Con Woody Allen en la sala teatral Hubert de Blanck


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Sala Hubert de Blanck, de Calzada entre A y B, en El Vedado,

Desde el pasado año supe que los colegas de la Compañía Teatral Hubert de Blanck acariciaban la idea de presentarnos en escena una de las obras teatrales de ese creador peculiar que conocemos, sobre todo, gracias al  cine, pero que cuenta también con una obra teatral y, más allá, con una vasta creación  para las distintas dimensiones de la escena.

Woody Allen (cuyo nombre de nacimiento fue Allan Stewart Konigsberg), director, escritor, actor y comediante estadounidense, nacido en Brooklyn, donde transcurrieron los primeros años de su vida, en el seno de una familia judía la cual exhibía un poco usual cruce de nacionalidades, cuenta con una prolífica carrera de más de seis décadas y unos cincuenta filmes, entre los cuales destacan Annie Hall (1977), Stardust Memories (1980), Manhattan (1979), Hannah y sus hermanas (1986), Crímenes y delitos menores (1989), The Purple Rose of Cairo (1985), Match Point (2005) y Medianoche en París (2011).

Menos conocida que su fílmica, Allen también ha hecho una brillante carrera en el teatro. Su primer éxito fue Don't Drink the Water, que estrenó en 1968 y alcanzó casi seiscientas funciones durante unos dos años en Broadway. Le continuó Play It Again, Sam, estrenada en 1969, protagonizada por Allen y Diane Keaton, con unas 453 representaciones, nominada para tres premios Tony.

En los años setenta escribió una serie de obras de un solo acto, entre las que destacan  God  y  Death, ésta precisamente  seleccionada por la Compañía Teatral Hubert de Blanck para la presentación del Woody Allen teatral ante nuestros espectadores, un suceso que ha tenido lugar en estos días. Y la ocasión es propicia para hablar un poco del tipo de humor de este creador y del proceso que lo lleva a la creación de todo un estilo, algo esencial para el público que acuda a disfrutar la oferta presente en nuestros escenarios y también, quizás, para comprender mejor el humor en todas sus variantes y extender nuestros conocimientos sobre el mismo y su historia y práctica más reciente; esta es una de las razones que me hace agradecer a los colegas de la Hubert y, especialmente, a su Directora General, a la vez  directora artística de la puesta, Orietta Medina, la presentación de este texto entre nosotros.

Allen se inició en  los años 50 (apenas 15 años de edad) escribiendo chistes y guiones para la televisión, mientras publicaba algunos libros formados por historias humorísticas breves. En los 60 sucedió algo esencial: comenzó a actuar como comediante pero en lugar de la serie de chistes que habitualmente constituyen la rutina en el oficio, Allen elaboraba monólogos, no fue el primero en hacer algo así, pero le imprimió a la comedia un tono de sátira despiadada, desnuda. A la par fue creando sobre la escena el personaje de un hombre nervioso e inseguro, algo ansioso, que tendía a reflexiones de orden psicoanalíticas y/o metafísicas.  Para los años iniciales del tercer milenio  ya ocupaba el cuarto puesto en la lista que realiza Comedy Central de los cien mejores comediantes.

Ya Allen había digerido la influencia del cine de arte proveniente de Europa de los años 70, cuyos ecos  se aprecian en su filmografía, tanto por sus tempos como por su iluminación, los planos, el uso de la música y los silencios,  las caracterizaciones de los personajes y la estructura de sus diálogos. Además de resultar frecuente que Allen protagonice sus películas con diversas reelaboraciones de ese mismo cómico que hacía monólogos frente al micrófono en los shows de comediantes.

Es precisamente este el personaje que protagoniza la obra teatral  Muerte: la comedia que podemos disfrutar en la sala Hubert de Blanck, de Calzada entre A y B, en El Vedado, junto a un elenco  de unos dieciséis actores que interpretan diecinueve personajes en una trama inusual donde un pacífico y amable ciudadano de nombre Kleiman se ve arrastrado  a tomar parte en un proyecto de vigilancia que sus vecinos han “organizado” con el propósito de capturar a un maníaco asesino que aterroriza a la ciudad de Nueva York a la par que resulta incapturable para la policía

