I.
Esta historia transcurre, en un comienzo, en tres ciudades distintas: Ciudad de México, Santa Clara en Cuba y en la redacción de algún periódico de la ciudad de Bogotá, capital de Colombia – ¿o pudo ocurrir en el París de los cincuenta?, quién sabe–; de lo que sí estoy seguro es que su epílogo fue en La Habana; y yo estaba ahí.
Sus protagonistas fundamentales: “un Rey”, un Premio Nobel de Literatura y un humilde hombre negro nacido en el barrio El Condado cuyo gran sueño fue primero ser marinero y terminó ejecutando la flauta. Cada uno, en su momento y a su manera, provocó –o generaró, según se mire– “revoluciones” en su camp. Dos en la música y uno en la literatura. De ellos, solo uno tuvo la suerte de compartir espacio y tiempo con los otros dos que, en su tiempo, fueron incomprendidos.
Entonces valdría la pena preguntar: qué une a estos tres hombres. La respuesta es muy sencilla: la música y, en especial, un ritmo llamado Mambo. Dámaso Pérez Prado, Gabriel García Márquez y José Luis Cortés “El Tosco”, vivieron y escribieron al son del mambo.
II.
Según se ha comprobado sería a partir del año 1951 que el ritmo creado por Pérez Prado lograría cautivar e influir a todos los músicos de su época. Se cuenta que fue a partir de una presentación del pianista matancero junto a su orquesta en el salón Palladium Ball Room, epicentro de la música cubana y latina en general en la ciudad de New York, que se desató la fiebre por el mambo.
La propuesta musical que a fines de los años cuarenta había diseñado Pérez Prado no fue ni bien recibida ni comprendida en sus comienzos por parte importante de los músicos cubanos de ese entonces. Su paso por importantes orquestas, como La Casino de la Playa, habían sido su carta de presentación como un arreglista de una amplia imaginación musical, pero tal vez las limitaciones musicales o comerciales de la época en Cuba conspiraban contra algunas de sus propuestas orquestales. Sin embargo, las ideas del ritmo –que no género en ese entonces— que pretendía desarrollar, estaban ahí y él las venía desarrollando.
Fue necesario que se estableciera en México, a sugerencia de su compatriota el cantante Kiko Mendive y que contara con el apoyo inestimable de la cantante y rumbera también cubana Ninón Sevilla, para que los productores cinematográficos y musicales de aquel país no le pusieran cortapisa a su trabajo y el Mambo estallara en el gusto popular.
En septiembre de 1949 Pérez Prado funda su orquesta, la misma con la que se presenta a comienzos de 1951 en New York, la misma con la que recorrió casi todos los Estados Unidos influyendo a más de un músico importante de aquella nación, sobre todo los del jazz.
Lo demás es historia contada una y otra vez. Solo que en esta historia hay que tener presente que en ese mismo año 1951, cuando en todas las victrolas cubanas se escuchaban los mambos escritos por Pérez Prado y en los que destacaba la voz de Benny Moré, en el barrio El Condado –uno de los más pobres de la ciudad de Santa Clara y en el que se concentraba parte importante de la población negra de esa ciudad— nacía José Luis Cortés.
Pérez Prado nunca regresó a Cuba después de los años cincuenta, pero su música estaba ahí, presente e influyendo en las vidas de los hombres y mujeres de esta isla.
III.
Gabriel José de la Concordia García Márquez había nacido para algo más que ser el hijo del cartero del pueblo de Aracataca en el Caribe colombiano.
En esos mismos años cincuenta en los que Dámaso Pérez Prado comenzaba a imponer el ritmo del mambo en todos los modos de hacer y vivir los latinoamericanos; El Gabo, como comenzaban a llamarle, iniciaba su carrera como periodista en el diario El Espectador y de esa época son sus primeras crónicas acerca de la música del continente, las que alternaba como reportero de sucesos de la crónica roja.
Tal vez fuera su afición a los boleros la que le impulsara a escribir una de las definiciones más completas de lo que es el mambo. Según escribiera “…Pérez Prado hilvanó el sonido urbano de su tiempo en las notas de las trompetas y los saxofones y nos devolvió una música a la que es difícil escapar o dar la espalda…”.
