Inocente Iznaga, llamado también “el jilguero de Cienfuegos”.
Para muchos, la música campesina era la Cenicienta dentro de los géneros que se cultivaban en la Isla. De hecho, se podía considerar así. Y es que su mundo se circunscribía, de manera general, al programa Palmas y Cañas donde no había comunicación con otros públicos que no fuera “el de la gente de campo”. Lo más trascedente eran las figuras de Ramón Veloz y Coralia Fernández de una parte y en el otro extremo estaban las “diatribas” entre Justo Vega y Adolfo Alfonso. Y es que su difusión se reducía fundamentalmente a ese espacio dominical y a dos programas de alcance nacional que emitían las emisoras Radio Rebelde y Radio Progreso, pues para el resto de los programas radiales “los cultores de esta música y sus exponentes” –con la excepción de Celina González—eran una cosa chea, fuera de onda y no gustaban a las grandes mayorías.
A la luz de los años, tal criterio, que se había generalizado hasta casi convertirse en un dogma, era una muestra de exclusión cultural casi generalizada. No importaba que desde mediados de los años setenta se había presentado allí un niño llamado Alexis Díaz Pimienta y había deslumbrado a todos con su dominio de las rimas, las décimas y sobre todo con su capacidad para desatar seguidillas hermosas e interminables donde primaban la belleza conceptual, la picardía y el dominio del idioma.
Se desconocía, más allá de los seguidores del programa, la existencia de cantantes femeninas del calibre de Albita Rodríguez y una adolescente llamada Liuba María Hevia que estaban dando dimensiones nuevas a las tonadas y a los sones con una mirada contemporánea, en la que convergían música y letras que superaban lo estrictamente bucólico.
Por otra parte, el mundo existencial de esa música se había relegado –en lo fundamental– al poblado de Santiago de las Vegas, en las afueras de la ciudad, a un sitio llamado La Rueda y las representaciones que se solían hacer en los cabarets distaban mucho del carácter auténtico de esta música. Curiosamente en la Casa de la FEU, situada en la calle Universidad y K, alguien había tenido la idea de organizar presentaciones alternas los jueves en la noche del Septeto Nacional y del conjunto Palmas y Cañas donde la figura descollante era el laudista Barbarito Torres. Lo curioso es que a estas presentaciones asistía un número cada vez más creciente de público; un público conformado en lo fundamental por estudiantes que, aunque no se identificaba plenamente con estas músicas (el son clásico y “lo guajiro”), disfrutaba aquellas propuestas.
Pero todo eso estaba a punto de cambiar.
Definir, precisar o intuir que fue un movimiento espontáneo, simple golpe de suerte, sería entrar en terreno especulativo. Lo cierto es que un buen día, en plenos años ochenta, nos despertamos con la sorpresa de que un tema cantado por una de las figuras más importante del entorno campesino era el más solicitado en las emisoras de radio. Inocente Iznaga, llamado también “el jilguero de Cienfuegos” se había colado inesperadamente en el gusto de las grandes masas y disputaba popularidad a orquestas como Irakere, los Van Van, la Revé, Adalberto Álvarez y la misma Original de Manzanillo.
La caldosa de Kike y Marina fue toda una sensación y a toda Cuba le gustaba el tema. Una tonada campesina, de una letra sencilla, escrita y ejecutada en tónica y dominante, desbancaba a quienes se habían erigidos los gurúes de la música que debíamos bailar, marcaba el paso en la difusión y reunía grandes masas de bailadores en todas las plazas públicas del país.
Cosas curiosas de la música. El Jilguero de Cienfuegos era toda una institución dentro de la música campesina. Lo había sido desde muchos años antes y su estilo de alguna manera estaba a medio camino entre un sonero al estilo de los cincuenta, la belleza musical de Guillermo Portabales y el encanto de Cheo Marquetti. Eso sí, el hombre le sabía un mundo a la guaracha y esa era su herramienta fundamental para ser aclamado por el público; pero estaba en la onda campesina y eso –según algunos entendidos del café con leche—no tenía onda en estos tiempos.
Pero lo consiguió, arrastró tras de sí a toda Cuba y logró que muchas personas comenzaran a prestar atención a lo que estaban proponiendo en Palmas y Cañas, más allá de la presencia de Justo Vega y Adolfo Alfonso.
Fue entonces que se comenzó a escuchar con más fuerza en la radio la voz de Albita Rodríguez, que Liuba María Hevia comenzó su andar renovador dentro de una música a la que vio posibilidades armónicas más allá del uso del laúd, la guitarra y el tres; que Alexis Díaz Pimienta comenzó su ascenso más allá de la cultura campesina y se convirtió en la voz de los nuevos decimistas cubanos y esas décimas se convirtieron en el motivo para que una poética novedosa pasara del canto dominical a las editoriales.
El jilguero fue la puerta de regreso de Celina González –que siempre estuvo, pero no lo suficientemente consentida—a los grandes espacios y que permitiera a Adalberto Álvarez producir uno de los mejores discos de todos los tiempos en Cuba: Al guateque con Celina, en el que el son, la guajira y la guaracha son reinventados desde una perspectiva muy contemporánea y serán asumidos por el sonero en sus propuestas futuras.
Estábamos a las puertas de un fenómeno que pocos imaginaron, con un género musical al que pocos daban posibilidades de sobrevivir y que quedaría como remanso folklórico. Craso error aquel cálculo.
Poco a poco fueron llegando nuevos poetas, improvisadores y guaracheros que superaron el complejo de vestir guayabera para hablar del mundo de nuestros campos y el relevo generacional no fue traumático. Llegar al bohío ahora era placentero.
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