Como capital de la Isla que es La Habana desde mediados del siglo XVI y residencia de las más altas autoridades civiles y militares de la metrópoli española, no era posible que en ella desenvolviesen los patriotas revolucionarios sus actividades independentistas con la misma intensidad con que lograron realizarlo en otras poblaciones alejadas de los grandes centros gubernativos.
Sin embargo, La Habana fue siempre foco intensísimo de agitación y conspiración separatistas, de protestas y rebeldías contra el régimen colonial; e insignes hijos de esta ciudad y de otras provincias, residentes en ella, libraron en todo momento ardorosas campañas en la prensa, en la tribuna, en el libro y en el seno de asociaciones cívicas -logias masónicas, especialmente-, ya de modo abierto, ya en secreto, para recabar de España, primero pacíficamente, derechos y libertades, y después mediante la fuerza de las armas, sufriendo persecuciones, prisiones, expulsiones y la muerte, ya en forma alevosa, ya como resultado de sentencias de tribunales militares u ordinarios o de resoluciones gubernativas.
Al iniciarse, el 10 de octubre de 1868, en La Demajagua, la guerra libertadora de los treinta años, desempeñaba la suprema gobernación de la Isla, desde el 13 de diciembre de 1867, el teniente general Francisco Lersundi, cuyo reaccionarismo monárquico se había puesto de relieve por su fidelidad a la Reina Isabel II, aun después de destronada por la Revolución de Septiembre, de 1868, en España, al extremo de que, no obstante ocupar el poder el Duque de la Torre (Francisco Serrano), Regente del Reino, y el general Juan Prim, jefe del Gobierno, Lersundi no se dio por enterado oficialmente de tan trascendental cambio político, para regodeo de los españoles y cubanos españolizantes ultraconservadores de La Habana, y declarada hostilidad de peninsulares y criollos reformistas y liberales.
La actitud intransigente de Lersundi, oponiéndose a la adopción de una política liberal, acorde con lo realizado en España, produjo -como señala Ramiro Guerra en su Guerra de los Diez Años- que la gran mayoría de los reformistas cubanos, con Morales Lemus, José Manuel Mestre, José Antonio Echevarría, Antonio Fernández Bramosio y otras personalidades más a la cabeza, perdieron toda esperanza de obtener mejoras de la metrópoli y adoptaron la decisión de prestar todo su apoyo al movimiento insurreccional iniciado por Carlos Manuel de Céspedes y, además, a la división en la metrópoli de los cubanos reformistas, frente a los peninsulares conservadores, con propiedades y otros intereses en Cuba, se agregó en la Isla otra más extrema, al fin y al cabo, quedando de hecho todos los peninsulares de un lado, y los cubanos exreformistas desengañados totalmente, unidos a los separatistas, del otro.
De nada valió la previsión tomada por Serrano y Prim, para hacer frente a la revolución cubana, de ofrecer que serían atendidas las demandas de reformas reiteradamente formuladas, y quedarían los cubanos equiparados a los españoles, pues ni estos aceptaron tales ofrecimientos, ni Lersundi se prestó a implantarlos; por lo que se dispuso su sustitución, fracasadas también las drásticas medidas represivas que impuso contra los patriotas separatistas, las cuales, por el contrario, sirvieron -como refiere Ramiro Guerra- para ahondar las divisiones ya existentes entre españoles y cubanos, y crear condiciones que habrían de imprimirle a la guerra un carácter de odio terrible, verdadera lucha a muerte de ambas partes contendientes.
Una de las trágicas medidas adoptadas por Lersundi fue aumentar los cuerpos de voluntarios españoles y azuzarlos, en el campo y en las poblaciones, contra los cubanos desafectos a la metrópoli, extremándose, así, sin ley ni freno, la desaforada persecución y bárbaro castigo infligidos por aquellos contra estos, al extremo de convertirse muy frecuentemente en sangrientas masacres perpetradas contra la indefensa población civil, que no pudo reprimir el sucesor de Lersundi, teniente general Domingo Dulce y Garay, marqués de Castel Florite, llegado a La Habana el 4 de enero de 1869, hombre de carácter débil y tornadizo, fácilmente influible por las personas que le rodeaban o por las circunstancias del momento, quien, víctima de esos defectos, solo pudo permanecer en su cargo hasta el 2 de junio de aquel año, en que se vio forzado a renunciarlo ante la tumultuosa oposición que le hicieron los voluntarios de La Habana, respaldados por sus jefes, los coroneles monopolistas de la colonia, verdaderos dueños y señores de vidas y haciendas de la Isla.