Pero su gran mérito fue ser la máxima expresión de eso que conocemos como realismo mágico y que fue parte importante de eso que conocemos como el “boom de la literatura latinoamericana" y que fuera relevante a partir de los años sesenta del pasado siglo. Boom que empezó justo en la misma década que ocurría un importante declive de la música cubana que había marcado las esencias y el modo de vida de todo un continente y que en esa misma década daba vida a una nueva forma de expresión a la música del continente que, coincidentemente, comenzaba a gestarse el Palladium Ball Room en la ciudad de New York.
Gabriel García Márquez fue y es, todo indica que lo será por largo tiempo, el Pérez Prado de la literatura latinoamericana. Sus personajes por momento se mueven como los grandes bloques de notas que definieron el mambo. Se nos hacen recurrentes y cada uno de ellos nos regresa melódicamente. Son parte de nuestro imaginario. Tanto, que se podía decir que el comienzo de su novela Cien años de soledad tiene ese mismo aire de presencia que el comienzo del Mambo No.5, que solo al escuchar sus primeros acordes sabemos de qué se trata y comenzamos a tararear el resto del tema; aunque sea interrumpido.
García Márquez desde los años sesenta estableció un vínculo con Cuba que iba más allá de la literatura, llegando a convertirse en uno de nosotros, lo mismo que algunos de sus personajes más famosos. Era un acto natural encontrarle en algún lugar de La Habana, bien fuera un restaurante o alguna noche junto a amigos en el cabaret Tropicana; sobre todo después de los años ochenta en que estableció residencia temporal en esta ciudad y en la que tuvo una columna semanal en el periódico Juventud Rebelde.
IV.
José Luis Cortés no nació siendo El Tosco. Pero sí nació en el año 1951 en el barrio El Condado y como todo niño hijo de pobre, tuvo sueños que nunca supo si podría algún día realizar. Uno era ser aviador y el otro era ser marinero mercante para recorrer el mundo. Cruzar las fronteras de su barrio era un anhelo que pudo realizar.
Corría el año 1963 y mientras Pérez Prado escribía la Suite de las Américas y García Márquez comenzaba a escribir en serio Cien años de soledad; José Luis Cortés se adentraba en los estudios de flautas en la recién inaugurada Escuela Nacional de Arte y comenzaba a ganarse el sobrenombre de El Tosco.
Entonces, para el niño de El Condado, comenzaba otro sueño. El sueño de la música y de ser parte de una epopeya musical y cultural que le habría de perseguir toda su vida y en la que será un actor importante.
Lo mismo que Pérez Prado, El Tosco fue alumno de un Somavilla. Llamado también Rafael, la diferencia es que uno fue padre y el otro hijo. De ese Somavilla aprendió parte importante de los secretos de la orquestación y el manejo de grandes masas orquestales, y la estética de lo popular puesta en función de ser un buen músico.
También fue alumno de la vida, del hombre de pueblo, ese con el que compartió alegrías y tristezas, el plato de harina y el trago de ron barato; con el que recorrió las calles, las rumbas y admiró mujeres hermosas. Así fue fomentando su visión de la música y, lo mismo que Pérez Prado, entendió que podía tejer en el sonido de las trompetas y los saxofones el sonido de una ciudad, una vida. Una historia jamás contada.
Si Pérez Prado fue miembro de una de las orquestas más importante de su tiempo, La Casino de la Playa; El Tosco fue fundador en un caso y miembro importante de las dos orquestas más importante de su tiempo: Los Van Van e Irakere; y en ellas comenzó a gestar su leyenda. En ellas se hizo grande.
Todo estaba listo para el gran salto de su carrera y vida musical y, lo mismo que Pérez Prado tuvo la suerte de que Ninón Sevilla lo aupara, El Tosco tuvo el apoyo de dos amigas, condiscípulas de la ENA: Ana Lourdes Martínez e Irais Huerta, quienes le permitieron experimentar en los estudios de la EGREM y sentar las bases de la que sería, después del mambo, la otra gran revolución de la música popular cubana y que llamarían Timba. Una música que en un comienzo no fue todo lo comprendida que se esperaba, lo mismo que su personalidad.
