Las personas de mi generación crecimos viendo en televisión y cine a Enrique Molina, de manera que se transformó en una presencia familiar, entrañable, y a muchos nos parecía que Molina estaría siempre ahí, permanente, garantizando un alto nivel histriónico y marcando el ritmo de nuestro audiovisual y de la cultura cubana.
Interpretando un papel memorable después de otro, desde los espacios televisivos de aventuras, hasta telenovelas y películas de gran éxito, siempre con actuaciones honestas, rigurosas, convincentes, Molina supo interpretar como nadie al hombre común, al padre de familia aquejado por la erosión de las ilusiones.
Aunque también incursionó en radio y en teatro, haciendo gala siempre de una versatilidad que lo distinguió, este actor fue brillantemente autodidacta. Inició su periplo profesional en 1963, cuando se integró a un grupo de aficionados del Sindicato Gastronómico. En 1964 formó parte del Conjunto Dramático de Oriente (donde conoció a Obelia Blanco, Raúl Pomares y María Eugenia García, entre otros), que fue determinante en su formación, en tanto posteriormente desarrollaría su carrera en obras de teatro, programas seriados y no seriados de la radio. A finales de los años sesenta comienza a hacer televisión en Tele Rebelde, hasta 1970 cuando regresa a La Habana.
A pesar de su fogueo inicial en otros medios, fue la televisión quien lo proveyó de imperecedera popularidad y permanente prestigio por sus actuaciones, en papeles grandes y pequeños, pero siempre portadores de una sorprendente espontaneidad y expresividad. Desde mediados de los años setenta se situó entre los mejores actores de la televisión cubana, gracias a seriados de aventuras en los cuales interpretaba papeles cada vez más importantes, como El Cacique Arimao, Los comandos del silencio, La guerrilla del altiplano, De cara a todos los huracanes o La retaguardia del enemigo, que lo transformaron en un actor muy conocido y respetado, al lado de Salvador Wood, Miguel Navarro o Manuel Porto, por solo mencionar unos pocos de su generación.
En las siguientes décadas dejó de ser un actor conocido para transformarse en mito, en símbolo de lo mejor del histrionismo en los medios cubanos, porque Molina refundó la capacidad de los papeles secundarios para absorber la atención del espectador.
Contribuyó a forjar esta dimensión icónica su actuación en el dramatizado El carrillón del Kremlin (1977), en el cual construyó minuciosamente la imagen del líder de la Revolución bolchevique, y luego arribó una de sus grandes frustraciones: interpretar al José Martí adulto en una serie que se preparaba y que terminó por cancelarse. Molina se transformó en paradigma para sus compañeros de oficio cuando fue capaz de bajar 42 libras y someterse a varias intervenciones quirúrgicas, y varios otros sacrificios, con tal de interpretar al Apóstol.
En lugar de quedarse rumiando la frustración, Molina siguió adelante, y en los años ochenta y noventa recuperó su estatus de “monstruo” en varios de los mejores seriados de nuestra televisión en esa época, como El tiempo joven no muere (Juan Vilar, 1980), con Miriam Mier, Cristina Obin y Salvador Wood, además del debut en televisión de Beatriz Valdés, Luis Alberto García y Omar Alí, entre otros; La gran rebelión (Jorge Fuentes, 1981), Algo más que soñar (Eduardo Moya, 1985), Hermanos (Eduardo Macías, 1988), Su propia guerra: El Tavo (Abel Ponce, 1991) y Memorias de un abuelo o Descamisado (1999), en los cuales se encargaba, ineludiblemente, de mostrar, junto con algunos de los protagonistas, el rostro humano de la épica, las motivaciones sicológicas de seres humanos inmersos en contiendas personales e ideológicas.
En el ínterin, también se las ingenió para romper con los cánones habituales de la telenovela y presentar un personaje fuera de serie, que atrapó definitivamente el cariño de los televidentes cubanos: Silvestre Cañizo, en Tierra brava (1997).
El cine se fijó en Enrique Molina mediante dos obras de Manuel Pérez (El hombre de Maisinicú, de 1973, y diez años después, La segunda hora de Esteban Zayas) mediadas por sus muchas veces breves pero siempre atrayentes participaciones en Polvo rojo (Jesús Díaz, 1981), En tres y dos (Rolando Díaz, 1985) y Una novia para David (Orlando Rojas, 1986). Poco después llegan la también épica Caravana (Rogelio París, 1990) y Hello Hemingway (Fernando Pérez, 1990) en los papeles de un guardia batistiano inconforme con los abusos que presencia en los cuarteles, y abrumado por la obligación de mantener a una familia numerosa, respectivamente.
A estas alturas de los años ochenta y noventa, Molina ya se había convertido en actor fetiche de Daniel Díaz Torres, desde su personaje en Jíbaro (1985), hasta el cura delirante y apocalíptico de Alicia en el pueblo de Maravillas (1990), luego el policía retirado, esquemático, un poco pasado de moda y de fondo bondadoso en Hacerse el sueco (1991), que es otra de sus actuaciones extraordinarias, pasando por el quisquilloso padre de Lisanka (2009) y sin olvidar su participación de contrafigura, un tanto antagonista, del joven Vladimir Cruz en Kleines Tropicana (1997).
En los años noventa también debe ser mencionado su desempeño en Derecho de asilo (Octavio Cortázar, 1994), que le ganó el premio Caracol de actuación secundaria. Posteriormente se vinculó con frecuencia a los filmes de Gerardo Chijona, como Un paraíso bajo las estrellas (1999), Esther en alguna parte (2013), La cosa humana (2016) y Los buenos demonios (2018), haciendo gala de una organicidad que se había transformado en su marca distintiva. Además, se recuerda la sólida caracterización, también episódica, de un funcionario que opta por vivir bien sus últimos años en Páginas del diario de Mauricio (2005), de Manuel Pérez.
Y si algunos lectores juzgan abrumadora la enumeración de películas y obras audiovisuales con la presencia siempre aportadora de Enrique Molina, les cuento que todavía se quedan en el tintero otras participaciones memorables en coproducciones como 90 millas (Francisco Rodríguez Gordillo, 2005) junto con Daisy Granados, Claudia Rojas y Alexis Valdés, sobre una familia cubana que decide abandonar la isla de forma ilegal en una pequeña embarcación de fabricación casera. Y repite, con nuevos matices, el papel de policía superior, opuesto a renovaciones y alternativas en el filme Vientos de La Habana (2016) y en la posterior serie Cuatro estaciones en La Habana (2017), ambas obras inspiradas en las novelas de Leonardo Padura.
A lo largo de los últimos tiempos, Molina elevó a un estado de perfección tautológico la interpretación del padre de familia cubano, responsable de su prole y regañón, exigente y susceptible, mandamás y sencillo, frustrado por las circunstancias pero decidido a no dejarse pisotear, en Video de familia (Humberto Padrón, 2001), Mañana(Alejandro Moya, 2006), El cuerno de la abundancia (Juan Carlos Tabío, 2008) y Contigo pan y cebolla (Juan Carlos Cremata, 2014), que contienen algunos de los mejores desempeños en toda la historia del audiovisual cubano en tanto supieron escapar del encasillamiento, que también asediaba a Enrique Molina. Él supo lidiar con ese y otros muchos obstáculos y transformarse en un intérprete enorme, cuya memoria nos acompañó a lo largo de la niñez, la adolescencia, la juventud y la madurez, como alguien de mi familia.
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