Esta actitud subversiva de los voluntarios se agudizó al exteriorizar tumultuosamente su enemiga a las disposiciones de Dulce, tendentes a atraer a la legalidad a los revolucionarios cubanos alzados en armas en la región oriental de la Isla.
Conviene advertir que tales disposiciones, entre ellas la supuesta libertad de imprenta, concedida por decreto del día 9 de aquel mes, que aprovecharon algunos patriotas cubanos -Martí entre ellos- para sacar a luz publicaciones defensoras de justicia y trato humano, al menos, para Cuba y sus hijos, no convierten, ni mucho menos, a Dulce, en hombre y gobernante de principios liberales y progresistas, ni mucho menos en amigo y protector de los cubanos, sino que sólo pueden ser consideradas aquellas como medidas políticas oportunistas, tendentes a aminorar en algo el vigoroso incendio revolucionario estallado el 10 de octubre del año anterior.
Y La Habana fue escenario, ese mes de enero de 1869, de sensacionales y trágicos acontecimientos, que confirmaron los hondos e irreconciliables antagonismos existentes entre cubanos y españoles, y en los cuales participaron Martí y otros discípulos de Rafael María de Mendive.
El mismo día 6, en que Lersundi embarcó, rumbo a España, recibió alevosa muerte un joven habanero, Tirso Vázquez, a manos de un oficial español, al que no quiso, en la calle de Amistad -yendo en compañía de su amigo el joven Francisco Guiral-, cederle la acera. Cuando los numerosos amigos con que contaba Vázquez tuvieron noticias de que el cadáver de este iba a ser enterrado esa noche, se dirigieron al cementerio con el propósito de pasear el cadáver por las calles de La Habana en señal de general protesta, de lo que fueron disuadidos por el padre del patriota inmolado y otras personas, entre las cuales figuró en primer termino Guiral, quien hizo un llamamiento a la cordura de los protestantes, haciéndoles ver -como afirma Félix Lizaso en su Martí Místico del Deber- la inutilidad de todo acto por carecer de armas en el momento retirándose a sus casas, mientras se busca manera tangible de prestar servicios a la patria.
Ya en otro trabajo, aparecido no hace mucho en estas páginas sobre los dos primeros periódicos -El Diablo Cojuelo y La Patria Libre- publicados por Martí en ese mes de enero de 1869, dimos a conocer el juicio que le mereció la libertad de imprenta de Dulce, que en realidad sólo permite que hable usted por los codos de cuanto se le antoje, menos de lo que pica; pero también permite que vaya usted al Juzgado o a la Fiscalía, y de la Fiscalía o el Juzgado lo zambullan a usted en el Morro, por lo que dijo o quiso decir; y también los ataques que en el editorial de aquel periódico dirigió a Lersundi, por sus fechorías y latrocinios al frente del gobierno de la Isla.
El primero de los disturbios en las calles de la ciudad ocurrió el día 12 con motivo de la sorpresa por la policía de un depósito de armas y municiones, fuera del recinto de las murallas, en la casa número 22 de la calle de Carmen, domicilio de Matilde Rosain, donde fueron hallados 22 fusiles, 59 carabinas largas rayadas, 5 escopetas, 2 retacos, 15 pistolas de a dos cañones y 12 de a uno, 41 machetes de monte, 5 sables de caballería, 7 puñales, 3 cuchillos, 140 bolsas o morrales, 2 baúles, y 1 maleta con cartuchos, 106 frascos de pólvora y algunos otros pertrechos, según la relación que publica el historiador español Gil Gelpi y Ferro en su Album Histórico Fotográfico de la Guerra de Cuba desde su principio hasta el reinado de Amadeo I, obra que su autor ofrenda a los beneméritos cuerpos del Ejército, Marina y Voluntarios de esta Isla, y de la que poseemos un ejemplar, lujosamente encuadernado, que ostenta en su cubierta una dedicatoria que dice así: Al buen gallego el Sor. D. Adolfo Gasset y Africa, sus amigos y paisanos. Varela y Suárez. (Son éstos los autores de las 24 grandes fotografías que ilustran la obra, publicada en La Habana, en 1872).
