Crítico de cine y notable comunicador televisivo, lúcido ensayista y profesor exigente en escuelas de cine dentro y fuera de Cuba, Enrique Colina falleció hace un año. Quisimos rememorar una parte de su periplo por el cine cubano a partir de su arribo al documental en los años ochenta, una década cuya segunda mitad se consagró en la isla a nuestra versión del proceso reformador que en la URSS se conoció como reestructuración económica (perestroika) y transparencia informativa (glásnost). Este proceso, adaptado a las circunstancias del socialismo cubano, se convirtió en el «período de rectificación de errores y tendencias negativas», y una de sus principales consecuencias resultó ser el estímulo, en todos los medios de comunicación, de la crítica y la autocrítica. En esa coyuntura se estrenaron los primeros documentales de Colina, quien aprovechaba tales circunstancias para continuar la tradición crítica del cine cubano, visible en la obra de Tomás Gutiérrez Alea, Nicolás Guillén Landrián, Santiago Álvarez y a través del Noticiero ICAIC Latinoamericano (me refiero, sobre todo, a las ediciones de finales de los años setenta y principios de los ochenta).
Enrique Colina
A la hora de su debut como documentalista, en 1984, Colina acumulaba una larga experiencia como crítico de cine en la Revista Cine Cubano (desde 1968) y en el programa televisivo «24 x segundo» (desde 1970), transformado en la más importante cátedra de apreciación cinematográfica que ha existido en Cuba. Su arribo a la realización tiene que ver también con cierto dinamismo industrial que le proveyó al ICAIC la administración, recién nombrada en aquel momento, de Julio García Espinosa, quien ofreció la oportunidad de acceder a la realización, en la ficción o el documental, a nuevos cineastas ávidos de reactivar el contacto con el público masivo, a través de acercamientos múltiples a la realidad contemporánea. Valgan como ejemplos ilustrativos Se permuta (Juan Carlos Tabío, 1983) y Los pájaros tirándole a la escopeta (Rolando Díaz, 1984), realizadas más o menos en los mismos meses en que se estrenó Estética, la ópera prima de Enrique Colina.
Repasemos entonces los diez títulos que marcan el periplo en la realización de uno de los documentalistas imprescindibles del cine cubano, alguien cuya obra se puede dividir en dos grandes etapas: en el ICAIC, a lo largo de los años ochenta, alejado de las agendas épicas o historicistas, y después de un largo impasse en los años noventa, un segundo período, cuando sus principales obras son producidas o exhibidas por televisoras europeas como Canal Plus (Francia-España), Canal Arte (Francia-Alemania), Canal Planète (Francia) o France 3 y Chaîne Histoire, entre otras.
Estética
Colina se situó de lleno entre los cineastas más prometedores de los años ochenta con una ópera prima que se cataloga como una de sus obras más populares: Estética, una suerte de collage de imágenes y personajes-tipo, mostrados a través de la parodia, la caricatura y la sátira de costumbres. El realizador se burla del llamado arte popular, vehiculado a través de la producción en serie, mientras expone con un dejo de inconformidad la relatividad de sucesivas verdades en torno a la belleza, critica el kitsch y exhibe ciertas aberraciones del socialismo cubano, para denunciar, de paso, las amenazas del mal gusto y de la excesiva estandarización.
En similar vena satírica y costumbrista llegó su segundo documental, Yo también te haré llorar (1984), que manifiesta desde el título la frecuente manipulación del autor de populares canciones o refranes, como ocurre también con Más vale tarde que nunca. En Yo también te haré llorar se recurre a diversas y breves entrevistas que se eslabonan temáticamente a través de la crítica a los servicios públicos, y así se superponen testimonios de zapateros, relojeros, taxistas y trabajadores de la gastronomía. Todos se quejan del mal servicio que reciben de los otros, y entonces el documental se estructura a partir de la muy cerrada relación causa-efecto entre unas y otras calamidades. Entre las entrevistas se inserta, sorpresivamente para el espectador, la imagen-shock de un rebaño de carneros que caminan por la acera frente a la tienda Flogar. La imagen resultó demasiado fuerte, incluso en el ambiente de liberalidad y estímulo a la polémica que se respiraba en el país, y particularmente en el ICAIC de Julio García Espinosa.
Yo también te haré llorar
Vecinos (1985) utiliza Easy Street (Charles Chaplin, 1919) en su versión narrada por Armando Calderón en el mítico espacio televisivo cubano «La comedia silente» para construir una suerte de correlato de los diversos problemas que surgen entre los vecinos en cualquier barrio habanero, cualquier día, de modo que se construye, desde la ironía y la crítica, una especie de diatriba contra la malas costumbres de esos mismos habaneros que, casi veinte años después, Fernando Pérez elogió hasta el panegírico espiritualista en Suite Habana (2003). Para Colina, el argumento del filme silente sirve de contrapunto ideal a los múltiples comentarios sobre indisciplina social (se alerta sobre este tema dos décadas antes de que los medios cubanos lo trataran con asiduidad), sin dejar de apuntar los rasgos de doble moral y falta de civilidad.
Cansado, al parecer, de los ritornelos crítico-realistas, en 1986 realiza Jau, que cuestiona la esencia del documental en cuanto a las voces tradicionales y sus funciones, es decir, los personajes de experto o de testigo. Es la «reflexión» de un perro, en primera persona, el texto elegido como elemento hilador de la narrativa, y tales «pensamientos» se escuchan a la manera de la tradicional voz en off de los documentales clásicos y didácticos. Con un brillante trabajo de cámara (a cargo de Raúl Pérez Ureta), las imágenes suelen adoptar la subjetiva del perro a lo largo de una serie de peripecias del protagonista y sus congéneres, todos considerados espejos fieles de la vanidad, el aburguesamiento, la rudeza y la grosería, mientras el pobre animal intenta escapar de su captor en medio de una ciudad sucia y ruidosa, poblada por gente agresiva.
