Foto: Obra El autor intelectual (1975), de Adigio Benítez.
Es 21 de septiembre de 1953. A todos los condujeron esposados a la Sala de Justicia. El ruido metálico que sobresaltó al público había sido producido por las cadenas cromadas que aprisionaban más de cien muñecas. Fidel hizo un alto para tratar de hablarle al Tribunal y los guardias, en actitud de zafarrancho de combate, rastrillaron sus armas. Había 200 de ellos dentro de la Sala del Pleno –un aposento rectangular de 15 metros de largo por siete de ancho–, y muchos más afuera. Harían un total de 600 los militares que ocupaban la manzana donde está el Palacio de Justicia en Santiago de Cuba.
Fidel llamó la atención chocando una con otra las esposas que mantenían sus manos cautivas. Luego extendió sus brazos y, señalando con ellos al grupo masivo de jóvenes que había entrado al local minutos antes que él, pidió la palabra:
–Con la venia... –comenzaba a decir cuando, con las culatas de los rifles, sus custodios tocaron imperativamente el suelo, justamente en el sitio donde debía permanecer de pie el acusado, hasta que el Tribunal señalara cuál iba a ser su puesto. En ese instante escuché nuevamente la voz limpia y firme de Fidel, estremeciendo a todos.
–¡Señor presidente, señores magistrados, quiero llamarles la atención sobre este hecho insólito! ¿Qué garantías puede haber en este juicio? Ni a los peores criminales se les mantiene en una sala que pretenda ser de Justicia en estas condiciones. No se puede juzgar a nadie así, esposado, esto hay que decirlo, aunque...
Repetidos timbrazos lo interrumpieron.
Volvió su rostro hacia el estrado ocupado por los magistrados. Durante unos minutos hubo un silencio total, los guardias, con gesto desafiante, apuntaban sus armas a los más de cien acusados.
El presidente de la sala, Adolfo Piñeiro Osorio, se incorporó lentamente y, de igual modo, pronunció su veredicto:
–Esta vista se suspende hasta que les quiten las esposas a los acusados– dijo, e hizo una pausa para proseguir. –A todos los acusados– subrayó, dibujando un círculo con el índice.
Se esforzó un poco más y preguntó al Secretario de la Sala, Macaró Llarine, en voz casi imperceptible:
–¿Quién es el jefe de los escoltas?
–Camps– respondió secamente el Secretario, y lo hizo en alta voz, como para que le oyeran.
–Queda encargado el oficial Camps de ordenar sean retiradas las esposas a los acusados– expresó el Presidente.
Después de un respiro profundo concretó: –Aclaramos que mañana los acusados no podrán ser conducidos hasta la Sala en las condiciones de hoy.
Comenzó a deshacerse de la toga al tiempo que se retiraba de la Sala. Menos uno, los demás miembros del Tribunal de Urgencia lo siguieron hacia su despecho. Quedó sentado en su puesto Díaz Olivera, el magistrado más anciano, quien fumaba pacientemente un cigarrillo.
El jefe de la escolta se ocupó, personalmente, de liberar las muñecas de Fidel Castro, zafándole las esposas. Con la mirada fija en su custodio, el acusado había extendió a este sus manos cautivas. Tenía los puños de la camisa empapados de sudor. Vestía con su único traje, color azul marino, y fue aquel día uno de los más calurosos del verano de 1953 en Santiago de Cuba. El sol afogaba la Sala de Justicia. Por entre las persianas, abiertas al máximo, encuadradas a todo lo largo de la pared lateral derecha, no penetraba ni una vacilante brisa.
El sudor le fluía a Fidel por la frente y por el cuello, pero a él no parecía molestarlo en absoluto. Llevaba una corbata roja con pintas negras, zapatos negros muy limpios y medias del mismo color. Un viejo y gastado cinturón carmelita ajustaba su cintura, donde el pantalón hacía muchos pliegues, lo cual revelaba que había adelgazado considerablemente durante los dos primeros meses de prisión preventiva.
Aún los guardias no habían terminado de abrir las demás cerraduras. A la distancia que se encontraba Fidel de sus compañeros –unos cinco metros de la primera fila de ellos–, no podía verlos a todos. Constantemente alzaba el cuello para reconocer a alguno más. Era la primera vez que podía ver juntos a gran parte de sus seguidores en el memorable 26 de julio. Casi todos los presentes le habían demostrado firmeza y convicción en los óptimos ideales que los condujeron al ataque a la segunda fortaleza militar del país, pero Fidel ignoraba cuál sería la reacción de muchos de ellos después de esos dos meses de incomunicación y duro cautiverio en la prisión de Boniato, que siguieron al fracasado plan de tomar por sorpresa el Moncada.
