Foto: Dios Pacha en la creación de mundos, obra de Ricardo Taco.
Una tesis ha sido impuesta históricamente por los modelos de dominación hegemónicos en el mundo; una tesis colonizadora y despiadada que desdeña la cultura y la identidad de nuestros pueblos; sí, de los pueblos nuestroamericanos –siguiendo la visión martiana–, de aquellos comprendidos desde el río Bravo hasta la Patagonia. Es la tesis del dominador, del portador de un sistema de intereses y hábitos sumamente nocivos que impone, ya sea por la fuerza (no olvidemos la masacre que representó la conquista y colonización) o por medio de mecanismos permeados de sutilezas despojantes y tortuosas. Esta tesis dominadora tiene su expresión en aquella supuesta dicotomía entre civilización y barbarie, cuyo exponente principal fue el argentino Domingo Faustino Sarmiento, y que José Martí rechazó categóricamente, en sentencia lapidaria: «No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza».
Oponer al hombre proveniente de la vieja Europa, de la «civilización» (desconociéndose totalmente la vasta cultura de los pueblos de nuestra América) contra el hombre nuestroamericano, hijo de la «barbarie»; era el sustento conceptual, ideológico y cultural del dominador, o el pretexto para dominar. Tamaña injusticia vivimos entonces, y aún viven nuestros pueblos, en una especie de resurgir constante de ese personaje dominador que dolosamente quiere desconocer que el dominado tiene vida propia, hábitos, valores, cultura e identidad que lo definen. Así hace el sistema capitalista de explotación mundial, así se presenta el neoliberalismo, reflejo de la alarmante crisis humanística que vivimos.
La hegemonía del capitalismo, la mano poderosa y criminal del imperialismo asfixia a los más débiles, a los desposeídos, a los humildes, a los pobres de la Tierra. Imposición de un sistema de valores (antivalores, desde nuestra perspectiva), es característica de los exponentes de la colonización de las mentes. Y esta colonización es resultado de una execrable guerra cultural, principal arma utilizada para destruir a los pueblos, enajenar a las personas, convertirlas en seres sin criterio, sin pensamiento, en esclavos. Fracturar las identidades de los pueblos, sembrar la desmemoria, banalizar la vida humana; hacen parte de esa guerra feroz y hegemónica del capitalismo. Enfrentarla y vencerla es el desafío mayor que hoy tenemos.
Es preciso crear una nueva hegemonía, dar la batalla contra los valores enajenantes del capitalismo, defender nuestra cultura e identidad: «La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria…». Martí, quien no desconoce lo foráneo, defiende lo nuestro, lo propio, lo autóctono: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas». Ante la imposición del egoísmo, levantemos el estandarte del humanismo; ante la exaltación de lo material, posicionemos los valores que nos hacen ser mejores personas, que elevan nuestra condición humana; ante las prácticas devastadoras contra nuestra cultura, sembremos ideas, sembremos conciencia.
Para lograrlo es preciso revisitar lo mejor del pensamiento descolonizador, y pudiéramos decir, pensando en un referente esencial del pensamiento emancipador y revolucionario como Roberto Fernández Retamar, que es imprescindible asumir una visión calibanesca en ese proceso de asimilación crítica de la teoría revolucionaria, de los postulados liberadores, de las tesis que defienden la autoctonía de nuestros pueblos, el valor innegable del hombre natural, la cultura que es toda esa obra humana que nos ha antecedido y depositado en nosotros; que es, al mismo tiempo, el cultivo que hacemos en nuestras vidas, en la sociedad que construimos, en el contexto histórico en que nos desarrollamos, en la hora crucial actual.
No hay pretexto mejor para un momento de filosofía, para sentarnos a meditar en lo que somos y anhelamos ser o, sencillamente, para trabajar con el pensamiento. Sintamos pensando o pensemos sintiendo cómo hacer un mejor país, cómo salvaguardar el tejido espiritual de la nación, cómo seguir refrendando nuestra cultura como base y cima de un proceso integrador de formación de ciudadanos, de hombres y mujeres que piensan por sí, con cabeza propia, que sienten con su propio corazón, que actúan movidos por grandes sentimientos que los elevan sobre lo común de la naturaleza humana, que luchan resueltamente por alcanzar toda la justicia, que hacen parte de un continuo acto de creación.
