos.
La ciudad de los pájaros puede ser también una fábula sobre la comunicación humana, allende la selva de idiomas que suprimen otras maneras de entendimiento desde la emoción, las sensaciones, hasta desde los números. Casi no se habla en portugués en esta película brasileña. El idioma de la etnia igbo que emplea mayormente el protagonista Amadi (OC Ukeje) se combina con su inglés frágil, con el que intenta entenderse con los habitantes de la ciudad por donde se lanza a buscar a su hermano Ikenna (Chukwudi Iwuji). Se habla mandarín, húngaro y unas pocas líneas en portugués apenas farfulladas.
São Paulo es aquí una ciudad Babel. Como si la torre derrumbada por Dios en su furia contra las ambiciones humanas se hubiera esparcido por el paisaje en fractalizado reguero de escombros, que se convirtieron en habitáculos autónomos de la humanidad caotizada por la incomunicación repentina sobrevenida. São Paulo es la torre que se rizomatiza a lo largo de la Tierra, como el cuerpo destrozado de una deidad arcaica, de cuyos restos emerge el universo, nueva vida, nuevos dioses. En medio de estas entrañas de concreto y hormigón expuestas, Amadi busca a su hermano perdido, siguiendo el rastro de laberínticas matemáticas que este ha dejado en su misteriosa brega por aprehender las lógicas cósmicas y los grandes esquemas, pero termina hallándose a sí mismo en medio de esta maraña.
Matias Mariani
A medida que Ikenna se va obsesionando por descubrir en los números las mecánicas secretas de la realidad, la ecuación de los destinos, el orden de lo aleatorio, Amadi alcanza por estas mismas vías la emancipación espiritual, la certeza de lo incierto e indeterminado, que le provoca una iluminación calma. Renunciar a los secretos del mundo puede ser la solución definitiva para descubrirlos todos de una vez y no sucumbir ante la maravilla. Autoexorcizarse de los fardos del pasado y la predestinación es quizás la manera de reconstruirse como ente autónomo, libre, autoconsciente, dispuesto a fabricar el universo a partir de cada minuto.
A continuación, la lista completa de los premios Coral del 42 Festival de Cine de La Habana (2020-2021):
Premio Coral de largometraje de ficción
Pacificado, de Paxton Winters (Brasil)
Premio Coral especial del jurado de largometraje de ficción
Nuevo orden, de Michel Franco (México, Francia)
Premio Coral de dirección
Paxton Winters, por Pacificado (Brasil)
Premio Coral de guion
Michel Franco, por Nuevo orden (México, Francia)
Premio Coral de fotografía
Sofía Oggioni, por Selva Trágica (México, Francia, Colombia)
Premio Coral de actuación femenina
Cassia Gil, por Pacificado (Brasil)
Premio Coral de actuación masculina
Fabricio Boliveira, por Breve Miragem de Sol (Brasil, Francia, Argentina)
Premio Coral de dirección artística
Claudio Ramírez Castelli, por Nuevo orden (México, Francia)
Premio Coral de música original
Alejandro Otaola, por Selva trágica (México, Francia, Colombia)
Premio Coral de edición
Oscar Figueroa Jara y Michel Franco, por Nuevo orden (México, Francia)
Premio Coral de sonido
Edson Secco, por Breve Miragem de Sol (Brasil, Francia, Argentina)
Premio Coral de largometraje documental
Antena Da Raça, de Paloma Rocha y Luis Abramo (Brasil)
Premio Coral especial del jurado de largometraje documental
Érase una vez en Venezuela, Congo Mirador, de Anabel Rodríguez (Venezuela, Gran Bretaña, Austria, Brasil)
Premio Coral de cortometraje de ficción
El triste, de Manuel del Valle (México, Estados Unidos)
Premio Coral especial del jurado de cortometraje de ficción
Las polacas, de Carlos Barba (Estados Unidos, Cuba)
Premio Coral de cortometraje documental
Los puros, de Carla Valdés León (Cuba)
Premio Coral especial del jurado de cortometraje documental
Carbón, de Davide Tisato (Suiza, Francia, Cuba)
Premio Coral de ópera prima
Sin señas particulares, de Fernanda Valadez (México, España)
Premio Coral especial del jurado de ópera prima
Los conductos, de Camilo Restrepo (Colombia, Francia, Brasil)
Premio Coral a la contribución artística en ópera prima
Cidade Pássaro, de Matias Mariani (Brasil, Francia)
Premio Coral de largometraje de animación
Homeless, de Jorge Campusano, José Ignacio Navarro y Santiago O´Ryan (Chile, Argentina)
Premio Coral de cortometraje de animación
El intronauta, de José Arboleda (Colombia)
Premio Coral especial del jurado de animación
Cucaracha, de Agustín Touriño (Argentina)
Premio Coral de posproducción
La caravana, de Núria Clavero y Aitor Palacios (España, México)
Premio SIGNIS
La Verónica, de Leonardo Medel (Chile)
Premio FIPRESCI
La Verónica, de Leonardo Medel (Chile)
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