Mientras se realizaba ese registro policiaco se había ido congregando en las inmediaciones de la casa nutrido grupo de criollos sediciosos, quienes lanzaron gritos subversivos, y uno de ellos disparó contra los salvaguardias, hiriendo a uno. Fue detenido el perturbador; trataron de arrebatárselo a la policía, sin lograrlo, cruzándose entre asaltantes y asaltados numerosos disparos y produciéndose diversos encuentros entre el paisanaje y la fuerza pública en otros lugares de la población. Las bajas de los españoles según Gelpi fueron: el celador de la policía Antonio Soto, mortalmente herido; 3 salvaguardias, heridos muy graves; y un soldado muerto. Por la noche continuaron los disturbios, y a la mañana del siguiente día, 13, muchos voluntarios, dueños de establecimientos de la calle de las Figuras y de las inmediatas, se armaron, constituyéndose en guardianes, con sus dependientes, de sus comercios y talleres.
Aquel día 12 había lanzado Dulce un decreto de amnistía para todos los condenados y procesados por causas políticas, cuyos beneficios alcanzaban a todos los que depusiesen las armas en el término de 40 días. Se suprimieron, también, las Comisiones militares permanentes, lo cual, según afirma el más imparcial de los historiadores españoles de la época, Antonio Pírala, en sus Anales de la Guerra de Cuba, sólo aprovechó a los reos de homicidio, robo e incendio.
No fue la mujer cubana remisa a participar en todas estas manifestaciones revolucionarias, pues -como dice Pirala- las habaneras se presentan frecuentemente en los paseos con el pelo suelto, vestidas de azul y blanco, y con los trajes salpicados de estrellas de cinco puntas, que llamaban de simpatía. También los estudiantes aprovecharon el nombramiento de un español para bedel de la Universidad, exteriorizando sus sentimientos libertadores en la protesta colectiva que contra esa designación formularon, oponiéndose a que tomara posesión el referido sujeto, porque no era cubano.
El entierro del joven cubano Camilo Cepeda, preso en Sancti Spíritus por insurrecto y fallecido en la cárcel de La Habana, de tuberculosis, sirvió de pretexto -según dice Pirala- para una manifestación política que asombro a los españoles, muy particularmente a los que, en su ceguedad o candidez, se mostraban indiferentes al movimiento revolucionario por desconocer sus alcances.
El historiador Gelpi, después de relatar los sucesos del 12-13 de enero, se pregunta: ¿Que hacía ese día la Primera Autoridad que debía conocer la situación del país donde tenía tantos amigos? Y se contesta en seguida: Debía estar muy tranquila, pues leemos en las Gacetillas de los periódicos que salieron a luz el 15 por la mañana, y que por consiguiente se escribieron el 14, la siguiente noticia:
Villanueva. Ante más que regular concurrencia de la que formaba parte nuestra digna Primera Autoridad, se pusieron en escena en el teatro de la Puerta de Colón varias piececitas del género bufo, entre ellas la titulada Lo que va de ayer a hoy, original de los miembros de la Compañía de Bufos Habaneros: cantáronse varias guarachas y una canción y hubo aplausos y chiamatas.
Antes de pasar adelante en el detalle de la función de ese trágico día 13, presenciada tranquilamente por el capitán general Dulce, diremos algunas palabras sobre el teatro Villanueva, que sirvió de escenario de los cruentos sucesos a los que consagramos esta crónica. Fue construido en 1846 con el nombre de Circo Habanero, en la manzana comprendida entre las calles de Zulueta, Colon, Morro y Refugio. Antiartístico caserón de madera, debió el nombre de Villanueva que le dio, al reconstruirlo, Miguel Nin y Pons, y con el que fue generalmente conocido, a la protección que le dispensó el superintendente conde de Villanueva. Tenía cabida para más de 1,300 concurrentes, y, aunque en el actuaban compañías de ópera de fama mundial, era preferido por las compañías de verso, prestidigitadores y esa clase de espectáculo que hoy se llama variedades.