El Tosco era un animal nocturno desde el mismo instante en que descubrió la vida musical cubana que le alimentó y en una de esas noches, su camino se cruzó por vez primera con el de Gabriel García Márquez en el cabaret Tropicana; corría el año 1989 y su orquesta NG La Banda era la sensación musical en Cuba y Dámaso Pérez Prado moría en México.
V.
Mayo del año 1997. En La Habana se realizaba la segunda edición de la Feria CUBADISCO, el mismo evento que el año anterior sepultó el llamado Premio EGREM, y es que la realidad de la industria musical cubana estaba cambiando; en ese entonces existían al menos una docena de casas discográficas en Cuba: cuatro nacionales (Egrem, Bis Music, Ojalá y RTV Comercial); cuatro españolas (Magic Music, Envidia Record, Caribbean Production y Manzana Record); una panameña (ART Color); una norteamericana (IRE Productions) y una franco/caboverdeana (LuzAfrica); y cada una apostaba por una participación en el mercado cubano, un mercado en auge –si se quiere— fruto de los cambios ocurridos en esa dirección.
El Tosco disfrutaba de su premio CUBADISCO –el único que ganó en toda su carrera—con el disco La culebra que había producido para la cantante Osdalgia Lesmes; premio que fue compartido con el disco del pianista Aldo López Gavilán Junco –el nieto de quien fuera uno de sus profesores putativo, Don Juan Jorge Junco–; cuando en el recinto de la exposición coincidió con Gabriel García Márquez que se hacía acompañar de su amigo y paisano Luis Donaldo Urdaneta, un empresario que apostó por la discografía cubana y la impresión de las revistas sobre el tema de música que en ese entonces se editaban en Cuba y que se preciaba de ser amigo de casi todos los músicos de moda en ese entonces.
Luis Donaldo invitó a un grupo de personas a su casa, situada a menos de cien metros de PABEXPO; “… a tomar un aguardientico…”, una vez que había hecho las presentaciones de rigor; sobre todo la de El Tosco a El Gabo.
José Luis fue el último en llegar y colgado en su hombro traía el estuche con la flauta. La misma flauta que le había regalado el empresario y escritor Ryu Murakami –al mismo a quien dedicó su mambo— y de la que no se separaba.
Nadie sabe la razón exacta, pero el Premio Nobel y el músico cubano se separaron del grupo en un momento dado y comenzaron una animada charla sobre música, mientras compartían un largo trago de aguardiente colombiano.
Yo sí lo sé.
Hablaron del vallenato, de boleros y de lugares del mundo en los que alguna vez estuvieron. Pero lo más significativo fue el instante en que el mambo ocupó un lugar en la plática. El Gabo había escuchado en casa de Luis Donaldo el Murakami Mambo y se había sentido conmovido; le dijo que era una obra de arte, una novela sonora escrita por los dioses. El Tosco, sin pena, le dijo que había intentado leer su novela Cien años…, pero la encontró difícil, pero El amor en los tiempos del cólera sí la había terminado.
También hablaron de las noches de Tropicana y de cómo habían coincidido un par de veces, separados solo por una mesa y de que antes ya habían sido presentados. El Tosco le prometió a El Gabo hacerle un vallenato y El Gabo le anunció alguna vez que le gustaría escribir sobre uno de sus discos.
VI.
En abril del año 2014, el día 17 en específico, Gabriel García Márquez moría en Ciudad de México. Ese mismo día había muerto en Puerto Rico Cheo Feliciano y José Luis Cortés comenzaba a lidiar con una diabetes que le obligaría a cambiar muchos de sus hábitos menos el de la música. Por esos días me comentó que había leído en el hospital Cien años de soledad, le costó trabajo, pero la terminó.
En abril del 2022, el día 18 en específico, José Luis Cortés, El Tosco, moría en la ciudad de La Habana. Meses antes había estado en la Ciudad de México y visitó por vez primera la tumba de Dámaso Pérez Prado y allí había tocado pasajes de su Murakami Mambo y meditado sobre la música.
Esta historia termina, por ahora, en dos de las tres ciudades en las que había comenzado.
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