Érase una vez la salsa: Quédate este bolero y algo más…(I)


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Existe un consenso generalizado que la década de los años noventa es, fue y ha sido la de mayor esplendor de la música popular bailable en la segunda mitad del pasado siglo XX. Ese papel de liderazgo de lo bailable implicó algunos cambios importantes en las relaciones de contratación y por consiguiente, en las formas de pago; también reevaluó los modelos de producción discográfica y, lamentablemente hay que decirlo, marginó a otros géneros musicales y a un importante grupo de artistas de los medios, presentaciones en espacios públicos y su presencia discográfica.

Ciertamente el advenimiento de la crisis económica de estos años trajo entre sus más perdurables consecuencias el fin de muchos e importantes espacios en los que interactuaban músicos de distintas tendencias o que se movían en géneros diversos. Quizás la más notable de estas pérdidas fue la del mundo del cabaret. La ciudad de La Habana, en específico, pasó de tener al menos veinte espectáculos de cabaret –eso incluye desde las más lujosas puestas en escena hasta aquellas de menor calidad general— a solo dos: Tropicana y el Parisien.

El cierre de estos espacios trajo aparejado, entre otras consecuencias: la disolución de las orquestas y/o grupos acompañantes de los solistas; la cesantía de una importante planta de personal técnico y de gastronómicos unido al deterioro o la reutilización con fines menos nobles de esos espacios.

Ciertamente el disponer de una orquesta para que cerrara la noche con un concierto bailable era una de las grandes atracciones de los cabarets a lo largo y ancho de la isla. Y aunque parezca hoy anacrónico, esas presentaciones resultaban económicamente factibles a muchos de esos espacios; incluso cuando se trataban de orquestas que cruzaban de un territorio a otro. Y en el caso de aquellas que gozaban de amplia popularidad, los contratantes “las convocaban con alguna figura solista de peso”. Mataban dos pájaros de un tiro.

Solo que ahora las reglas cambiaron. Ningún espacio se dignaba a contratar solistas, tanto que hasta se decretó el cierre –la muerte por falta de visión— de un espacio emblemático de la cultura cubana como el Pico Blanco del Hotel St. John.

Entonces a ese talento musical –y al extramusical implicado— al que oportunidades profesionales le fueron negadas abiertamente, le fueron quedando menos opciones: acogerse al retiro profesional aquellos que lo desearan, refugiarse en sus casas a la espera de mejores momentos o vientos favorables, reinventarse profesional y personalmente, vincularse a espacios reducidos como las peñas que lograban sobrevivir, buscar una posible contratación en el exterior o emigrar en busca de una segunda oportunidad, cosa que no muchos lograron en los parajes en que se asentaron.

La nueva realidad económica en el mundo de la música cubana de los años noventa implicaba que no importaba el nombre o la trayectoria profesional: si no estaban dentro de la órbita de facturación general, no existías. Y parte de la culpa de esa marginación a importantes figuras de la canción fue responsabilidad de quienes tenían a su cargo los posibles lugares o espacios donde se podían presentar las mismas. No era secreto que los criterios economicistas per se, pesaron por encima de la voluntad cultural de muchos de los que tenían a su cargo la dirección y programación en estos lugares. Hubo quienes en una muestra de honor decidieron renunciar y fueron sustituidos por demiurgos sin escrúpulos, muchos de los cuales han logrado sobrevivir hasta nuestros días.

Pero lo cierto es que no todos los espacios estaban aptos o fueron validados por las principales orquestas de música popular bailable que marcaron la pauta en esos años. Algunos sitios, otrora de alta demanda entre el público, aquellos que no fueron capaces de tener una visión a futuro, se convirtieron en simples espacios donde se expendían solamente bebidas alcohólicas. Los hubo que cerraron sus puertas definitivamente y, con mayor o menor fortuna, otros fueron teniendo diversos usos hasta finalmente volverse simples cafeterías y vivir de una gloria que nunca regresará.

Sin embargo, las cosas estaban por cambiar, y ese cambio de mentalidad, de tener una visión cultural incluyente, fue impulsada desde dos empresas vinculadas al mundo del turismo: Palmares y Cubanacan; y esa apuesta fue promovida, en la primera, por la promotora Caridad (Cary) Bridón y en Cubanacan fue determinante la presencia de Redento Morejón y de Antonio (Tony) Enriquez; quienes apostaron todas sus energías al fundar una división llamada CARISHOW, que se encargará de promover y difundir propuestas artísticas cubanas a diversos lugares y plazas en el extranjero y después mirar sin prejuicios al interior del país.

Había voluntad política y esta se hacía acompañar de una mirada económica realista e incluyente, estaba el talento necesario para las apuestas que aceptaron. Solo quedaba encontrar los espacios y ponerlos en marcha.

La posibilidad de una diversificación del gusto, de darle una segunda oportunidad a aquellos de los que una vez sentimos orgullo, estaba en marcha.

Cary apostó por el bolero y tuvo como hándicap el hecho de aún estaba viva la compositora Isolina Carrillo, quien prestó su nombre y el título de su obra más conocida para diseñar un espacio que, sin llegar a imitarle, fue el alter ego justo del desaparecido Pico Blanco: Dos gardenias, así fue bautizado el lugar que tomó la senda de devolver el bolero a las noches cubanas y de abrir una ventana –pequeña, pero ventana al fin— a un importante género de la música cubana.

CARISHOW apostó en sus comienzos por abrir un espacio dedicado al jazz en pleno centro de El Vedado, en un principio, y después jugó su mejor carta: reabrir el Gato tuerto, un lugar emblemático de la bohemia cultural cubana de los años sesenta.

Las reglas del juego estaban por cambiar. Solo era cuestión de tiempo...


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