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De camino al callejón de los suspiros III: cuando nace un poeta
De camino al callejón de los suspiros II: La gente del barrio
De camino al callejón de los suspiros I: Los caminos
Por esas raras coincidencias de la vida, ese mismo año 1985 en el Conjunto Folklórico Nacional (CFN) se toma la decisión de organizar los sábados, después del mediodía, funciones didácticas en las que además pudiera participar el público. La idea, consensuada entre la directora de la compañía en ese entonces la bailarina Teresita González, Rogelio Martínez Furé como asesor de la misma, el coreógrafo Manolo Micler y Armando Jaime que era el administrador de la compañía entonces, fue el detonante de uno de los espacios culturales más famosos de la ciudad en la segunda mitad de los años ochenta y que todos conocerán como El sábado de la rumba.
Es decir, en menos de tres meses la ciudad de La Habana disponía de dos espacios dedicados a la rumba y en el que se darían citas tanto músicos, compositores, bailadores y amantes del género musical cubano más estigmatizado. Y curiosamente había un antecedente importante que fueron las rumbas de los sábados en la construcción del hospital Hermanos Amejeiras; donde el animador principal de la convocatoria no era otro que Eloy Machado o simplemente El Ambia. Dos espacios abiertos para la rumba sin otra limitación que no fuera el tiempo de duración, que se pactó –tácitamente— en dos horas los miércoles en la UNEAC y tres en la sede del CFN. En algunas oportunidades llegó a extenderse un par de horas más de lo previsto debido a la intensidad musical que se estaba desarrollando en el espacio que habían definido como “la valla” y que era el momento en que los asistentes podrían demostrar sus habilidades como bailadores de todo el complejo de la rumba, o se daba espacio para que aquellos rumberos de barrio u otros que habían sido invitados ejecutaran los tambores.
Uno de los grandes aciertos de El sábado de la rumba en el CFN era el recorrido que se hacía por todo el espectro de la música afrocubana y la exhibición de algunos ritos profanos para ilustrarlos. Sin embargo, los momentos más apoteósicos ocurrían cuando se ejecutaban cantos y toques del mundo abakua o el ñañiguismo y que se complementaba con la salida de los íremes o se ejecutaba la Columbia.
La Peña de El Ambia, por su parte, era más jolgorio –lo que no restaba méritos a la propuesta del CFN—y más plural, si se quiere. Fue en este espacio que el grupo Clave y guaguancó regresó por la puerta ancha a la vida cultural de la ciudad, esta vez dirigido por Amado Dedeu que era el heredero de muchos de sus fundadores. Fue, en alguna medida, una puerta que se abrió a los Muñequitos de Matanzas para tener mayor presencia en la capital; aunque los grandes beneficiarios fueron los integrantes del grupo Guaguancó Portuario que cambió su nombre a Yoruba Andabo y que dos veces al mes se presentaban en ese espacio.
Si El sábado de la rumba del CFN eran la vitrina cultural y social de los rumberos habaneros –más allá de las presentaciones en el Teatro Mella de la compañía—, la Peña de El Ambia era el gran reducto humano que vinculó a parte importante de los artistas de muchas manifestaciones a la UNEAC, sobre todo al bar Hurón Azul, más allá de tertuliar.
Fue a partir de este momento que muchas personas supieron de la existencia de Justo Pelladito, de Jesús Aldama, de Gregorio Hernández o simplemente “El Goyo”; que descubrieron la habilidad de Pancho Quinto para ejecutar los tambores batá y el cha cha chá. Y fue la puerta de entrada al mundo profano de la más reciente innovación que recorría el mundo rumbero y que respondía al nombre de “guarapachangueo” y legitimó para siempre el papel de “los chinitos de la Corea” como figuras centrales de la percusión rumbera contemporánea.
Con El Ambia eran punto fijo Tata Güines, que no lo pensaba dos veces para sentarse delante de un conjunto de “jícamos” que no eran los suyos y hacerlos hablar hasta el agotamiento; que Changuito ejecutara las tumbadoras de modo magistral o que algunos menos conocidos comenzaran sus carreras profesionales como cantantes.
Allí se revivió el gusto por los coros de clave rumberos que estaban prácticamente desaparecidos y que algunos conocían gracias a la existencia de un grupo llamado Tanda de guaracheros; que había fundado en los años sesenta el músico y estudioso cubano Odilio Urfé; que tuviera una segunda oportunidad –pasajera pero oportunidad al fin— el Coro Folklórico Nacional como unidad (muchos de sus integrantes integraban el CFN o se desempeñaban como profesores en conservatorios o escuelas de danza en la especialidad de folklore).
La propuesta del CFN de los sábados derivó en el surgimiento del proyecto educativo FLOKCUBA que se erigió en la primera propuesta que atrajo a coreógrafos, bailarines y diletantes, sobre todo de Europa, a descubrir y vincularse raigalmente con los ritmos y bailes afrocubanos; mientras que la de la UNEAC fue en muchas oportunidades el espacio lejos de aquella academia en el que se podía mostrar lo aprendido en un ambiente menos riguroso, más popular si se quiere.
Eloy Machado, El Ambia, era un hombre feliz. Había llevado al corazón institucional de la nación su gusto, pasión y devoción por la rumba. Había logrado reunir en su espacio de los miércoles a muchos escritores, actores, músicos y cineastas en un reducto en que todos eran iguales, en el que las jerarquías desdibujaban sus fronteras, en el que el único ego que mandaba era el del tambor bien tocado. Había devuelto a esa institución, gracias a la confianza en él depositada por Nicolás Guillén, su visión gregaria, de cofradía.
Pero todo fue color de rosas en esos años. Una vez que la salud de Guillén se comenzó a deteriorar, algunas voces comenzaron a cuestionar la existencia de ese espacio y cómo le restaba solemnidad al hecho cultural de sus fundadores. Eran voces minoritarias, pero con alguna influencia; solo que no contaron con la lealtad mostrada tanto a Nicolás como a El Ambia por un hombre del que poco se habla: Humberto Rodríguez Manso, quien fuera por muchos años el Secretario ejecutivo de la institución.
Rodríguez Manso ancló a El Ambia y a su proyecto de la Peña de la rumba a la estructura social, económica e institucional de la UNEAC y para ello se valió no solo de sus facultades profesionales, sino de su arsenal de relaciones sociales, políticas, culturales e institucionales. Le contrató como trabajador a tiempo completo y comenzó a invitar a la Peña a cuanta personalidad importante de la cultura visitara Cuba esos años.
Eloy Machado Pérez, el hijo de Jacinta la caminanta, dejó de ser un personaje aparentemente pintoresco en el mundo de la cultura y comenzó a recorrer su espacio como poeta más allá de las fronteras cubanas.
El Ambia y su poesía comenzaban a llamar la atención de algunos estudiosos de la cultura popular cubana más allá de los muros del Malecón y de sus claustros académicos. Su nombre se sumaba a los de las poetas Nancy Morejón, Georgina Herrera y el santiaguero Jesús Cos Causse cuya obra se imponía en el mundo afrocaribeño.
Había una oportunidad para estos nuevos ángeles negros.
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