Obviamente las características de Kleiman concuerdan con las del personaje protagónico a que Allen nos tiene acostumbrados, desde la vulnerabilidad e indefensión de este hombre se desarrolla una historia llena de irreverencias y sorpresas en la cual los gags físicos se tejen con el humor de las disparatadas situaciones y los diálogos, en especial aquellos que implican las preguntas y los comentarios del propio Kleiman interpretado deliciosamente por Daniel Oliver, un joven actor al cual he tenido la oportunidad de seguir desde las tablas de esta legendaria sala teatral y  he visto, con gusto, desarrollar su talento. A la plasticidad y el dominio natural de su cuerpo, unidos a un especial sentido del ritmo que deviene fundamental para lograr el efecto de la comicidad que tiene por soporte la fisicalidad, Daniel une ahora el trabajo con la palabra, que antes le había sido esquiva, en un texto teatral donde, como es típico en la escritura dramática de Allen, el verbo y su sentido, matizados por tonos y ritmos, resultan primordiales. La puesta, además, respeta y hace gala de las transiciones veloces en  el lenguaje que arman las palabras, así como en aquel otro de  gestos, actitudes y posturas y Daniel sale airoso de la prueba.

Le acompañan en el desempeño primeras figuras de la compañía que, una vez más, regresan desde los medios (TV y Radio) en los cuales habitualmente trabajan para integrar nuevamente  elenco sobre este escenario; me refiero a Marisela Herrera, a quien disfruté interpretando a La Muerte y a la señora Ana; Faustino Pérez, en Hacker y El Médico que no desdeña los recursos del astracán; junto a primeros actores como José Ramón Vigo en el Víctor y Carlos Treto como Al. Pude ver a Laura Delgado en La Prostituta, a Heidy Hidalgo como  El Policía, a Jansel Lestegás como El Mudo y El Maníaco, a Sara Benítez como Spiro; Yanetzi Casanova –quien es también Jefa de Escena—como Sam; a Heydi Salazar interpretando a Frank; Lázara Carrasco en El Mensajero; a Juan Carlos García en El Borracho y Los Jimaguas, donde hace pareja con Jansel Lestegás; como Entrenador actuó esa noche Elian Juan y La Mujer con niño estuvo a cargo de Yarilis Montoto. Todos en la misión de animar la heterogénea serie de personajes de esa curiosa jornada neoyorkina.

En la puesta destaca el diseño de luces, de Fabricio Hernández, por su limpieza y por la atmósfera que consigue; así como la exquisita banda sonora de Alejandro González; la ambientación y caracterización del espacio escénico estuvieron a cargo de Orietta Medina y Fabricio Hernández e implicó que nos encontráramos con un escenario inusual para la sala en cuanto a la disposición horizontal del espacio, mientras, con recursos propios y elementales (pero no por ello fáciles de obtener) y la imaginación creadora al servicio de la visualidad  de una ciudad icónica se lograba trasmitir un concepto y un sentimiento particular sobre dicho paisaje urbano.

Como pertenezco a  aquellos que suscriben la frase que reza “Dios se esconde en los más pequeños detalles” quiero destacar particularmente el hallazgo de las dos breves figuras que cruzan muy al fondo la ciudad temerosa y en una densa penumbra.

No puedo dejar de advertir a quienes ahora leen que, del mismo modo que el estilo diferente de humor de Woody  Allen no siempre ha sido bien recibido o bien comprendido por el público en sus shows de comedia o en sus filmes, algo semejante puede suceder en el teatro, pero con Allen no hay medias tintas: se toma o se deja.

El resto es agradecer a la primera actriz Nancy Rodríguez su labor como Asistente de Dirección, a Bertha Casañas su trabajo coreográfico entregado por puro amor, sin percibir un centavo a cambio. Y a todo este colectivo de artistas, técnicos y administrativos que, atravesando las dificultades que presenta un reparto grande (casi todos los personajes se realizan por dos o hasta tres actores), la acostumbrada falta de recursos y el desafío de una pandemia con las medidas que ha sido imprescindible tomar y que han incluido afectación total del transporte público durante semanas y las más inesperadas cuarentenas territoriales, ha respondido a su Dirección artística y General y nos ha regalado, para abrir la etapa de nueva normalidad también desde los escenarios, y celebrar con nuestro pueblo el milagro de la vida, un producto culto, diferente e inesperado y  ha expresado, desde su desempeño en escena, el cumplimiento de las exigencias sanitarias protegiéndose recíprocamente entre ellos y reafirmando así el respeto absoluto hacia su público al construir y usar unas muy singulares máscaras transparentes sin reparar en el esfuerzo extra que ello entraña.

El teatro no solo divierte—en el sentido culto y profundo de la palabra, que guarda relación con  el término “diversificar”--, sino que es, además, un lugar de educación cívica y promoción de buenas prácticas de vida. En efecto, de esta forma la muerte puede ser una comedia.

 


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