Érase una vez la salsa: Y ahora baila


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Los fabulosos años noventa. Ciertamente para muchos son los años dorados de la música popular bailable cubana en la segunda mitad del siglo XX. No es un secreto para nadie que a lo largo de esos años hubo una gran proliferación de orquestas que coparon el gusto del bailador a lo largo y ancho de todo el país.

Tampoco es secreto que en esos años se comenzó a establecer una división de categorías entre los músicos a partir de su incidencia en el gusto popular a partir del nivel de convocatoria de las mismas; bien fuera por la calidad de su música o el papel de sus cantantes que en muchos casos se convirtieron en los líderes de las mismas. Así encontramos orquestas de “primera línea”, orquestas de “segunda línea” y el pelotón que agrupaba a aquellos grupos cuyo nivel de convocatoria no estaba a la altura de aquellos acontecimientos.

También la década trajo incluida la desintegración, la división o la marginación de formaciones musicales que en las décadas anteriores fueron aceptadas y avaladas por el público y sus bailes eran verdaderos acontecimientos.

Tal división, además de la calidad o la impronta de su propuesta musical, vino determinada por un factor inexcusable: su capacidad para generar beneficios tanto a los músicos como a los lugares en que se presentaban. Y es que la economía comenzó a tener peso en la programación y organización de los bailes, sobre todo en la ciudad de la Habana que era el epicentro de este proceso de “calificación musical” y de consumo de música.

Con estas condicionantes se fueron creando y habilitando diversos espacios bailables en la ciudad, siendo los más codiciados aquellos en que las entradas se pagaban en dólares; entre los que destacaban El palacio de la Salsa del hotel Riviera; la Cecilia, el restaurante Papas de la Marina Hemingway, el Salón de Embajadores del hotel Habana Libre, el Café cantante del teatro Nacional, la Makumba en los jardines del restaurante La Giraldilla;  los que se crearon en los hoteles Neptuno y Tritón y la Casa de la Música de la EGREM ubicada en la barriada de Miramar. Curiosamente todos estos espacios bailables –con la excepción del Palacio—estaban ubicados al oeste de la ciudad. También estaban como espacios alternativos el Salón Rosado del hotel Capri y los Jardines del restaurante 1830, pero en ellos la programación de los bailes no mantenía la misma estabilidad que en los sitios antes mencionados. Una particularidad de estos sitios bailables que no estaban al alcance de todos los bailadores –se debía pagar todo en moneda dura—y su función principal estaba dirigir aquellas propuestas bailables al turismo.

Sin embargo; para validar el triunfo y ratificar su popularidad era necesario que las orquestas se presentasen en el Salón Rosado de la Tropical y allí cualquier cosa podía ocurrir. A cargo de ese lugar estaba Luis Duvalón quien con su proverbial irreverencia se atrevía a desafiar el asunto de “las divisiones y categorías dentro de la popularidad”. Duvalón estaba más enfocado en permitir la presencia de orquestas bailables tuviera la impronta de popularidad que tuviera y en más de una oportunidad combino a famosos con desconocidos (debutantes) o menos populares. Pero su gran mérito fue el no excluir de presentarse en la Tropical a las pocas orquestas de provincia que se atrevieran a viajar a la capital; viajes que implicaban enormes esfuerzos económicos.

Siguiendo el ejemplo de La Tropical se abrieron otros espacios bailables en varios de los municipios de la capital y se retomaron algunos otros espacios públicos que alguna que otra vez fueron plazas bailables, sobre todo en tiempos de fiestas de carnavales; unas festividades que habían quedado en suspenso a partir de las condiciones económicas que vivía el país en la primera mitad de la década.

Así se convocan bailables en los que participan casi todas las orquestas –independientemente de si eran de primera o segunda línea—en la Plaza Menocal en Arroyo Naranjo; en la Liza se abre otro espacio; se retoman los bailes en la calle 124 y 51 en Marianao y se habilita el antiguo espacio de La Piragua en las inmediaciones del hotel Nacional.

Tanto la Tropical como el resto de los espacios públicos eran el termómetro real de aceptación de cualquier orquesta. Y en honor a la verdad hubo más una agrupación que nunca se llegó a presentar en aquellos espacios donde se sudaba de verdad la música.

Fuera de la Habana las cosas funcionaban de modo distinto. Ciertamente se organizaban bailes y se convocaba a las orquestas más populares del momento las que en muchos casos pedían cifras exorbitantes por su presencia o ponían como condición no se incluyera en la presentación a los talentos del territorio.

Curiosamente en muchas provincias –sobre todo las de la zona central-- los ídolos de los bailadores eran las llamadas orquestas de “segunda línea” cuyo nivel de convocatoria era inimaginable y más de una oportunidad los asistentes disfrutaban más sus presentaciones que las de muchos de los ídolos del momento.

En la zona oriental las cosas eran muy distintas a como funcionaban en la capital, en lo fundamental en Santiago de Cuba, en Camagüey en Granma (fundamentalmente en Bayamo y Manzanillo). En esas ciudades existían y trabajaban importantes orquestas que tenían no solo un público fiel, sino que su trabajo era referencial en todo el universo de música cubana como eran los casos de Son 14, Karachi y Los taínos en Santiago de Cuba o de la Original de Manzanillo en la ciudad del mismo nombre y en Bayamo (no se debe olvidar que esta charanga era conocida como “la orquesta de la familia cubana”, por el impacto que tenía a nivel filiar). Mientras en Camagüey la Maravilla de Florida lideraba el gusto de los bailadores.

Entonces vale preguntarse como se lograron insertar en el torrente musical de la ciudad, habida cuenta que algunos de aquellos que “pertenecían a la primera línea” renegaban de su impacto a nivel de bailadores.

Sencillo. Esa tarea quedó en manos de Luis Duvalón que no solo les permitió trabajar, sino que fue mucho más allá y en muchas ocasiones las programó por encima de aquellos que definían el gusto de los bailadores habaneros. Era tanta la autoridad de Duvalón que rara vez algún director de orquesta se atrevió a cuestionar sus decisiones. Incluso el mismo Juan Formell, que era el patriarca de este movimiento siempre estuve abierto a compartir escenario o a ceder su público a las agrupaciones de provincia.

La fiebre de aquellos espacios bailables se extendió hasta comienzos de los años dos mil en que poco a poco fueron languideciendo muchos de estos espacios y el primero en cerrar sus puertas fue el Palacio de la Salsa.

Mientras tantos el Salón Rosado de la Tropical, el que responde al nombre de Benny Moré, mantenía su hegemonía y a su pista fueron buscando espacio –o al menos retomándolo—muchos de los que desde la primera línea jamás pensaron en depender de su público.


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