Érase una vez la salsa: el renacimiento de un son(go)


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ÉRASE UNA VEZ LA SALSA

 

La primera persona que hubo de prestar atención a este movimiento musical fue la musicóloga cubana Dra. Alicia Valdés Cantero en su ensayo Formell en tres tiempos, publicado a comienzos de la década de los años ochenta; es en su tercera parte y final donde por vez primera se esboza un acercamiento a esta propuesta musical que estaba definiendo el sonido de la orquesta Los Van Van, solo que aún no tenía un nombre específico. En ese mismo momento Formell declaraba que siempre había tratado de entender “cómo se hace un buen son”.

Pero el asunto venía caminando, creativamente, desde mediados de los años sesenta en el mismo instante en que se produce la transición profesional de Juan Formell, de la orquesta del cabaret Caribe del hotel Habana Libre a la orquesta del percusionista Elio Revé.

Son pocas, para no decir escasas, las referencias a la influencia que tuvo en la formación profesional de Juan Formell su vínculo con el guitarrista holguinero Juanito Márquez, director de la orquesta de ese conocido centro nocturno.

Es Juanito Márquez quien de alguna manera impulsa e influye en una de las primeras propuestas conceptuales a las que se aventura Formell en esos años: el desconocido ritmo Pujuaté y es el mismo Juanito quien propone al cantante Dandy Crawford como su primer intérprete. Pero vale la pena preguntarse qué es el Pujuaté.

Sencillo. Es un acercamiento al son tradicional desde la visión del rock y el pop de esos años y que, de alguna manera, ya había comenzado a experimentar en el mismo momento que empezó a llamar a sus “búsquedas e inquietudes musicales” con la denominación de “shake”; y en el que, de alguna manera también, estuvo involucrado un músico de la talla de Blas Egües –en ese entonces baterista de la orquesta del cabaret y con quien Formell había establecido fuertes lazos profesionales y personales—.

El Pujuaté tenía, además ciertos guiños y giros del jazz, elementos de la percusión afrocubana y se complementaba con la forma de cantar de Crawford –aunque según el parecer de César Pupy Pedroso, un cantante como Armado Borcelá, también llamado Guapuchá, le hubiera aportado un swing interesante, solo que Borcelá estaba involucrado con el combo de Chucho Valdés en ese entonces—.

Sin embargo; en el momento de pasar a ser parte de la plana de la orquesta Revé, Formell abandona esta línea de trabajo y lo mismo ocurre con el “shake” en el tema de sus canciones y boleros. A lo único que no renuncia es a su filiación rocanrolera y la expresión de ello es que decide incorporar elementos del rock en el modo de armonizar determinados instrumentos, que suenan cubanos, pero si uno se decide a descomponerlos y mirarlos –debo decir escucharlos— desprejuiciadamente, suenan como el rock de esos años. Y algo muy importante es que su visión del trabajo de la sección de percusión se pone en función de explorar las posibilidades expresivas de un instrumento como la batería en una orquesta tipo charanga, donde el papel predominante lo lleva el timbal en cuanto al ritmo.

Así llegamos al año 1969 y la fundación de Los Van Van; en que Formell en vez de usar un timbalero, llama a Blas Egües para que aporte el sonido de la batería a su nueva orquesta y a su percepción de cómo debía hacerse el son a partir de ese momento; al menos desde su visión muy personal.

El paso fugaz de Blasito, así le llamaban todos en el ambiente musical, dejó sentadas las pautas del trabajo de ese instrumento para el futuro; y ante la incertidumbre Formell llama a José Luis Quintana, Changuito, que en ese instante se debatía entre ser parte del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC o formar parte de cualquier otra agrupación. Changuito optó por sustituir a Blasito, quien además había insistido en que fuera él.

Siempre que se hace alusión al trabajo de la sección de ritmo de Los Van Van pocas veces se hace referencia a su otro integrante: Raúl Cárdenas, también conocido como El Yulo, uno de los mejores ejecutantes de la tumbadora en Cuba de todos los tiempos.

Changuito y El Yulo tradujeron musicalmente cada una de las ideas de Formell en el tema de la percusión. Y en este punto ocurre un detalle interesante y pocas veces abordado.

Changuito es un excelente ejecutante de la tumbadora, además de dominar el timbal y la batería –instrumento que aprendió de forma autodidacta— y además de sus innovaciones estructurales, donde destaca el uso de una sección de “caña brava” para sustituir un elemento o complementar la batería, incorporó ciertos giros de las congas a su modo de ejecución.

Resuelto el problema de la percusión, estaba pendiente el trabajo con el piano. Y ese papel lo definió César Pedroso, quien al igual que Changuito y El Yulo estaba fuertemente influenciado por la rumba, sobre todo aquella que se hacía de modo muy particular en la zona de Marianao y del barrio de Pogolotti; pero igualmente tenía como patrones el estilo de pianistas como José “Pepe” Palma de la orquesta Aragón y su propio padre, Nene, quien fue integrante de los conjuntos de Arsenio Rodríguez y de Félix Chappottín, en los que sustituyó a Lilí Martínez Griñán.

En el espacio de tiempo que cubre la década de los años setenta y la primera mitad de los ochenta, Formell acude al trabajo de vocalistas cuya tesitura vocal vaya del falsete al sonero clásico, ese que está influenciado por el estilo de cantantes como Miguelito Cuní o Abelardo Barroso; pero también que sean capaces de utilizar giros vocales cercanos al rock –insistente el muchacho—, lo que le permite dar protagonismo a figuras como  Miguel Ángel Rasalps, El Lele, a Lázaro  Morúa y otros cantantes; y mantiene como voz de reserva sonera la del Pedrito Calvo.

Solo quedaba contar las historias y hacerlas encajar en esta visión sonera. Lo que en el fondo de la cazuela donde estaba cocinando su “ajiaco”, había igualmente cucharadas de danzón, de boleros, de changüí, del pop anglosajón y mucha intuición.

El songo, como variante sonera, estaba listo para manifestarse musicalmente al comienzo de los años ochenta. Solo que a esta fiesta Formell invitó a última hora a los trombones. Y una cosa no era preocupante: se podía bailar igual que el son o aplicaban a él los giros del casino, que a fin de cuentas era una cubanización de la forma de babilar el rock & roll. Atrás quedaban el “shake”, el pujuaté, el changüí 67 y el 68, como referentes de la génesis de una búsqueda infinita.

Se rompía la maldición que establece que para la música cubana cada género o ritmo, necesita un baile. Este era un nuevo nivel.


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