De camino al callejón de los suspiros III: cuando nace un poeta
De camino al callejón de los suspiros I: Los caminos
Ahora era oficialmente un poeta. El hijo de “…Jacinta la sufrida, la caminanta…” era poeta y no de palabra. Tenía un libro impreso que mostraba a todos sus conocidos. Un libro pequeño, pero libro al fin; que se iba a presentar en los jardines de la UNEAC por Nicolás Guillén, el Poeta Nacional, una tarde jueves de este año 1984. Un libro que tenía impreso su nombre con los dos apellidos: Eloy Machado Pérez; solo faltaba su nombre de guerra: El Ambia.
Para ese día se debían verter las mejores galas y qué mejor prenda que ese pulóver con una gran foto de Malcolm X que le había regalado su amigo de la infancia Germinal Hernández. Ese que trabajaba en el ICAIC, que había sido esposo y padre de hijos con Sara Gómez; que le había presentado a Tomás Gutiérrez Alea al que todos llamaban Titón; que le había buscado papeles de extra en algunas películas de ese entonces.
Le había pedido a Nicolás Guillén –algunos dicen que fue una sugerencia velada del poeta— que hubiera una rumba como parte del acto de presentación del libro y que este había aceptado. Los invitados fueron el grupo de Calixto Callaba, todos aficionados y que eran conocidos como el Guaguancó portuario; y como se anunciaba rumba, “se colaron” otros rumberos para por si se podía improvisar.
En el público había algunos ilustres de las letras y las artes cubanas. No podían faltar “sus ambias” Froilán Escobar y Efigenio Ameijeiras. El primero, su descubridor literario y el segundo, su amigo de la infancia y benefactor personal y profesional, el que le consintió armar los rumbones los sábados después de la jornada laboral en un rincón de la obra.
Estaban en el público entre otros –cerca de Nicolás— Ángel Augier, Harold Gramatges, Manuel Mendive, Nancy Morejón, Rogelio Martínez Furé –quienes ya le había bautizado como “El poeta de la rumba”—, Raúl Rivero y Julio García Espinosa. También estaban Tato Quiñones, el ambia Abraham Rodríguez y Erick Romay –chamacos de Cayo Hueso con los que había mataperreado de niño—. Mario Balmaseda, el actor, que se había convertido en un habitual de las peñas de los sábados. Había mucha gente…
Después de esa tarde su vida cambió.
Descubrió que el mundo de las artes no era tan plano como parecía. Mucho menos idílico. Descubrió que había gente que no le consideraban poeta, que no le querían y que solo le aceptaban por la influencia de Nicolás Guillén; que le denostaban por no haber ganado nunca un concurso, por no ser capaz de escribir un ensayo o por el simple hecho de provenir del mundo marginal que podía contaminar la cultura.
Ciertamente Nicolás le protegía. Protegía su autenticidad, su desenfado casi infantil y la rara pureza de sus versos, como escribió en una nota perdida en la Gaceta de Cuba. Nicolás le hizo cambiar de trabajo y atrás quedaron, por el momento, el vagón de mezcla, la cuchara de albañil y las quemaduras que provoca el cemento en las manos.
Era poeta, con libro incluido y debía vivir, actuar y pensar como poeta. Nadie le dijo que eso no se aprende tan fácilmente. Es un arte que implica muchas cosas a las que él no estaba acostumbrado.
Su nuevo trabajo le permitía soñar, pensar en grande y hasta poder dedicar largas noches a leer. Ahora leía algo más que el periódico. Descubrió nuevos nombres de poetas más allá de los cubanos que había conocido hasta ese entonces. A algunos no podía entenderlos, pero se esforzaba por leerlos, aunque fuera solo un rato antes de quedarse dormido. A lo que nunca renunció fue a esa curiosidad que siempre le acompañó desde niño: de preguntar lo que no sabe una y otra vez. Así aprendió muchas cosas y descubrió algunos mundos.
Su primer libro fue un éxito. Se vendieron casi todos los ejemplares en pocos meses, aunque no hubo reseñas en la revista Bohemia. Solo una nota en Juventud Rebelde firmada por Manuel González Bello, el ambia bigote dulce como le comenzó a llamar cariñosamente.
Su nuevo trabajo le permitía soñar. Estaba cerca de Nicolás Guillén y cuando quería verlo se lo comentaba a Sara, su secretaria y amiga; ella se encargaba de todo y que se vieran siempre en la tarde. A ella le comentó su sueño de hacer una peña de rumba en los jardines de la UNEAC o en el Hurón Azul; ese lugar en el que compartían espacio los feligreses y los gallos. El lugar donde en las tardes se compartían sueños ideas, proyectos y largos tragos de ron.
El lugar que administraba Paquito Paquete, todo un personaje pintoresco y que también enlazaba versos a viva voz. Paquito Pa –así le comenzó a llamar— se convirtió en su primer cómplice en aquella idea descabellada que le comentó una tarde a Nicolás en aquel rincón del Hurón que separaba el bar del comedor improvisado. Era una pared de madera que estaba cubierta de carteles de películas cubanas y que tenía en un extremo un piano. Era el sitio donde Nicolás se sentaba a revivir sus recuerdos con amigos tales como el fotógrafo Genovebo y el personaje al que todos llamaban “el cangrejo”. El sitio que tenía un piano –siempre afinado— que algunas veces tocaba “el gordo Estable”, un escultor y poeta santiaguero.
Allí le confesó que quería hacer una peña de rumba, similar a la del Ameijeiras. Una peña donde reunir a los rumberos con el público, a la que fueran todos los amantes de la rumba. Nicolás asintió, aprobó la idea y le dejó las manos libres a Paquito para que organizara los detalles con El Ambia.
Por cosas de la vida en ese mismo momento Martínez Furé organizaba en el Conjunto Folklórico Nacional una peña similar a la que había en el Ameijeiras, solo que con sus propios detalles y a la que llamarían “Sábado de la rumba”. Sería un espacio más para que la compañía se luciera entre temporadas o entre compromisos internacionales. Un espacio más para compartir con el público.
Era el año 1985. Todo indicaba que sería un buen año para la rumba, más allá de los solares.
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