Al estilo de collage, el montaje raudo e impactante y la música como comentario o subrayado de la noción central, recurre el documentalista en Más vale tarde que nunca (1986),que se dedica a exhibirla cadena de calamidades generadas por la indisciplina laboral. El racionalismo del tema se combina con la facilidad del realizador para la exageración humorística, capaz de mezclar absurdo y surrealismo, por ejemplo, en la secuencia del camión que transportaba huevos, donde el recorrido se demora tanto que de pronto los cartones repletos de posturas se llenan de polluelos recién salidos del cascarón.
Chapucerías (1987) se diferencia de otros documentales de Colina por la manipulación de recursos de la ficción, es decir, del falso documental, pues está conformado casi completamente por situaciones dramatizadas, actuadas, que se vinculan con intención paródica en dos niveles narrativos: en el primero, se escucha en off el diálogo de un realizador con el editor sobre la necesidad de terminar un documental sobre la negligencia y el descuido (sorprendente ejemplo de autorreferencialidad en una época en la que tales osadías parecían distantes del cine cubano), y en el segundo nivel se dramatiza el popular programa televisivo «Escriba y lea», donde los tres académicos se prestan al juego de adivinar la identidad de un personaje contemporáneo tristemente ubicuo: el chapucero. El juego de la ficción puesto al servicio del documental de tesis a veces resulta demasiado obvio y manipulado, pero el cine cubano estaba atravesando la etapa de mayor evidencia en los propósitos moralizantes o didácticos de cada obra. Y no es que en los años ochenta hubiera demasiadas comedias, como han asegurado algunos críticos, como yo mismo, con demasiada premura, sino que comedias y dramas padecían de una obviedad, y falta de sutileza, a ratos apabullante.
El ciclo de documentales realizados por Colina para el ICAIC cierra con El rey de la selva, en 1991, que fue premiado en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, y luego censurado. El documental trata sobre una escultura de león en el Paseo del Prado, que evoca el pasado (a través de la voz en off de un actor, un recurso que el realizador había utilizado en Jau), y que lo contrasta con el íngrimo presente del lugar. Este será el documental que inicie en la filmografía del autor las revisiones del pasado a la luz de un presente más o menos desencantado, porque tres de las obras que se mencionan a continuación están marcadas por esa impronta memoriosa de quien se rehúsa a convertirse en víctima del subdesarrollo, y en ese camino opta por recordar el pasado para negarse a la proverbial incapacidad de acumular experiencia.
Chapucerías
El primero de los documentales realizados por Colina fuera del ICAIC es Los «bolos» en Cuba y una eterna amistad (2011), dedicado mayormente a rescatar la memoria que guardan los cubanos nostálgicos sobre la presencia soviética en la isla. La crónica sobre el presente infausto, a principios del siglo XXI, apenas se oculta en una obra edificada sobre la expresividad del montaje y la fluidez narrativa, elementos destinados a potenciar sobre todo la reminiscencia lacrimosa de los entrevistados, en medio de los cuestionamientos sobre aquellos momentos del pasado donde se originaron las posteriores debacles y catástrofes. El documental representa la más completa, seria y valiosa investigación audiovisual sobre los treinta años de presencia soviética en Cuba, y tiene la virtud de reconciliar, en tanto partes integrantes de nuestro ser nacional, melodrama y choteo.
La vaca de mármol (2013) reconstruye el surrealismo propagandístico desplegado en torno a una res excepcional, Ubre Blanca, campeona de la productividad en una época de suprema ideologización, incluso de la actividad agropecuaria. Diferente, por su extensión y profundidad, de los documentales de los años ochenta y noventa, este clasifica más bien, junto con Los «bolos» en Cuba y una eterna amistad, dentro del género de ensayo audiovisual, reflexión pormenorizada sobre la desmesura, el absurdo y la tendencia a medirlo todo en términos épicos. Entonces, el documental significa apenas una «metáfora de una realidad enajenada», como aseguró en algún momento el mismísimo Enrique Colina, en una reflexión cuyos acentos surrealistas recuerdan a ratos predecesoras como Coffea Arábiga o Alicia en el pueblo de Maravillas.
Una de las últimas obras firmadas por Enrique Colina, en medio de un intenso laboreo como profesor en escuelas de cine cubanas y extranjeras, se titula Cuba, oferta especial: todo incluido (2016), que trata sobre las diferencias entre cubanos y turistas extranjeros, y explora, con mirada sarcástica, las configuraciones de la iniciativa privada en una época en la que la isla parecía estar al borde del reinicio de las relaciones con Estados Unidos. Muchísimos entrevistados disertan sobre el impacto en sus vidas, tanto del turismo como de la anunciada apertura, pero más que todo, este documental es un tratado, desde las más eficientes técnicas del documental de encuesta y el reportaje televisivo, sobre la crisis del socialismo ortodoxo, un tema latente en las opiniones contrapuestas de los entrevistados sobre lo que representa lo extranjero, y el advenimiento de una floración que duró apenas un año. Colina fue testigo del entusiasmo, de la decepción, y así convirtió ambos en un documental regido por la indagación, la inconformidad y el libre y responsable ejercicio del criterio.
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