Sobreponiéndose al cansancio de una noche de carnaval santiaguero, recién egresada de la escuela de Periodismo, Marta Rojas supo percibir la trascendencia de un acontecimiento que escapó a la mirada de sus colegas más avezados. Al escuchar los disparos, acudió al cuartel Moncada. Escondió en su falda el testimonio gráfico de los atroces crímenes cometidos. Asistió al juicio de los insurgentes y logró infiltrarse entre las escasas personas que escucharon la autodefensa de Fidel.
En realidad, La historia me absolverá no estaba dirigida a los magistrados, comprometidos de antemano con el veredicto impuesto por la dictadura. Su interlocutor verdadero era el pueblo, que él definiría pormenorizadamente a tenor de las circunstancias de la época. Sabía desde entonces que el concepto habría de reformularse de acuerdo con el avance de la revolución emancipadora. Es lo que nos corresponde hacer hoy, en el contexto del mundo en que vivimos. Frente al poder hegemónico, el pueblo ha de comenzar por redescubrirse para convertirse en consciente constructor de la historia.
Los países sometidos por años al dominio colonial, víctimas ahora de las formas más perversas de manipulación de las conciencias, constituyen la inmensa mayoría de una Humanidad que habrá de decir basta y echar a andar. Reducidos a la pobreza extrema, les fue conculcado también el acceso al conocimiento, a los bienes espirituales y al desarrollo de las fuentes creativas de su tradición cultural.
Por ese motivo, el pensamiento de Fidel integra en un mismo propósito educativo las Palabras a los intelectuales, la Campaña de Alfabetización y la Reforma Universitaria, reformulada en su alcance a lo largo de toda su existencia.
En los 60 conducía a tomar un primer contacto con el legado del subdesarrollo. Luego se pasaría a la “universalización de la universidad” y, más tarde, a la “batalla de ideas”.
A la vuelta de los 70 se adoptó la organización de la enseñanza sobre la base de una semana mensual de encuentro presencial con los profesores, mientras las restantes se invertían en intensas tareas de estudio e investigación individuales, compartidas con labores en un centro de trabajo. Había que encontrar el modo más eficaz de llevarlo a cabo. La casualidad me ofreció el modo de formular un proyecto de investigación-desarrollo acoplado a las demandas de la formación profesional en el campo de la cultura.
Invitada por Sergio Corrieri, acompañé a la antropóloga franco-mexicana Laurette Séjourné, reconocidísima conocedora de las culturas prehispánicas, a indagar en los trabajos del Grupo de Teatro Escambray.
Eran las vísperas del estreno de La Vitrina, de Albio Paz, fruto de un prolongado empeño de tanteo e investigación. Vivíamos en un precario campamento edificado para trabajadores de la construcción. Eran jornadas febriles. A toda hora, los actores discutían animadamente acerca de las entrevistas realizadas en el curso del día, a la vez que se atendía a los detalles de los ensayos previos al estreno inminente, verdadera prueba de fuego para aquel conjunto de actores profesionales, prestigiosos todos, ampliamente reconocidos por su exitosa trayectoria en la capital. Llamados por la exigencia de dialogar con públicos privados siempre del acceso al teatro, rompieron las amarras y se lanzaron al vacío.
Gilda Hernández se había destacado por la puesta en escena de Las brujas de Salem y la versión desmitificadora del célebre proxeneta del barrio de San Isidro en Réquiem por Yarini. Se había formado como trabajadora social en una carrera que, por aquel entonces, tenía nivel universitario. Pudo transmitir al colectivo técnicas de investigación social. Se aspiraba, asimismo, a que los espectadores pudieran tomar la palabra al término de cada función.
Para romper las inhibiciones características de situaciones de esa naturaleza, recibieron un entrenamiento práctico en temas de sicología social. El silencio paciente del conductor del debate ejercía una sutil presión sobre los hablantes potenciales y desencadenaba el intercambio crítico, el enfrentamiento de contradicciones. Actuaba como vía liberadora de fuerzas largamente contenidas e incitaba a verbalizar dudas e inquietudes.
En el estreno de La Vitrina el intercambio se prolongó hasta que la noche sumió en la oscuridad un entorno carente de electricidad. Se acordó entonces repetir la función al día siguiente y proseguir así la conversación interrumpida cuando piafaban ya los caballos impacientes en espera de jinetes que tenían por delante un largo recorrido hasta sus hogares, situados en bohíos dispersos.
En la jornada siguiente acudió un público multitudinario. De voz en voz, la noticia del acontecimiento había recorrido todo el territorio y el debate prosiguió con la presencia de nuevos interlocutores, motivados por la representación escénica que operaba como un detonante. El texto de La Vitrina mostraba las contradicciones latentes en un medio rural ante la perspectiva inminente de un cambio que proponía un salto hacia la modernización, a la vez que rompía tradiciones arraigadas.
El conflicto removía las zonas más profundas de las conciencias. Las décimas que introducían el texto de la obra evocaban el origen de aquellas comunidades, llegadas alguna vez del llano con las manos vacías, se rompía el silencio, se desencadenaba el ejercicio del pensar sembrado en un proceso de autorreconocimiento.
En aquellos días, cumplidos ya los 40 años, yo había atravesado la mitad del camino de la vida. Contaba con una importante experiencia profesional en los campos de la cultura y de la educación. Sentada sobre la hierba húmeda, comprendí que tenía que iniciar un nuevo aprendizaje y dinamitar conceptos arraigados, replantearme las bases de la formación universitaria tradicional. Para conocer el país, para vivir la realidad palpitante de la historia, tenía que lanzarme al vacío. Desde esa noche en El Bedero, a corta distancia de Cumanayagüa, permanecería cinco años en el Escambray. De lo que entonces sucedió, seguiré contando en mi próxima entrega.
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