La Peña de El Ambia en la UNEAC comenzó a definir y marcar una nueva forma de entender cierta zona de la cultura popular, más allá de cierta visión folklórica con carácter elitista que comenzaba a imperar en ciertos círculos, tanto de la cultura como de la sociedad cubana, de los años ochenta y que parecía arraigarse en el pensamiento social.
Por años, hablar de la rumba implicaba la visión no bucólica del solar lleno de hombres negros, vaso de ron en mano y que, obligatoriamente, tenía como punto de quiebre alguna reyerta o, simplemente, una bronca con todas las de la ley, en la que cierto ajuste de cuentas pendientes echaba por tierra ese instante de alegría.
El estigma de la raza y la violencia eran el obligado San Benito que calzaba una de las expresiones populares más importante y trascedente de nuestra cultura popular. Sin embargo, las cosas comenzaban a ser distintas, y ese cambio implicaba una redefinición del término “marginal” en toda su extensión.
Inspirado, en parte, por el trabajo de El Ambia desde los tiempos del Ameijeiras y consciente de su función social como artistas, el pintor Salvador González asumió desarrollar un proyecto pictórico-social y cultural en el barrio de Cayo Hueso, específicamente en el Callejón de Hamlet, a pocos metros de donde hubiera surgido el movimiento del filin y que tenía como eje central de expresión a la rumba.
Es justo decir que este proyecto coincide con el trabajo del también pintor Manuel Mendive, quien está proponiendo un regreso urgente a la cultura afrocubana y se vale del cuerpo de modelos, bailarines y figurantes para recrear esos mitos. Solo que Mendive cuenta con todo el apoyo del naciente Fondo Cubano de Bienes Culturales y de su creadora/directora Nisia Agüero quien incluso lleva al tejido muchas de sus obras por medio del proyecto TELARTE; mientras que el trabajo de Salvador se concentra en las paredes del barrio y en traducir ese mismo trabajo en imágenes que recrea al azar entre quienes comienzan a asistir a su “rumbón del domingo al mediodía”.
Esta fusión de las artes plásticas con la rumba también tuvo su reflejo en otro espacio: los jardines del Teatro Mella y el papel del músico Sergio Vitier y su grupo Oru.
Sergio era un hombre de cultura, más allá de sus virtudes como compositor e intérprete de la guitarra. Lo venía demostrando desde fines de los años sesenta cuando fundó el grupo Oru, que no fue más que un gran taller de experimentación donde su fundía lo afrocubano con las tendencias musicales del momento y que, desde un principio, contó con la impronta de Rogelio Martínez Furé de una parte, del tamborero Jesús Pérez de la otra. Una rara combinación entre academia y espacio popular no bien vista en determinado momento. O “se peinaba o se hacía los papelillos”, llegó a afirmar cierto funcionario ante las atrevidas propuestas de Vitier y los músicos que le acompañaban; solo que nunca imaginó que él era un rebelde total e iconoclasta a la máxima expresión: resultado, Oru se convirtió en refugio de aquellas ideas locas que habrán de comenzar a materializarse en los años ochenta en el trabajo del rock cubano y que tendrán en la figura de la instrumentista Lucía Huergo a su principal impulsora.
Las tardes de los jardines del Mella fueron la antesala de muchas fusiones, tanto musicales como culturales e ideo-estéticas; aunque el centro de todo aquel momento fuera la música. Y aunque parecía que reinaba el caos, eso era solo en apariencia.
En aquellas tardes era posible asistir a la representación de un fragmento importante de una obra de teatro que tuviera relación con el tema cultura popular, que de momento Rogelio Martínez Furé recitaba un poema de un autor africano desconocido o improvisaba un canto junto a los percusionistas –rumberos en su mayoría— que se reunían convocados por Sergio, por el mismo Jesús Pérez o eran planta del Folklórico Nacional o destacados rumberos de barrio como el caso de Mario Dreke, conocido como Chavalonga o el Tío Tom.
La ciudad vivía ciertamente un “neo ambiente rumbero” muy definido y fraterno, de alto impacto cultural y en el que reinaba la paz de los tambores, como llegó a afirmar ciertamente Martínez Furé una tarde que fuera entrevistado por el periodista Virgilio Diago Urfé, tarde en que anunció la presencia en Cuba del escritor Sudafricano Wole Soyinka y la presentación de sus libro Diwan y una compilación de poetas de ese continente.
Lo que nunca imaginó el etnólogo y folklorista cubano fue que la presencia de esa importante figura de las letras africanas generara discordia entre los funcionarios del ministerio de cultura y levantara ojerizas sobre el papel del mundo rumbero de la ciudad.
Furé, que había entendido el papel de El Ambia como figura cultural para la rumba, lo mismo que su Peña; que había impulsado Los sábados de la rumba del Conjunto Folklórico Nacional y que formaba parte del elenco habitual de Sergio Vitier en los jardines del teatro Mella, apostó por presentar sus libros en la Peña de El Ambia un miércoles del mes de julio del año 1988 y para ello diseñó un programa de altos quilates junto a Eloy Machado.
Dos grupos rumberos, en este caso Los Muñequitos de Matanzas y un emergente Yoruba Andabo –hacía meses había cambiado su nombre y dejaba de ser el Guaguancó Portuario— y el grupo Oru con Sergio Vitier que le acompañaría a él y al poeta africano en una lectura de poemas. Solo quedaba pendiente hacer coincidir el programa oficial del poeta recién ganador del Premio Nobel de Literatura con el de su amigo personal Rogelio Martínez Furé.
Soyinka apostó más por la propuesta de Furé que por el programa propuesto que incluía esa misma tarde una lectura de sus poemas en la Casa del África en la Habana Vieja y a la que había sido invitado el cuerpo diplomático africano acreditado en Cuba. Todo parecía marchar sin inconvenientes hasta que alguien comentó que Soyinka había considerado que la lectura sería más interesante en la UNEAC mientras se presentaban los libros de Martínez Furé.
Y ardió Troya, perdón, quise decir Jesús María.
Alguien con buena voluntad logró convencer a los embajadores y a las autoridades. Solo que no contaron con los habituales de la Peña de El Ambia. Soyinka llegó ataviado con un traje propio del hombre negro africano y fue recibido a golpe de tambores ejecutados por Yoruba Andabo y su respuesta fue comenzar a bailar muy a su modo mientras se escuchaba un rezo de bienvenida a los presentes y un bailarín vestido de Elegúa cubría todo el espacio y repartía caramelos a parte importante de los presentes.
Rumba, música fusionada y poemas definieron la tarde que parecía no acabar. Una tarde en la que el poeta sudafricano sudaba a raudales, lo mismo que muchos integrantes del cuerpo diplomático que se sintieron a gusto. Fue un pedazo de África tal y como nos la habían contado nuestros mayores.
Hubo cantos de Nigeria, de Dahomey, del Calabar, de todo esa África que reside en nosotros, ejecutados por Martínez Furé teniendo como trasfondo el grupo Oru. Pero también se habló en Congo y en Karabali… y el poeta no se quería marchar y sin pensar en el qué dirán bebió el mismo ron de los músicos y secó su sudor con un pañuelo de fundamento que alguien puso en sus manos mientras bailaba una rumba al estilo de los Muñequitos…
Eloy Machado lo había conseguido: ¡la rumba es todo poderosa!…
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