En el mes de enero a que nos venimos refiriendo, en el teatro de Villanueva una compañía de caricatos o bufos habaneros de los que dice Gelpi a imitación de los minstrels de los Estados Unidos, eran jóvenes blancos de ambos sexos, que componían piezas y canciones extravagantes con tendencias políticas casi siempre, las que representaban disfrazados y tiznados remedando los ademanes, los movimientos y el lenguaje de los negros.
Aunque las obras y canciones que allí se ofrecían eran visadas por la censura, los actores se encargaban de darles a las palabras y frases de doble sentido, la intención patriótica oportuna, muy del agrado de la concurrencia cubana y que solía pasar inadvertida en muchas ocasiones por la tolerancia o incomprensión de las autoridades asistentes a las representaciones.
Gelpi, en su afán de combatir al general Dulce por su tolerancia y debilidad con los cubanos, ha tenido el cuidado de reproducir el cartel anunciador de la función a que asistió el día 13 el referido gobernador; cartel en el que ya se anunciaba que asistiría la Primera Autoridad de la Isla con su esposa, cubana, por cierto, y otras autoridades menores. En el programa figuran una danza titulada ¡Viva la Libertad! una guaracha cubana, por los individuos de la compañía, apareciendo al final un cuadro alegórico iluminado con luces de bengala; la ensaladilla cómica Los Negros Catedráticos, en la que se cantaba la graciosa canción ¡Que te vaya bien chinita!, la danza de Francisco A. Valdés, tocada por la orquesta, Gorriones y Bijirita; otra danza, Se Armó la Gorda; y el chisporretazo bufo catedrático de circunstancias, titulado: ¡Lo que va de ayer a hoy! en el que se cantará la bonita guaracha titulada Ya cayó.
Como bien dice Gelpi, basta reproducir ese cartel para darse cuenta de cuál era el estado de ánimo de la ciudad en aquellos días, más si tenemos en cuenta que ya se había decretado la libertad de imprenta; y resalta también la equívoca situación que para los españoles intransigentes de la época debía tener, como tiene para Gelpi, la asistencia de Dulce a esa función, precisamente la noche del trágico 13 de enero.
Pero no pararon aquí las cosas, sino que, pocos días más tarde, el 21 de enero, se repitieron los disturbios en las calles de La Habana, con ocasión, por cierto, de una obra y unos cantos ofrecidos en el propio teatro de Villanueva en una función extraordinaria a beneficio de la joven actriz Florinda Camps, célebre en aquellos días -al decir de Gelpi-, por la habilidad con que desempeñaba los papeles más notables de las piezas antiespañolas que la Compañía ponía en escena. Además se anunciaba para el día siguiente otra función a beneficio de unos insolventes.
La índole de las obras y canciones que iban a presentarse esos dos días y el anuncio que hizo, humorísticamente, el día 20 el periódico libre La Chamarreta, de que los productos de esas funciones, según relata José Ramón Betancourt en su folleto Las dos Banderas, se destinaban a un fin laudable y que sólo se permitiría la entrada a los que llevasen garabato y horquetilla, fue suficiente, según el propio autor, para que La Voz de Cuba diese nuevamente su grito de alerta, y para que los señores voluntarios resolviesen disolver, por sí y ante sí, a viva fuerza, aquella reunión.
Circuló asimismo, por La Habana, que el producto de esas funciones se destinaba a los fondos de la revolución, y que sería la señal de levantamiento de los habaneros y del degüello de los españoles; idea esta última que, como bien dice Francisco Javier Balmaseda en su obra Los Confinados a Fernando Poo, resulta inverosímil y claramente calumniosa, pues a ser cierta, los conspiradores no hubieran llevado allí sus esposas, sus madres y sus hijas.