La calidad como revolucionarios tendrían que demostrarla en aquel juicio. Para el jefe del asalto, más que para ninguna otra persona, aquella sería una prueba decisiva. Fue positivamente monolítica.
Fidel meditaba erguido, de pie, a la derecha del Tribunal, en un plano inferior a la altura del estrado, entre este y una sección de las tarimas de los abogados de la defensa, a cada lado de la amplia Sala. Los demás estaban sentados, solo él debía permanecer ahora en esa posición.
Los guardias no podían disimular su nerviosismo y torpeza. Entre ellos se hallaban verdugos del día 26 de julio; sádicos, criminales… Más de uno quedó turbado al suponerse reconocido por algunas de las víctimas de torturas infames. A las 10:45 a.m. inició el proceso.
–¿Todos los abogados tienen sus sellos? – interrogó, flemático, el Presidente. Era un trámite normal previo. Tocó con suavidad el timbre y dijo: Queda abierta la vista de la Causa 37.
Con un gesto indicó al Secretario que debía comenzar a leer el pase de lista y el Acta de Constitución de Urgencia, confeccionada en los días de los hechos, así como el informe del coronel Alberto del Río Chaviano –el Chacal–, quien era jefe del Distrito Militar de Oriente el 26 de julio de 1953. Cuando comenzó la lectura, el presidente de la Sala indicó al doctor Fidel Castro que ocupara el extremo izquierdo del tercer banco de acusados, y que permaneciera sentado hasta tanto fuera llamado a declarar.
El acusado Fidel Castro Ruz, solicitó que se le escuchara de nuevo:
–Quiero expresar a este Tribunal que deseo hacer uso de mi derecho, como abogado, para asumir mi propia defensa.
–En su oportunidad– respondió, lacónicamente, el Presidente.
Ante esta respuesta, Fidel tuvo que escuchar, desde el banquillo de los acusados, el acta mencionado y el falaz informe de Chaviano.
Leída la Instrucción de Cargos, los acusados fueron llamados a declarar. La prueba se inició con el doctor Roberto García Ibáñez, del Partido Auténtico, y una destacada personalidad de la época en Santiago de Cuba. El negó la participación en los hechos. Dijo la verdad y solicitó que, en su condición de abogado, le permitieran asumir su propia defensa, lo cual fue aprobado por la Sala.
Seguidamente fue llamado el doctor Ramiro Arango Alsina, joven abogado, del Partido Auténtico. –Niego que haya sido yo enlace o contacto entre el expresidente Carlos Prío Socarrás y el doctor Fidel Castro. Estuve en Montreal, coincidiendo con la firma de un manifiesto de la oposición, pero no tengo ningún tipo de relación con los acusados–, y agregó: –Al doctor Fidel Castro lo he visto en la Universidad, pero no es amigo mío.
Arango Alsina, a quien acusaban de ser el autor intelectual del Moncada, y de entregarle «un millón de pesos a Fidel Castro», también solicitó al Tribunal asumir su propia defensa, en su condición de abogado, y su súplica, según normas, fue aceptada.
Al terminar el largo examen judicial acusatorio, Fidel reclamó de nuevo su solicitud, ya otorgada a los otros, y, obviamente, no se le podía negar.
–¿Y la toga? – preguntó.
–Un joven abogado de la Audiencia, más o menos de su estatura, el doctor santiaguero Eduardo Sabourín, le facilitó la suya y Fidel reclamó su puesto en la tarima de los abogados. No pudieron negárselo. Y desde ese sector de la Sala del Pleno, comenzó él a responder e interrogar.
De nuevo Arango Alsina solicitó la palabra para preguntarle al abogado Fidel Castro si él (Arango Alsina) era, como se decía, y de lo cual se le acusaba, el autor intelectual del Moncada.
–Nadie debe preocuparse de que lo acusen de ser el autor intelectual de la Revolución, porque el único autor intelectual del asalto al Moncada es José Martí, el Apóstol de nuestra independencia– subrayó enfático Fidel.
La respuesta sorprendió a todos, y algunos de sus compañeros exteriorizaron su emoción jubilosa con aplausos que el Tribunal criticó, advirtiendo que no debían repetirse.
Al tercer día del juicio, el principal encartado se había convertido ya en el mayor acusador del régimen, aun con una dura censura de la prensa nacional, y a pesar de que con un certificado médico pretendieran excluirlo de las sesiones «por su estado de salud». Fidel hizo llegar una carta, por conducto de la doctora Melba Hernández, diciendo que no estaba enfermo.
Sería entonces, el 16 octubre, cuando proseguiría el juicio para él; la fecha memorable en la que pronunciaría la contundente autodefensa que luego reconstruiría en el presidio: La Historia me Absolverá.
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