Es esencial trabajar con las ideas, cultivar el terreno que nos ha de dar los frutos necesarios para continuar construyendo nuestro socialismo. Defender la cultura se convierte en medular desafío si queremos preservar la libertad alcanzada, si queremos mantener viva una Revolución que desde su génesis es eminentemente cultural. Hoy está siendo atacada con ensañamiento y alevosas maneras que responden a un tipo de guerra no convencional dirigida, fundamentalmente, a socavar las bases más genuinas del proceso revolucionario cubano; inspirador, épico y de creación heroica. Lo primero que hay que salvar, así lo expresó Fidel, es la cultura, porque ella es osamenta del proceso emancipador que significa la Revolución.
Pero para salvar la cultura, para salvarnos de la hegemonía capitalista, imperialista y neoliberal, destructiva por naturaleza, tenemos que despojarnos completamente del sistema de valores, costumbres y hábitos que dicha hegemonía presenta, que nada tienen que ver con nosotros. Asumamos una educación popular que sea liberadora, que haga parte de una estrategia descolonizadora. Es imprescindible ser originales, salir de los caminos trillados, de prácticas dogmáticas que atentan contra la capacidad creadora del pueblo.
Y esa originalidad, esa creación que tendrá que seguir siendo heroica, porque el enemigo de la Revolución no descansa en su hostilidad agresora y amenazante, hemos de despertarla allí donde esté dormida, avivarla donde se sienta débil, estimularla donde brille con luz propia. Nuestra cultura es de resistencia y es también creadora. Hace mucho tiempo somos portadores de la tesis de aquel dominado que supo enfrentar a todo un imperio con dignidad y firmeza en sus ideas, principios y valores.
Hay una herencia cultural de lucha por la plena libertad, por hacer de Cuba ese referente de patriotismo y ejemplo revolucionario para la humanidad. Somos de estirpe espartana, no nos rendimos, no entregamos lo que tanto ha costado. Hay una esencia que nos define, y es la de Caliban frente a Próspero, pero al mismo tiempo, nuestra cultura emancipadora, nuestra intelectualidad revolucionaria, la fuerza de la verdad y las ideas que refrendamos. El modelo que construimos nos dota de una fuerza sentipensante, superior al colonizador, al dominador, a quien nos odia y desdeña.
Somos una especie de Ariel con entrañas de Caliban. El enemigo está identificado, tanto adentro como afuera; sus garras terciopeladas nos invaden, inoculan un veneno letal, generan confusión, incertidumbre, escepticismo y desmotivación. Venceremos con cultura, y no me refiero a la artística y literaria únicamente. La cultura nuestra está en la actividad cotidiana del cubano, lo mismo en una parada de ómnibus que en un central azucarero; lo mismo en la escuela que en el barrio donde está ubicada, convirtiéndose en su centro cultural más importante; es el sistema de valores, costumbres y hábitos que día tras día cultivamos y vamos legando a las futuras generaciones, sobre la base de la obra humana depositada en nosotros, de la salvaguarda de la memoria histórica.
Sin cultura no hay libertad posible, aprendimos de Fidel, y seremos más libres en la medida en que seamos cada vez más conscientes de nuestras necesidades, y trabajemos por satisfacerlas. Cultivar el intelecto, el espíritu y formas de vida más sanas nos hará mejores personas, mejores ciudadanos de la República. Seamos un pueblo cada vez más instruido, pero al mismo tiempo más educado. Recordemos a Armando Hart cuando dijo que donde no estaba la cultura estaba el camino a la barbarie. Somos diferentemente cultos, y en esa diversidad está el cultivo para alcanzar los niveles de unidad que queremos y necesitamos. Una cultura verdaderamente emancipadora, desde lo individual hasta lo colectivo. El más grande de los científicos, si no conoce de mecánica, se queda detenido en el punto de la carretera donde dejó de andar su automóvil, y ha de llamar a quien sí tiene cultura de mecánica. Ambos se complementan, se nutren, intercambian saberes, se liberan, sin arrogancias ni discriminaciones.
No hay mejor hora para propagar nuestra cultura de la emancipación, de la resistencia y de la victoria, de la decencia y de las buenas prácticas; frente al gigante imperialista y frente a los que, entrando en su juego sucio, olvidan que hay cosas sagradas que defender, como el alma de la Patria, como la condición de ser cubano, como este pueblo preñado de heroicidad. Defender, sí, nuestra cultura, es rechazar propuestas indignas, anexionistas, que pongan en peligro la integridad de la nación, de la soberanía, de la libertad que tanta sangre costó. No olvidemos qué significaba la Patria para Martí: «(…) Patria es comunidad de intereses, unidad de tradiciones, unidad de fines, fusión dulcísima y consoladora de amores y esperanzas». Esa es la más genuina expresión de la cultura cubana.
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