Se representó esa noche la comedia o cuadro de costumbres cubanas, en un acto y en prosa, original del celebrado costumbrista Juan Francisco Valerio, titulada Perro huevero... Matías, un vago, perdido y bebedor, que tiene abandonada por completo a su mujer Nicolasa y a su hija Mónica, trae a su casa a varios amigos cantadores que improvisan una fiestecita. Al son de la guitarra se entonan puntos criollos y guarachas. Ese día, al terminar de cantar uno de los actores -el joven Pepe Ebra:- Digan conmigo, señores- ¡que vivan los ruiseñores - que se alimentan con caña!, gritó una voz: ¡Viva Cuba Libre!
Se afirma también que se dieron vivas al presidente Céspedes y a la República cubana, lo cual -dice Balmaseda- me inclino a creer que fue verdad, o por lo menos es muy posible; y aunque no quedó comprobado en la investigación verbal que hizo la policía, tomó esta sus medidas para que no se repitiese esa demostración de los sentimientos populares.
Escondidos de antemano numerosos voluntarios en el foso de las murallas inmediato al teatro y detrás de este, al sentir los aplausos y aclamaciones del público, entraron en el teatro, hiriendo a tiros y a bayonetazos a numerosos concurrentes, ocasionando varias muertes, entre ellas la de dos señoras, contándose entre los lesionados por bayoneta la joven Antonia Somodevilla.
Al tratar los espectadores de abandonar el teatro, se repitieron los tiros y bayonetazos, pereciendo entre otros el hacendado cubano Pablo González, hijo del conde de Palatino, y su niño de 8 años. Y no conformes con esto, según refiere Betancourt, arrastraron por los cabellos a algunas mujeres que los llevaban sueltos, por ser así de moda, desgarraron los vestidos en que vieron adornos azules, y ebrios por la pólvora sembraron la alarma y el terror por aquellos alrededores, hasta que vino la tropa de línea a hacerlos retirar a sus hogares.
El capitán general Dulce quiso correr un velo sobre estos crímenes de los voluntarios, que condena duramente el historiador Pirala, aunque, como es natural, Gelpi trata de justificarlos, culpando a los cubanos. Dulce lanzó una proclama anunciando: Anoche se ha cometido un grande escándalo, que será castigado con todo el rigor de las leyes. El dueño y director del teatro, José Nin y Pons, según refiere Luis Carbó en el interesante artículo Página de Sangre, publicado en El Fígaro el 10 de septiembre de 1899, fue multado por el gobernador político López Roberts en 200 pesos, por el escándalo, y la obra Perro huevero... se puso en escena al día siguiente, sin que ocurriese nada de particular.
¿Sanciones? Como dice Carbó, no fue castigado ningún voluntario: en cambio fueron a presidio o al destierro muchos de los cubanos sospechosos a quienes se probó -o no se probó, que para el caso era igual- que habían asistido a aquel espectáculo bufo que resultó trágico.
Como hace resaltar Lizaso, en los momentos en que resuena la primera descarga de fusilería, Mendive abandona su grillé, utilizando la puerta de comunicación con la casa colindante, residencia de su suegra, condueña del teatro. Gran parte del público lo sigue. Martí, a su lado. Y agrega que al difundirse por la ciudad la noticia del asalto de los voluntarios al teatro de Villanueva, doña Leonor, la madre de Martí, que sabe que su hijo frecuenta las funciones de Villanueva con Mendive y su familia, piensa con razón que algo malo ha podido ocurrirle. Presa de angustia, va en su busca. Le informan que se ha refugiado en una casa cercana, que los voluntarios rodean. Al fin, lo encuentra, y ambos logran escapar de la balacera, que se diría hoy.
De este trágico episodio ha dejado el propio Martí constancia en sus Versos Sencillos:
El enemigo brutal
Nos pone fuego a la casa:
El sable la calle arrasa,
A la luna tropical.
Pocos salieron ilesos
Del sable del español:
La calle, al salir el sol,
Era un reguero de sesos.
Pasa, entre balas, un coche:
Entran, llorando, a una muerta:
Llama una mano a la puerta
En lo negro de la noche.
No hay bala que no taladre
El portón: y la mujer
Que llama, me ha dado el ser:
Me viene a buscar mi madre.
A la boca de la muerte,
Los valientes habaneros
Se quitaron los sombreros
Ante la matrona fuerte.
Y después que nos besamos
Como dos locos, me dijo:
¡Vamos pronto, vamos, hijo:
La niña está sola: vamos!
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